Comentario del San Juan 18:1—19:42
Un clamoroso silencio
Difícilmente exista en la historia del arte cristiano una escena más representada que la de María al pie de la cruz de Jesús. Cuadros, pinturas, grabados, vitrales, la describen junto a su hijo moribundo, con los ojos anegados por el llanto y agobiada por el sufrimiento. Quizás la más famosa sea La Piedad, esculpida por Miguel Ángel, donde se la ve sosteniendo en brazos a Jesús recién bajado del madero. Sin embargo, hoy los biblistas tienen serias dificultades para admitir que ella estuviera junto a Jesús durante su pasión. ¿Por qué? Por el silencio de los otros evangelios.
En efecto, Marcos, el autor más antiguo, cuenta que cuando crucificaron a Jesús, “había allí unas mujeres mirando desde lejos; entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el pequeño y de Joset, y Salomé” (Mc 15:40).1 Es decir, nombra a tres mujeres, algunas poco importantes como Salomé, y omite a la madre de Jesús.
También Mateo dice: “Había muchas mujeres mirando desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo” (Mt 27:55-56). También este menciona a tres mujeres, y no a María.
Incluso Lucas, el evangelista más admirador de María, que la incluye nada menos que en diez pasajes de la infancia de Jesús (Lc 1-2), al narrar la pasión la ignora completamente, y menciona a otras tres mujeres: “María Magdalena, Juana, y María la madre de Santiago” (Lc 24:10).
¿Por qué los tres primeros evangelios guardan silencio sobre la presencia de María en el Calvario? La respuesta es sencilla: porque ella no estuvo allí.
En efecto, María no acompañó a Jesús durante su vida pública, ni formó parte del grupo de sus discípulos, ni lo seguía en sus actividades misioneras. Por eso, cuando él viajó a Jerusalén para celebrar su última Pascua, no estaba con él.
No habría podido hablar
¿De dónde salió entonces la idea de que María estuvo junto a la cruz de Jesús? Del evangelio de Juan. Según su narración: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María mujer de Clopás y María Magdalena. Jesús viendo a su madre, y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19:25-27).
Este texto presenta varias dificultades.
En primer lugar, no está claro cuántas mujeres son aquí mencionadas. Como el texto griego original no tenía signos de puntuación, puede tratarse de dos, de tres o de cuatro mujeres.
Los que encuentran aquí dos, leen así: “Estaban 1) su madre, y 2) la hermana de su madre, (es decir) 1) María, mujer de Clopás, y 2) María Magdalena.” La primera y segunda mujer serían las mismas que la tercera y cuarta. Pero esta interpretación resulta problemática. Primero, porque es difícil que a la virgen María se la llame María de Clopás, nombre que nunca le dio la tradición. Y segundo, porque es improbable que María Magdalena hubiera sido hermana de María, y tía de Jesús. No existen referencias bíblicas sobre ellos.
Los que piensan que aquí aparecen tres mujeres, leen así: “Estaban 1) su madre, 2) la hermana de su madre, (es decir) María, mujer de Clopás, y 3) María Magdalena.” Estos exégetas identifican a la segunda mujer con la tercera, de modo que la hermana de su madre pasa a ser María de Clopás. Pero resulta difícil que dos hermanas (la virgen María y María de Clopás) llevaran el mismo nombre.
La lectura más probable, pues, es la que encuentra cuatro mujeres: “Estaban 1) su madre, 2) la hermana de su madre, 3) María, mujer de Clopás, y 4) María Magdalena.” O sea que Juan ha roto la antigua tradición, y en lugar de colocar tres mujeres como Mateo, Marcos y Lucas, coloca cuatro, añadiendo a la madre de Jesús.
En segundo lugar, mientras los evangelios sinópticos decían que las mujeres contemplaban la escena “desde lejos,” Juan dice que estaban “junto a la cruz.” Un dato difícil de aceptar, pues los historiadores romanos (Suetonio, Tácito) cuentan que, en el siglo I d.C., los romanos no permitían a los familiares y amigos del condenado a muerte acercarse a él durante su agonía.
En tercer lugar, es poco verosímil que Jesús hubiera hablado con su madre y el discípulo amado. Según la medicina, uno de los primeros síntomas que experimenta un crucificado es la imposibilidad de respirar, pues el peso de su cuerpo colgado abate el diafragma e impide exhalar el aire.
