Sixth Sunday of Easter (Year A)

Aleteia

St. Paul preaching in Athens
"St. Paul preaching in Athens," St. Giles' Cathedral, Edinburgh. Image by Lawrence OP via Flickr licensed under CC BY-NC-ND 2.0.

May 21, 2017

View Bible Text

Comentario del San Juan 14:15-21



Aleteia

En todas las latitudes del mundo los seres humanos andamos como huérfanos. Sin madre, sin padre, sin hermanos ni hermanas. Caminamos como si nos faltara compañía, siempre buscando algo, acaparando mil y una mercancías como amortiguadores de lo que realmente nos hace falta. En el mundo, este nuestro mundo contemporáneo, tan complejo y tan necesitado del motor que pueda reconducirlo, no a un zona de confort, sino más bien a una zona de identidad, de reciprocidad extendida y de constante contacto con el misterio.

Por estas razones, este pasaje del evangelio de Juan resulta hoy tan importante. El texto es parte de una larga, muy larga conversación de Jesús con sus discípulos/as. En esta conversación, Jesús responde a las dudas de sus amigos/as, sus preguntas y temores. Es Felipe quien toma la palabra para decirle: “Señor, muéstranos el Padre y nos basta” (Jn 14:8). Es allí donde Jesús responde, y se da el tiempo para hacer que comprendan, para aclarar y animar; es un tiempo sólo para ellos/as. Es un tiempo para la gozosa proximidad entre amigos/as, entre hermanos/as.

Jesús, en estos siete versículos, parece tener un mensaje central para ellos/as: “no os dejaré huérfanos”, les dice (v. 18). Esta percepción se aclara si nos damos cuenta de que hay tres elementos repetitivos en el texto: primero Jesús habla de la necesidad de guardar sus mandamientos, luego de que el amor es la señal de quien guarda sus mandamientos, y finalmente la afirmación de que existe un “Consolador,” el “Espíritu de verdad” que no sólo vivirá con ellos/as, sino que estará “en” ellos/as (v. 17).

El primer elemento: cuando los mandamientos se guardan, es decir, cuando se practican con la convicción de que esto genera equilibrio dentro de los diversos espacios humanos, llegan a ser los cimientos de una estructura cultural, social o religiosa sólida y justa. Sin ellos, todo puede desmoronarse, porque sin soportes, no hay estabilidad.

Para las muchas culturas comunitarias que aún existen en el mundo, el soporte para no sentirse huérfanos/as es sin duda el cúmulo de principios que se enraízan en niveles personales, pero que se vivencian en los espacios sociales, En el mundo de los Andes, por ejemplo, es muy común utilizar la frase ama qhilla, ama llulla, ama suwa, palabras de la lengua quechua que significan “no seas flojo, no seas mentiroso, no seas ladrón.” Estos principios fueron asumidos por la ONU en el año 2015.

Jesús, en su entorno, vivía en una cultura comunitaria, como toda cultura que se enraíza en la tierra. Es allí donde Jesús parece tener una preocupación constante. Sabía, como buen judío, que su pueblo tenía leyes, y que muchas eran sagradas, especialmente las que estaban escritas en la Torá. Posiblemente su preocupación giraba en torno a cómo se relacionaban las leyes con las personas, cómo influían en las relaciones interpersonales, y cuáles eran sus limitaciones.

El segundo elemento: el amor. Si esta preocupación era cierta, podemos interpretar que Jesús había encontrado el punto neurálgico que podía quebrar todo condicionamiento capaz de distanciar a los seres humanos unos de otros. Quizás por esto Jesús resume todos los mandamientos en el del amor. Es más, en el capítulo 13 de Juan leemos que les da un mandamiento nuevo: “como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (13:34). Lo mismo se repite en 15:12.

Amar al otro como a uno mismo resulta tan familiar, por lo menos dentro de nuestros dichos populares. Sin embargo, ¿cuánto asumimos en la vida el contenido de este mandamiento?

Este mandato cristiano hoy y en muchos espacios es tomado como una feliz anécdota, pero no como principio ni norma. Sin embargo, es un mandamiento. El más importante para Jesús, porque es el cimiento para que todo ser humano intuya que en este mundo no anda en el desamparo y la orfandad. Este es el detonante que podría movilizarnos para abolir y sustituir cada una de las leyes injustas que abundan en nuestro mundo, en nuestras sociedades, en nuestras culturas, y desde luego en nuestras religiones. Porque el amor no es un hecho romántico; es un compromiso con uno mismo, con una misma y con la otra y con el otro. Es el compromiso de reconocer en la otra persona al Espíritu de verdad que habita en ella.

Si somos sinceros/as, no resulta muy fácil encontrar en el otro o en la otra a un ser humano que se me parezca, porque basta con que tenga facciones diferentes, un tono de color más oscuro o más claro, que haya nacido al sur o al norte, etc., para que se genere un recelo hacia él o hacia ella. Es tan difícil porque dentro de nuestra genética cultural tenemos el cromosoma de la discriminación al diferente.

Por eso es constante en la historia humana que se justifiquen leyes tan intolerantes como de las del gobierno sudamericano que declara al pueblo mapuche como terrorista por el hecho de querer recuperar su tierra y su autonomía, sin comprender que, como ellos declaran, “el negarnos el derecho al territorio significa negarnos el derecho a existir.” O como la inhumana tradición de aproximadamente 30 países del África, de Medio Oriente y Asia que aún practican la mutilación genital femenina. O como las normas religiosas que se alejan de la realidad y restringen su estrecha legalidad moral a la sexualidad de visión heterosexual, expresándola como única, con lo cual pretenden impedir cualquier relación manifiestamente amorosa o no entre personas del mismo sexo. O como la excusa, sugerida al principio, de la innecesaria y extravagante comodidad humana, que hace que se sancionen leyes para la deforestación y la enloquecida e ilimitada extracción de bienes naturales. Mandatos, mandamientos injustos, que no tienen sentido de convivencia pacífica y equilibrada.

Es por eso que el “el amor al prójimo como a mí mismo” es capaz de adquirir carácter de principio de vida. Porque amar supone no dañar, plantea ser cuidadoso con lo mío y con lo ajeno; amar es el espacio del encuentro sincero, sereno y cordial. Amar supone también reconocer mis errores, por más históricos que sean. Reconocerlos y aceptar que la otra persona también tiene la razón. Amar es aceptar que estoy en poder de algo que no me pertenece y que tengo que devolver humildemente lo que he usurpado. Amar tiene, en sí mismo, el poder de generar miradas que nos hagan reconocernos en las otras y en los otros, y reconocer al hermano, a la hermana, perdidos en algún momento de la historia humana.

Es aquí donde interviene el tercer elemento. El amor necesita el complemento del Espíritu de verdad, que no es otro que aquel que nos hace descubrir nuestras fracturas y las sana, aquella ruaj, en el idioma hebreo, que es fuerza vital que nos hace abrir los ojos para ver y reconocer el mundo, ya no como un espacio incierto y extraño, sino como nuestra casa, nuestra morada; un espacio donde la libertad se inscribe continua y permanentemente. El Espíritu de verdad inspira a vivir con integridad, en confianza, en sinceridad y honradez, que son características del sentido de la verdad en el mundo bíblico del Nuevo Testamento. Características que hoy todos los seres humanos necesitamos, porque precisamos sentir el abrigo de la familia, de esta familia que tiene el principio del amor que construye, que alimenta, que no violenta ni excluye, el amor que despliega las alas de aleteia, que es la palabra griega que se traduce por verdad (v. 17).