Sixth Sunday of Easter (Year A)

“No os dejaré huérfanos”

St. Paul preaching in Athens
"St. Paul preaching in Athens," St. Giles' Cathedral, Edinburgh. Image by Lawrence OP via Flickr licensed under CC BY-NC-ND 2.0.

May 25, 2014

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Comentario del San Juan 14:15-21



“No os dejaré huérfanos”

Al experimentar en la cotidianidad de la vida momentos de despedida, casi siempre anhelamos volver a ver a las personas de las que nos separamos. Por eso decimos: “regresaré pronto,” o “nos veremos luego,” o algunas veces incluso dejamos algo como muestra de nuestro cariño, como regalos, recuerdos, etc. Jesús promete volver a los suyos porque no quiere que se sientan como huérfanos. Huérfano/a no es únicamente aquella persona que perdió a alguno de sus padres o a ambos; huérfano/a es también quien no cuenta con afecto y protección. Y no hay una situación mayor de orfandad que la de no conocer ni tener la posibilidad de mantener una relación de fidelidad con el Señor.

a) Vendrá el Consolador (vv. 15-17)

El escritor bíblico juanino, fiel a su estilo, comienza el discurso de Jesús con una oración condicional: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (v. 15), es decir, el amor hacia Cristo es un requisito que debe cumplirse por medio de la obediencia y la práctica de sus mandamientos (véanse Mt 22:37-40 y Jn 13:34). A quienes amen a su Señor, se les promete un Consolador. En el original griego se usa la palabra Paracleto, que también se puede traducir como Ayudador. Tradicionalmente se lo ha identificado con la tercera persona de la Trinidad. Es también el “Espíritu de verdad,” que a la vez da cuenta de la deidad de Jesucristo (véase Jn 14:6).

Según el evangelista Juan, el Consolador puede ser visto y recibido por quienes conocen a Jesús, es decir, por quienes mantienen con él una relación fraternal en el estado de hijos/as de Dios. Y aunque parece que el evangelista se muestra exclusivista o excluyente, en realidad lo que está haciendo es marcar la diferencia tajante que hay entre el bien y el mal. Cuando dice que “el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce,” la palabra en griego que usa para “mundo” es kosmos. Kosmos, para el evangelista, significa sistema, y en su contexto se refiere al sistema impuesto por el imperio romano que generaba injusticias, desigualdades y opresión.

Los sistemas de dominación e injusticia no se han terminado; más bien han agrandado su poder destructivo. Todos los días podemos vivir y contemplar las consecuencias del ejercicio injusto y abusivo del poder, y por todas partes pululan los signos de muerte y dolor. Entre muchos ejemplos, podemos mencionar la agonía de nuestro planeta tierra que flota en el espacio como una “burbuja azul” y sufre el rigor del cambio climático con sus secuelas dramáticas (inundaciones, olas de calor, sequías, tormentas de nieve), las hecatombes económicas en muchos países, los dramas humanos expresados en éxodos forzados y desplazamientos de refugiados que huyen de las guerras, así como las pandemias que día en día diezman a la población mundial. A todo ello se suman la hambruna, el desempleo y muchos otros dramas y crisis humanitarias.

b) “Vosotros me veréis” (vv. 18-19)

La promesa de no dejarlos solos se repite; es más, Jesús les asegura que volverá a ellos. Se adelanta a lo que se va a materializar en el día de Pentecostés, cuando él mismo presente a su iglesia, no en forma de institución o denominación, sino como “cuerpo vivo,” testificando de su amor, en la plenitud del Ayudador y Espíritu de verdad. Jesús espera ser visto por medio de su iglesia en el mundo, por la simple razón de que él vive en y por su iglesia.

En la vida suele suceder que quienes por diversas circunstancias han quedado huérfanos/as, al ser reconocidos como hijos/as adoptivos/as por alguien, alcanzan un grado importantísimo de empoderamiento social. Es lo que pasa por ejemplo con niños/as huérfanos, quizás abandonados/as por sus padres, y que al ser reconocidos/as, adquieren derechos que les permiten salir de a poco de los temores y de los aislamientos psicológicos y sociales.

La iglesia del Señor será empoderada en el día de Pentecostés, y a partir de allí irrumpirá en el mundo con el poder testimonial del amor y del servicio. ¡Cuánta razón tenía Jesús cuando les aseguraba a los discípulos que nunca estarían solos, y que además ellos vivirían porque él mismo estaría con ellos! Para nosotros/as, ¡qué maravillosa noticia es la promesa de que nuestro Señor vivirá como el resucitado entre nosotros/as para darnos vida abundante (Jn 10.10)!

Y al preguntarnos si realmente podremos ser iglesia, ser una comunidad de testigos/as, nos damos cuenta de que es imperioso que recuperemos nuestras raíces bíblicas de servicio, comunión, edificación y acompañamiento. Sólo así será creíble nuestra identidad (véase Jn 17:21).

c) “Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí” (vv. 20-21)

Como se describe en Hechos 2, la venida del Espíritu Santo produce un impacto social conmovedor. Dicho impacto se muestra en las lenguas como de fuego que se asientan sobre los apóstoles, en el milagro de que el mensaje salvífico de las maravillas de Dios es oído en muchas lenguas, así como en el primer gran sermón público pronunciado por Pedro, todo lo cual nos confirma la presencia de Jesús en el Padre y el empoderamiento de la iglesia.

Hechos 2:42-47 nos habla de la vida de los/as primeros/as creyentes, en comunión, servicio, unanimidad y alabanza. En contrapartida, dice el texto, “el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.”

A veces, la apertura de espíritu y la disponibilidad de compartir, no son posibles por voluntad propia del ser humano; tiene que haber un motivo que genere un proceso de solidaridad y desprendimiento sincero. El milagro de la unidad se da en virtud de la presencia del Señor del reino entre los suyos. Jesús se manifiesta, conforme a su promesa (v. 21), a quienes guardan sus mandamientos. Y los mandamientos del Señor son amar a Dios (Mt 22:37-38), amar al prójimo (Mt 22:39), y amarse mutuamente (Jn 13:34-35).

Sin duda, esto es lo que el mundo de hoy está esperando de nosotros y nosotras los/as seguidores/as del Señor. Al pensar en nuestras posibles acciones contemporáneas, necesitamos en primer término reconocernos como el pueblo del Señor y como su iglesia, lo cual, además de ser un gran privilegio, es una oportunidad para hacer algo. O dicho de otro modo, la promesa del Señor de manifestarse a los suyos, o sea, a nosotros y a nosotras, nos impulsa al servicio como expresión concreta de su amor, a ser medios e instrumentos en las manos del Señor. Dicho amor no se proyectará únicamente a los de “adentro” de las congregaciones locales, sino fundamentalmente hacia los de “afuera,” es decir, hacia las víctimas de los sistemas de dominación y de pecado. Entonces, aunque seamos de alguna manera cómplices de tales sistemas, el mundo sabrá que Jesús está presente con la misma intensidad de los primeros siglos. Y para que también hoy veamos que el Señor añade cada día a la iglesia a los que habrán de ser salvos (Hch 2:47), no hace falta que nos obsesionemos con masificar la iglesia, sino que esperemos el resultado concreto de la puesta en práctica del amor sacrificial al estilo de Jesucristo.