Fifth Sunday after Epiphany (Year B)

Me Duele tu Dolor

Simon's mother-in-law, Fen Ditton
"Simon's mother-in-law, Fen Ditton" by Steve Day; licensed under CC BY-NC-SA 2.0.

February 8, 2015

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Comentario del San Marcos 1:29-39



Me Duele tu Dolor

Si hay algo que caracteriza al ser humano es poder expresar no sólo sus pensamientos sino también sus sentimientos. Cuando leemos Mc 1:29-39 encontramos variedad de expresiones de cada una de las personas que el texto va nombrando. Pero hay un hilo que inicia y termina las narraciones de estos versículos. Podemos decir que se traducen como gemidos silenciosos, sí, estas narraciones son gemidos de cuerpos enfermos que van en busca de sanación.

Al inicio de esta porción del evangelio, Jesús entra en la casa de su amigo Simón. Allí está la suegra de Simón. Mucho se ha dicho de la enfermedad de esta mujer; sin embargo, es más importante tratar de comprender cómo ella se sentía al estar en cama y con fiebre. Todos hemos experimentado esas fiebres que nos producen dolor en todo el cuerpo y que nos arrebatan las fuerzas. En esa situación, Jesús se entera de este cuerpo que sufre, se acerca y hace contacto con la mujer; no le habla, sino que “la tomó de la mano” (v. 31). Jesús seguramente sintió la fiebre de la mujer al tocarla; sintió su dolor y, dice el texto, “la levantó; e inmediatamente se le pasó la fiebre” (v. 31).

Sin duda, este fue un milagro; el segundo que realiza Jesús en el evangelio de Marcos. Cuando hablamos de milagros en los evangelios, solemos fijar nuestra mirada en Jesús, el maestro y sanador. Sin embargo, ¡qué importante resulta no descuidar sus gestos y especialmente tratar de no cerrar la puerta que el mismo Jesús abrió cuando decidió que su misión era “tocar” y perder el temor de acercarse a las personas, especialmente a aquellas como la suegra de Simón, en las que habitaba una dolencia!

La narración cuenta que luego la mujer se puso a servirles. Era una de las funciones de la mujer en esa época y en esa cultura. Servir. El texto no nos dice más, pero podemos intuir que la mujer sirvió a quienes se encontraban en aquella casa con el cariño de cualquier madre, con esa reciprocidad de afecto que se genera cuando alguien nos hace algún bien.

Los verdaderos milagros se dan en estas situaciones, cuando los cuerpos se acercan con respeto y sincera compasión. Un cuerpo sano no tiene precio; por eso eran tan importantes para Jesús estos acercamientos a las personas. La suegra de Simón posiblemente había sido marginada por no cumplir con su sociedad. ¡Qué importante resulta preguntarnos dentro de nuestras familias cómo solemos marginar a las personas cuando tienen alguna dolencia o cuando ya no “nos sirven”! Cuando Jesús hace que la mujer se levante, también está restituyendo su dignidad. Es un ejemplo que todos y todas deberíamos imitar.

El texto nos da otros datos más. Narra que cuando atardeció, se acercó la gente a Jesús con todos sus enfermos y endemoniados, y Jesús los sanó. ¡Cuántos males sacó de los cuerpos de aquella población! Pero lo más importante resulta constatar que Capernaúm era una sociedad enferma. Si hoy miramos a nuestro alrededor, nos encontramos con situaciones similares; la mayoría de nuestros espacios sociales están enfermos y cada uno de nosotros y nosotras somos parte de ellos. Enfermedades físicas, psicológicas y emocionales.

En ese entonces no había hospitales; los enfermos estaban en las casas. Hoy los hospitales están siempre llenos. En aquellos tiempos y en los actuales, la enfermedad es un síntoma del tipo de sociedades que hemos formado los seres humanos. Hemos roto los espacios naturales sanos. Hoy las personas se agolpan en las salas de los hospitales para ser sanadas, creyendo que los fármacos pueden curar sus dolencias.

En medio de estas sociedades enfermas de ayer y de hoy, Jesús realiza según este texto dos acciones más que nos sorprenden, o al menos deberían hacerlo. La primera acción que Jesús realiza, luego de haber estado en contacto con tantos cuerpos enfermos, es salir de madrugada e ir a orar a un lugar solitario. Jesús necesitaba esos momentos de quietud y de soledad, momentos donde seguramente recordaba sus vivencias junto a tantos cuerpos enfermos y con espíritus impuros. Era un espacio donde se daba el tiempo para acercarse a Aquél a quien llamaba Abba (palabra aramea que significa “papá;” ver Mc 14:36) y de quien había escuchado la voz que le había dicho: “Tú eres mi hijo amado” (Mc 1:11b). La oración era su fortaleza, su espacio vital. De otra forma no hubiera podido sostener su misión de predicar, sanar y enseñar.

La oración es el necesario diálogo que revitaliza a todo cristiano y a toda cristiana que decide vivir su misión particular en medio de estas sociedades que han olvidado que el silencio y la soledad son espacios para recrear la propia historia y para comprender las historias de quienes nos rodean. Orar también es el espacio donde maduramos nuestras experiencias y donde las experiencias se transforman en sabiduría.

La segunda acción sorprendente de Jesús es la respuesta que les da a sus amigos cuando le dicen que todos lo estaban buscando. Jesús invita a estos cuatro hombres (Simón, Andrés, Jacobo o Santiago y Juan) a ir a “los lugares vecinos” (v. 38); los anima a caminar por toda Galilea. A entrar en las sinagogas y predicar, sanar y expulsar el mal.

Encontramos a Jesús con un acto de humildad que pocos maestros tienen. No espera que le den las gracias. Sólo decide partir porque sabe que las necesidades humanas abundan en cada rincón de su tierra. En Galilea, un territorio fértil, pero dañado por las malas políticas y los desencuentros constantes con el imperio de turno. Un territorio empobrecido y enfermo. Por eso Jesús no pone límites a su misión ni mide tiempos; al contrario, arrebata encuentros, toca a las personas, se acerca a ellas y comparte las energías necesarias para que las personas respiren salud interior y exterior.

Jesús sabía que muchos no estarían de acuerdo con él, pero no le preocupaba, porque sabía también que la única forma de vivir con dignidad es hacerlo en complicidad con el prójimo, recordando quizás al sabio Eclesiastés cuando escribió: “Más valen dos que uno, porque obtienen más fruto de su esfuerzo” (Ec 4:9 en la Nueva Versión Internacional).