Séptimo Domingo después de Pentecostés

Con estos versículos del capítulo seis, culmina una larga sección del evangelio de Marcos que empieza en el capítulo uno inmediatamente después del bautismo de Jesús y la tentación en el desierto. 

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"pilgrim" by Matúš Benian via Flickr; licensed under CC BY-NC 2.0.  

July 8, 2018

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Comentario del San Marcos 6:1-13



Con estos versículos del capítulo seis, culmina una larga sección del evangelio de Marcos que empieza en el capítulo uno inmediatamente después del bautismo de Jesús y la tentación en el desierto. 

En esa larga sección, Marcos nos relata algunos de los grandes hechos protagonizados por el Señor en Galilea: la sanación de enfermos, la liberación de endemoniados, el llamado de los discípulos, el apaciguamiento de la tormenta y la resurrección de la hija de Jairo. En el idioma griego del original, el escritor de este evangelio tiene la costumbre de conectar los episodios con una frase que podríamos traducir como: “y luego… y luego… y luego,” tal como lo haría un niño emocionado al contar algo que le pasó.

Pero ahora tenemos por fin un descanso para esa energía que corre a través del evangelio de Marcos como un rayo. Aquí Jesús regresa a su pueblo—a su gente. El texto nos da a entender que la gente de su tierra también ha oído acerca de los grandes hechos de Jesús; les han contado acerca de este hijo del pueblo que es reconocido por toda la región por sus milagros y enseñanzas. ¿Y cuál es su reacción? 

“Se admiraban y preguntaban: ‘¿De dónde saca este estas cosas? ¿Y qué sabiduría es esta que le es dada, y estos milagros que por sus manos son hechos?’” (v. 2).

Pero ese asombro pronto da paso al desdén y aun a la hostilidad cuando caen en la cuenta de que Jesús es un hijo del mismo pueblo que ellos. Conocían a su familia; lo habían visto crecer. Y por eso ahora “se escandalizaban de él” (v. 3).

La familiaridad que tenían con Jesús sólo les permitía verlo como ese vecino, paisano y coterráneo al que conocían. Esta familiaridad con Jesús les ofuscaba el entendimiento y los privaba de ver lo que el evangelista afirma desde el principio, que Jesús es el Hijo de Dios.

Quienes estudian el medioambiente social del Nuevo Testamento nos dicen que el fundamento de la sociedad palestina del primer siglo era la familia. Al contrario de lo que pasa en nuestras culturas modernas europeas y norteamericanas en las que el individuo halla su identidad en sí mismo, en el mundo de Jesús la persona formaba su identidad en relación con su familia—su familia de nacimiento, su familia extendida, el pueblo, la nación. Esto lo vemos en particular en el pueblo judío, en el que ser parte de la familia garantizaba ser parte de las promesas de Dios dadas a Abraham de que serían una gran nación con una tierra. De acuerdo con el libro del Deuteronomio en la Biblia Hebrea, la historia de Israel y el pacto que tenían con Dios eran vividos y enseñados en hogares que tanto de manera metafórica como literal estaban marcados con las palabras de la Ley (cf. Dt 6:4-9).

En nuestro texto de Marcos 6, vemos que ese mismo enfoque en la identidad de Jesús como hijo de María y hermano de Jacobo, de José, de Judas, de Simón y de sus hermanas (v. 3), les impedía que reconocieran a Jesús como más que eso. Y por esa razón, nos dice el evangelista que Jesús “no pudo hacer allí ningún milagro, salvo que sanó a unos pocos enfermos…” (v. 5).

Quienes tenemos raíces en América Latina compartimos este enfoque tradicional sobre la familia. Hallamos nuestras conexiones más íntimas y el sentido de nuestro ser a través de nuestras familias. Y no solamente lo que suele llamarse la familia nuclear de padres y hermanos, sino que incluimos a abuelos, tías, tíos y primos. Quienes observan nuestras culturas desde afuera, se asombran por el cariño y la conexión que tenemos con nuestras familias. De hecho, una de las películas recientes más populares, Coco, celebra la idea de la familia en la cultura mejicana y la noción de que la familia se extiende más allá de la muerte. Ciertamente se trata de uno de los aspectos más bellos de nuestras culturas.

Pero, ¿qué pasa cuando nuestras ideas de familia se convierten en ídolos?

¿Qué pasa cuando los deberes para con la familia se oponen a los anhelos y al bienestar de sus miembros?

¿Cómo reaccionamos cuando un miembro de la familia revela que es transgénero o gay?

¿Cómo tratamos al hijo o hija que quiere casarse con alguien fuera de la raza o religión?

¿Qué hacemos cuando un integrante de la familia decide emigrar en búsqueda de una mejor educación, carrera o calidad de vida?

¿Cómo reaccionamos cuando existe abuso en la familia?

Al insistir en la prioridad del deber para con la familia, ¿pretendemos que el familiar abandone sus sueños, cambie sus planes, se mantenga en el closet, o que soporte algún abuso en silencio “para proteger la reputación de la familia”? Cuando sólo aceptamos que alguien se defina como miembro de la comunidad y nada más que eso, ¿acaso no corremos el riesgo de enceguecernos y quedar privados de ver las obras liberadoras que Dios hace entre nosotros y nosotras?

Los habitantes del pueblo de Jesús no pudieron ni quisieron reconocerlo como Hijo de Dios porque se rehusaron a verlo como algo más que el hijo de María a quien creían conocer bien. Y por esta razón, nos dice el evangelista, Jesús no pudo hacer allí grandes obras (v. 5). Al no poder ni querer ver que Jesús era algo más que la persona a la que creían conocer, su comunidad no sólo se hizo responsable del dolor del rechazo que Jesús tuvo que experimentar, sino que también se perdió la posibilidad de que Jesús realizara milagros en su medio.