La unidad por sobre todo
Estos tres datos improbables de Juan (que María se hallaba en Jerusalén, que le habrían permitido quedarse junto a la cruz, y que pudo hablar con Jesús) llevan a concluir que la figura de la madre que él menciona no es un dato histórico, sino una creación teológica suya. La “madre,” según los exégetas, no representa aquí a una persona real, histórica, sino a una figura simbólica, colectiva. El hecho mismo de que no la llame María sino “madre,” así lo indica. Lo mismo ocurre con el discípulo amado, que tampoco es mencionado por su nombre, porque también representa una figura simbólica y colectiva.
La madre de Jesús, pues, simboliza a los judíos convertidos al cristianismo (es decir, a los judeocristianos). Ellos son la “madre,” porque Jesús procede del pueblo judío. Y el discípulo amado simboliza a los gentiles convertidos al cristianismo. En consecuencia, según esta interpretación, los cristianos gentiles (el discípulo amado) reciben el encargo de honrar a los judeocristianos como a la madre de la que procede su fe (“Ahí tienes a tu madre”), mientras que a los judeocristianos (la madre) se les ordena entrar en la casa del cristianismo gentil e incorporarse a la gran comunidad eclesiástica (“Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa”). Se trata de una invitación apremiante a ambas comunidades a mantener la unidad entre ellas.
¿Por qué Juan creó esta escena junto a la cruz? Porque en su comunidad se habían deteriorado las relaciones internas; la armonía del grupo se estaba resquebrajando, y para él la unión de los creyentes constituía un elemento fundamental para la supervivencia del grupo. Mediante esta escena, quiso dejar en claro a sus lectores que mantenerse unidos era una orden que procedía directamente de la cruz; constituía el testamento culminante de Jesús.
Profecías de muerte
Esta interpretación parece apoyarse en la escena inmediatamente anterior. Allí, los soldados que habían crucificado a Jesús se reparten sus vestidos, y como sobraba la túnica, dicen: “No la rompamos, vamos a sortearla a ver a quién le toca” (Jn 19:23-24). ¿Por qué, en el momento dramático de la crucifixión, a Juan se le ocurre contar el detalle trivial de la túnica de Jesús? Porque ella simboliza la comunidad creyente. El hecho de que no se la rompa es un anuncio de que la iglesia debe aprender a superar las amenazas de rupturas y las divisiones, manteniéndose como un pueblo unido e indiviso.
Otra escena anterior también parece confirmar esta exégesis. Después de narrar la resurrección de Lázaro, dice Juan que el sumo sacerdote Caifás pronunció la siguiente profecía sobre la muerte de Jesús: “Conviene que muera uno solo por el pueblo, y no todo el pueblo.” Y agrega el evangelista: “(Caifás) no dijo esto por su cuenta, sino que, como era sumo sacerdote, profetizó que Jesús iba a morir… para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11:5052). O sea que, para el evangelista, la muerte de Jesús tenía como objetivo final unir a todos los creyentes y a todas las comunidades. Por eso, al pie de la cruz, el diálogo de Jesús con su madre y el discípulo pretende hacer realidad la profecía de Caifás.
Respirar bajo el agua
María no estuvo con Jesús en el calvario. La “madre” mencionada por Juan encarna a la comunidad eclesial, que recibe el mandato de mantenerse unida. Hoy más que nunca la iglesia necesita esta unidad. Lo cual no significa eliminar las diferencias, sino aprender a aceptarnos en la diversidad.
Cuentan que un mono pequeño, que jamás había salido de la selva, cierta vez se fue a caminar por el bosque, y se encontró con un inmenso río. ¡Nunca había visto tanta agua! De pronto vio pasar a un pez nadando y pensó: “Qué animal tan extraño ha caído al río.” Sin dudarlo, se acercó a la orilla y de un manotazo lo atrapó. Una jirafa que pasaba le preguntó: “¿Qué estás haciendo?” Y mientras el pez se moría desesperado en sus manos, el mono le contestó: “Estoy salvando a este pobre bicho de morir ahogado.”
La buena intención del mono le había provocado la muerte al pez. Es que el mismo oxígeno que permite respirar al mono, ahoga al pez. La misma luz que permite ver al águila, ciega al búho. El mismo alimento que a unos da vida, a otros envenena. Las ideas que a unos convencen, a otros no satisfacen. Pero no estaremos más unidos cuanto más uniformes seamos, sino cuanto más nos aceptemos y respetemos, valorando las divergencias. Para estar unidos, los/as cristianos/as no necesitamos nivelar criterios, sino tolerar nuestras diferencias. Solo así la iglesia estará cumpliendo el último deseo que Jesús le dejó a la madre antes de morir en la cruz.
Notas:
- Las citas del texto bíblico son mis traducciones del original griego.
March 29, 2024