Decimoséptimo domingo después de Pentecostés

Antes de desarrollar el tema, digamos que se cree posible que el niño que Jesús puso en medio de los discípulos fue quien después sería obispo de Antioquía y que murió en Roma en una de las persecuciones: Ignacio de Antioquía.

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September 20, 2015

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Comentario del San Marcos 9:30-37



Antes de desarrollar el tema, digamos que se cree posible que el niño que Jesús puso en medio de los discípulos fue quien después sería obispo de Antioquía y que murió en Roma en una de las persecuciones: Ignacio de Antioquía.

Se conservan varias cartas de él. En sus cartas ruega que no lo salven de la condena a muerte, porque él quería ser como Jesús, un mártir: “Permitidme ser pasto de las fieras…. por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo.”1

Jesús es presentado como un predicador itinerante que va enseñando a sus discípulos. La predicación itinerante fue una novedad para los judíos. No lo era en cambio para los griegos, que la practicaban desde hacía tiempo. Por eso, según Marcos 6:6-13, Jesús da una serie de recomendaciones para distinguir a sus propios predicadores itinerantes de los itinerantes griegos.

La itinerancia continuaría en el cristianismo, aunque sería muy criticada por los obispos, que querían una iglesia gobernada exclusivamente por ellos. Incluso desde los primeros tiempos hubo mujeres itinerantes. La primera mujer cristiana itinerante habría sido Tecla.2

En el siglo IV es San Jerónimo quien da testimonio de la itinerancia y se sabe que cuando le manifestaba a San Agustín su preocupación por el fenómeno, éste, siempre pastor, le contestaba que en realidad “o por bien o por mal” el evangelio se estaba predicando a toda criatura y por eso había que dejar que los predicadores y las predicadoras itinerantes continuaran con su labor. Durante toda la Edad Media siguieron existiendo los predicadores y predicadoras itinerantes. Se los llamaba giróvagos o goliardos.

En este texto nos encontramos otra vez con la peculiaridad de que Jesús habla de sí mismo como “Hijo del Hombre,” mientras que en el evangelio de Marcos sólo los enfermos, o su enfermedad, son quienes llaman a Jesús “Hijo de Dios.”

Ya a partir del siglo IV, cuando se terminan las persecuciones y el cristianismo pasa a ser una de las religiones válidas con el emperador Constantino, que había sido educado en la fe cristiana por su madre Elena, las discusiones acerca de quién era el Cristo no tienen final.

Generalizando mucho, hay dos posiciones extremas: una que es Dios y otra que es el Mesías, pero un hombre. El problema en realidad es la muerte de cruz; no el carácter mesiánico. Ya a principios del siglo II, varios escritores romanos como Plinio, Tácito, Suetonio y Luciano, entre otros, al mismo tiempo que documentan la existencia histórica de Jesús, se extrañan y se mofan de su muerte en la cruz: ¿cómo puede un Dios morir? Si era Dios, no podía morir, y mucho menos podía sufrir la infamante muerte de cruz. Sólo si era hombre y nada más que hombre, podía morir.

La variante que enfatizaba la humanidad de Jesús era más fuerte en Siria y Palestina, donde tenían un recuerdo fuerte de su presencia, de su vida y de su muerte. La que enfatizaba su divinidad era muy fuerte en Alejandría, y hasta el día de hoy el cristianismo copto asume la postura que enfatiza la divinidad de Jesús.

A partir del v. 33 nuestro texto introduce un nuevo tema, el del poder. ¿Quién es el mayor? La respuesta es: “Si alguno quiere ser el primero, será el último de todos y el servidor de todos” (v. 35). No somos amos; somos sirvientes de la palabra. Aquél que sirve es el mayor. Uno no puede dejar de preguntarse cómo con tantos ejemplos que Jesús daba de humildad y cariño, era necesaria la pregunta… o si en realidad este texto no es un anticipo de la pelea entre los obispos de Roma, Constantinopla, Alejandría y Antioquía por ver quién era el obispo más importante.

La solución al conflicto de poder entre estos obispos se encontró en el concilio convocado por Teodosio en el 381, el niceno constantinopolitano. Mientras que en un principio a todos los obispos se los llamaba también “Papas,” por cuanto eran vistos por sus comunidades como figuras paternales, en este concilio se acordó que sólo el obispo de Roma sería llamado “Papa,” por ser el obispo de la ciudad que había sido capital del imperio y que lo seguía siendo de nombre, aun cuando la verdadera capital ya era Constantinopla. El segundo obispo en la jerarquía honorífica sería el de Constantinopla, pero de hecho sería el que tendría la primacía y el verdadero poder por ser el obispo del emperador e integrar la corte imperial. Los demás sólo ostentarían el título de obispos.

Esta pelea de poder entre los obispos y de los obispos con quienes pretendieran disputarles su poder en sus respectivas jurisdicciones fue muy fuerte, sobre todo después de la muerte del emperador Constantino. Los comienzos del siglo V fueron especialmente terribles en este aspecto, y si no basta con recordar la relación entre el obispo Cirilo de Alejandría e Hypathia, una mujer, hija de Theón, que desempeñaba un cargo público, el de Rectora del Museo/Universidad, y además le enseñaba a toda la clase dirigente de Alejandría, ciudad que había reemplazado a Atenas como la más importante de la antigüedad. Hypathia tenía, como el emperador, los senadores y las vestales romanas,3 un privilegio que ninguna otra mujer ostentaba, que era el de cruzar la ciudad en una litera, llevada por esclavos. Pero resulta que bajaron a Hypathia de su litera, la desollaron y luego la quemaron en las afueras de la ciudad. Cirilo había dado su respuesta. Y de esta forma se impuso como la autoridad válida en Alejandría, incluso sobre el cuestor nombrado por el emperador.

¿Por qué nos peleamos hoy? Por un asiento en el banco, por un almohadón, por si este predicador es mejor o peor que el otro… no por evangelizar y menos por proclamar el evangelio a toda criatura.

Permítanme acabar con un buen ejemplo. Un grupo de alumnos del SEBIMA, que es un seminario en que he dado clases, se juntaban todos los domingos en Palermo, portando carteles que decían: “Damos abrazos gratis.” De esta manera lograron formar una congregación de 20 personas. ¿Lo haríamos nosotros y nosotras? ¿O seguimos preguntando quién es el más importante, pero sólo dentro de los muros de la Iglesia?


Notas:

1. Carta de Ignacio a los Romanos, punto IV, citado por Justo L. González en Historia del Pensamiento Cristiano (Barcelona: Editorial Clie, 2010), 76.

2. Existe un libro apócrifo, conocido por Tertuliano, y que recibió muchas correcciones con el pasar del tiempo, que habla de Tecla, la primera mujer cristiana itinerante. Se llama Los Hechos de Pablo y Tecla y tiene la particularidad de contener la descripción de Pablo más antigua que se conoce (patizambo, bajito, y de pelo y barba muy oscuros).

3. Las vestales romanas eran vírgenes al servicio de Vesta, el fuego del hogar, en este caso del hogar Roma.