Comentario del San Marcos 4:26-34
El otro día mi familia y yo visitábamos el observatorio de pájaros “Sand Bluff,” ubicado en una reserva forestal al norte de Illinois.
Durante la primavera y el otoño, el observatorio se dedica a poner anillas metálicas numeradas en las patas de las aves, con el fin de conocer sus rutas migratorias, cuánto tiempo viven, cuáles son sus lugares de cría y otros temas importantes para su conservación. Gran parte de las aves anilladas en los EEUU han pasado por este lugar; sólo un 3% de ellas han sido recapturadas en lugares lejanos. Sin embargo, es muy poco lo que se conoce todavía sobre ellas.
En una presentación al público, el fundador del observatorio nos explicaba con preocupación cómo en los últimos 40 años, desde que comenzó a funcionar el observatorio, la población de pájaros migratorios que pasa por ese lugar ha bajado en un 80%.
El aumento de las tormentas, los cambios del clima y la destrucción de su hábitat natural por el desarrollo del monocultivo y de nuevas poblaciones humanas, son un peligro para las aves. Las tormentas pueden sacarlas de su curso y exponerlas a situaciones, climas y elementos desconocidos, mientras que la destrucción de su hábitat disminuye la posibilidad de encontrar refugio, comida o lugares para hacer sus nidos. Todo esto, sin embargo, puede revertirse, si al buscar el reino de Dios, la humanidad también tomara en cuenta a las aves.
El evangelio de hoy nos presenta el reino de Dios como un lugar donde la tierra da sus frutos por sí sola (v. 28) y los arbustos crecen como si fueran maleza, con igual voluntad preconcebida, dando cobijo desinteresado a las más pequeñas criaturas (v. 32). El reino de Dios provee en abundancia; allí nada se pierde. Ni siquiera las semillas que caen junto al camino se pierden, porque sirven de alimento a las aves (Mc 4:4).
La creciente vulnerabilidad de esta abundancia, en diferentes lugares del planeta, nos reta a considerar para quién no ha llegado aún el reino de Dios, a mirar las causas y a considerar las maneras de restaurar la tierra.
Hoy sabemos que para que una semilla germine, crezca y dé fruto se necesitan condiciones ecológicas tanto en el suelo, como en el clima. Son las condiciones que teológicamente reconocemos como voluntad de Dios, para que su reino germine. La tierra no puede dar fruto indefinidamente si no tiene una mezcla correcta de elementos: humedad, nutrientes, bacterias, nitrógeno, carbón, etc. La actividad humana ha puesto en peligro este balance. Ya no siempre se hace posible, ni en todo lugar, disfrutar de la gracia divina de ser testigos del reino de Dios en la tierra.
¿De qué otra manera podemos entender la parábola de Jesús en estos tiempos de crisis ecológica?
La semilla del reino, manifestada en la actitud del/la creyente, no tiene que producir resultados grandiosos; ella puede ser pequeña e insignificante a los ojos de los demás, como una semilla o un arbusto de mostaza. Sin embargo, el poder de Dios, la Sabiduría con la cual Dios creó la tierra (Proverbios 8:30), se mueve incluso en la más pequeña de las semillas y la convierte en bondad para su creación.
En el caso de las aves en peligro, la solución puede estar en la ubicación de alimentos o nidos en las casas y en la siembra de más árboles, praderas y flores. La solución también pasa por apagar las luces en los rascacielos, cuando no hay nadie trabajando, ya que los pájaros emigran por las noches y cuando ven la luz que ilumina el interior de estos altos edificios, no detectan las ventanas, y al seguir volando, se estrellan contra ellas y mueren. Miles y miles de aves migratorias mueren cada año de esta manera. Toda luz que se pueda apagar en cualquier casa es una contribución para detener el calentamiento del planeta y el aumento de tormentas.
Mientras la tierra guarda en sí la sabiduría divina, necesitamos cultivar el reino de Dios en nuestros corazones, para que su semilla germine y produzca frutos en la tierra, como lo decía el evangelio de Juan (15:16) hace unas pocas semanas.
La teóloga Cristina Conti observaba en su comentario bíblico cómo el llamado de Jesucristo a amarnos unos a otros estaba fundamentado en el amor agápe, un amor basado en principios éticos y en una voluntad consciente de buscar lo mejor para el otro y la otra.1
Ese “otro/a” debe incluir hoy al resto de la tierra, y de manera consciente. El compromiso no puede estar fundamentado en sentimientos que hoy existen y que mañana desaparecen, cuando ya no nos resulten convenientes. La semilla de mostaza sabe que le toca ser arbusto de mostaza. El pájaro migratorio sólo deja de volar si está herido, pero su voluntad de volar es constante.
Aunque el evangelista nos enseña que la semilla del reino de Dios crece aun mientras dormimos y que nuestra participación tiene poca importancia (v. 27), la ciencia nos enseña que es necesario que se cumplan ciertas condiciones para que la semilla pueda crecer. Con nuestras acciones, podemos trabajar en contra del reino o unirnos con fidelidad a su causa.
No deberíamos acusar de ingenuos a quienes en el pasado eran capaces de dejarse maravillar por el poder de Dios sembrado en su creación. Aun cuando hoy podemos explicar estos procesos científicamente, la actitud de maravillarnos sigue siendo necesaria. Hoy, más que nunca, necesitamos dejarnos cautivar por la vida y por la naturaleza humana y no humana, incluyendo a las aves, que año tras año vuelan distancias que nosotros y nosotras nunca podríamos caminar, y que después buscan regresar al mismo lugar, por fe (Salmo 145:15-16), para comer y hacer sus nidos en los pastos, los árboles y los techos de nuestras casas. No sabemos de estas aves mucho más de lo que se sabía en tiempos del evangelista. De lo que sí podemos estar seguros y seguras es que hoy, como ayer, se sigue manifestando en ellas la grandeza y la voluntad de Dios para su creación.
Notas:
1. Véase https://www.workingpreacher.org/preaching.aspx?commentary_id=2460 (consultado: 27 de mayo, 2015).
June 14, 2015