Comentario del San Marcos 4:26-34
El evangelio según Marcos que estamos leyendo en este ciclo del año litúrgico es un texto breve y eficaz, que hace una narración rápida, viva y pintoresca. Desde hace muchos años, con la investigación crítica de los evangelios, se le viene dando su lugar como un texto que, mayormente, fue considerado de menor importancia entre los evangelistas. Muchas comunidades de fe preferían leer el texto de Mateo por su material discursivo, a Lucas por su elegancia en la composición o a Juan por su cristología profunda. No habían llegado a contemplar el valor que tiene Marcos para los cristianismos originarios. No es ninguna exageración decir que el segundo evangelio en el orden canónico es el texto más influyente para el naciente movimiento de Jesús. Puede estar ubicado como número dos en el Nuevo Testamento, pero, cronológicamente, debe ubicarse como el primero, como base para la redacción de los otros dos sinópticos y como un escrito también influyente para Juan.
Más allá de estos detalles de orden exegético, el texto que nos convoca hoy muestra esa viveza en la narración de la que hablamos. Dos parábolas, que brotan del contexto rural y agrícola, tratan de colocar en los oyentes imágenes comparativas: en un primer momento, aunque no se vea la semilla, una vez sembrada, se desarrolla y tiene una vitalidad inusitada; en un segundo momento, una semilla, considerada “la más pequeña,” crece hasta convertirse en una planta con ramas en las que anidan pajarillos. El evangelista Marcos coloca, en el capítulo cuarto de su obra, una serie de parábolas agrícolas que tratan de llevar a su auditorio a comprender la profundidad del mensaje del Reino de Dios predicado por Jesús. Toda parábola (del griego parabolē como si fuera un proverbio o mashal), a través de ejemplos ordinarios, trata de extraer de lo cotidiano mensajes más profundos. Jesús, en concreto, trata de mostrar cómo el Reino de Dios está siendo vivido por las personas que le rodean y busca una respuesta comprometida.
Las semillas, por más pequeñas que sean, crecen sin que estemos encima de ellas. La primera parábola nos enseña algo fundamental: sea que el agricultor “duerma y vele, de noche y de día, la semilla brota y crece sin que él sepa cómo” (v. 27). Es decir, la naturaleza tiene su propio ritmo y debe ser respetado. De la misma forma, el Reino de Dios, que es la presencia de Dios en la historia, también tiene su propia lógica que no logramos captar del todo: está donde menos lo esperamos, es decir, en los espacios pequeños y arrinconados de la sociedad. Dios no está donde generalmente creemos que está, en lo sagrado y separado, sino en nuestro “patio trasero,” frente a nuestros ojos, velado en la necesidad del hermano o hermana que pide ayuda pero que es desatendido. A veces debemos aprender de los primeros cristianos/as que encontraron a Dios en lo despreciado de la historia.
La segunda parábola, mucho más conocida, tiene una estructura similar. A partir de la pregunta sobre la comparación con el Reino, propone una exageración que compara lo pequeño con la grande. Decimos que es una exageración puesto que la semilla de mostaza no es la más pequeña entre todas las semillas, ni tampoco su arbusto crece de manera robusta como otros, pero la lógica aquí está en el crecimiento inadvertido, como en la parábola anterior. La mostaza tiene maravillosos resultados en la cocina y en la salud del ser humano. Forzar su crecimiento, presionar a la naturaleza, es apresurar los resultados, que no serán iguales que los generados por la paciencia y la constancia. Es cierto que la semilla pequeña puede compararse con la predicación de Jesús que no fue aceptada de entrada por sus contemporáneos, pero el evangelio no la propone como un presupuesto para una discusión sobre la centralidad de Jesús, sino sobre la importancia del Reino de Dios. La expresión “Reino de Dios” supone la imagen de Dios como rey, es decir, proclama la fe de quienes pensamos que “Dios reine”1 en la sociedad debe ser algo moldeado por un estilo de vida y no por la violencia o la imposición de las prisas.
El final de la segunda parábola engloba todas estas imágenes ecológicas empleadas por Jesús: “echa grandes ramas, de tal manera que las aves del cielo pueden morar bajo su sombra” (v. 32), es decir, los resultados van más allá de la producción para un grupo, sino que son para todos/as. Podemos ver la universalidad de los frutos del Reino en la parábola proclamada por Jesús. Para nosotros/as hoy, oyentes de este texto, las semillas de las parábolas nos hacen darnos cuenta de que Dios está más allá de la parcela en la que estamos, su señorío hace brotar vida y salud para toda persona, cristiana o no, creyente o no, porque la bondad de este mundo amenazado se expresa en la prodigalidad de los recursos. De ahí que acapararlos, destruirlos y explotarlos atenta contra la expresión del Reino.
En palabras de Amy-Jill Levine, estas parábolas naturales nos enseñan tres cosas: primero, hay cosas que deben “dejarse solas,” es decir, no debemos presionarlas, porque Dios se escapa de nuestros controles; segundo, a veces necesitamos “apartarnos del camino” porque no somos el centro del mundo, sino que somos parte, y si nos imponemos, más bien estorbamos el camino de libertad proclamado por Jesús; y tercero, estas parábolas pertenecen al ámbito doméstico y están en nuestro trabajo diario y en la generosidad de la naturaleza.2 Si tomamos conciencia de esto podremos caminar en la lógica del Reino, con un estilo diferente a los modos de vida impuestos y, de esta manera, anunciar el mensaje sin siquiera decir una palabra.
Notas
- John P. Meier, Un judío marginal, tomo II/1, Estella: Verbo Divino, 2004, 537–538.
- Amy-Jill Levine, Relatos cortos de Jesús, Estella: Verbo Divino, 2016, 227.
June 16, 2024