Día de Pentecostés

El Espíritu Santo que nos da a entender a Jesús

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June 5, 2022

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Comentario del San Juan 14:8-17 [25-27]



La pregunta de Felipe resume la búsqueda de la humanidad: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (v. 8). El deseo profundo de los seres humanos es ir al encuentro de su creador, una vez que ese anhelo es desenmascarado de todo lo que interponemos para negarlo, desviarlo u ocultarlo. San Agustín decía: “Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti” (Confesiones 1:1). Felipe aprecia a su maestro Jesús y simplemente le recuerda que lo sigue para ver al creador. ¿Acaso Jesús no les había prometido desde un principio que verían cosas más grandes? (Juan 1:49-51) La misión de todo maestro espiritual es conducirnos a ver a Dios.

Dado que Dios es Dios, no es fácil verlo con nuestros ojos de carne. Dios no es un ser material, visible entre la frecuencia infrarroja y la ultravioleta, ni en ninguna frecuencia de onda entre ambas, que es el rango de luz que perciben nuestros ojos. Dios había concedido a Moisés verlo “de espaldas” (Éxodo 33:20-23), pues ningún ser viviente podía ver a Dios y vivir. Es una manera muy poética y profunda de decir que a Dios no se le ve directamente, sino por medio de su rastro, de las huellas que deja su pasar en nuestras vidas. El evangelista Juan confirma que “a Dios nadie lo ha visto jamás” y que sólo por medio de Jesucristo se ha dado plenamente a conocer (Juan 1:18).

El rol del Hijo es pues revelar al Padre, ser la presencia, el rastro, la huella que Dios deja en nuestras vidas. Por eso Jesús responde a Felipe: “el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (v. 9). El misterio de la encarnación es justamente la manera cristiana de decir que Dios se revela y se deja ver por intermedio de un ser humano, Jesús, en el que reposa plenamente la divinidad de Dios. Sin embargo, a Jesús de Nazaret lo conocieron Felipe y los demás discípulos, pero ¿qué podemos hacer nosotros/as quienes venimos mucho más adelante en el tiempo y que no tenemos el privilegio de frecuentarlo en esta tierra?

Los mismos discípulos quedan en aprietos una vez que Jesús va hacia el Padre, pues ya no disfrutarían de esa presencia de Dios en sus vidas terrenas. Por ello Jesús los consuela diciéndoles que no los dejaría huérfanos, que vendría de nuevo a ellos (Juan 14:18), aunque de manera diferente. Y San Juan llama “el otro Consolador” (vv. 16, 26) a esa presencia diferente de Jesús. “Consolador” es una traducción posible del vocablo griego Paráclito, que puede también significar “Defensor” o “Abogado.” San Juan especifica que se trata del Espíritu Santo (v. 26) que el Padre enviaría en nombre de Jesús. Esa presencia divina vendría y se quedaría con los discípulos de Jesús para siempre (v. 16). El Espíritu Santo les enseñaría todo lo que tenían que saber y les recordaría lo que había dicho Jesús, iluminando y renovando su entender (v. 26). Por ello Juan lo llama también “el Espíritu de verdad” (v. 17).

En otras palabras, para darse a conocer, el Padre envió al Hijo, y cuando el Hijo regresó al Padre, vino el Espíritu Santo. El Hijo da a conocer al Padre y el Espíritu Santo hace entender con mayor profundidad al Hijo, una vez que el Hijo regresa al Padre. Las tres personas obran en estrecha relación para permitirnos ver a Dios, para que Felipe pudiera ver al Padre. Vemos cómo el evangelio de este domingo de Pentecostés fluye hacia el de la próxima semana en que celebramos a la Santísima Trinidad.

En nuestra búsqueda humana por ver a Dios, Jesús es un primer Consolador, pues nos muestra al Padre en su propia carne. El Espíritu Santo es un segundo Consolador, pues nos da a entender al Hijo para siempre, una vez que el Hijo regresa al Padre. El Espíritu viene a nosotros/as y habita en nosotros/as de tal manera que lo podamos reconocer (v. 17). Nunca quedamos huérfanos o abandonados por Dios, aunque no veamos a Dios con nuestros ojos de carne.

Ahora bien, ¿cómo reconocemos al Espíritu Santo? Pues el Espíritu Santo nos recuerda a Jesús y nos lo hace entender con mayor profundidad. El Espíritu Santo sólo tiene a Jesús para ofrecernos. Cuanto más nos acerquemos a Jesús, escuchando su palabra y guardando sus mandamientos (v. 15), más fácil nos será reconocer y apreciar la presencia del Espíritu Santo en nosotros/as. Si el mundo no conoce a Jesús, no puede reconocer al Espíritu Santo (v. 17).

Hay pues una semejanza familiar entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dicha semejanza no se da físicamente sino en acción, en obras y frutos: el Hijo refleja al Padre pues realiza obedientemente su obra de revelación, de sanación y salvación (vv. 10-11); el Espíritu Santo hace recordar y profundizar la palabra del Hijo… ¡que no es otra sino la palabra del Padre! Queda claro que cada uno refiere al otro y que los tres actúan de concierto para nuestro bien.

Pero hay más. Jesús promete que nosotros/as sus discípulos/as haremos obras más grandes que las que él mismo hizo (v. 12). ¿Cómo es posible? La ausencia de Jesús – su retorno al Padre – permite el envío del Espíritu en su nombre. De ahora en adelante, podemos rezar en el nombre de Jesús, invocarlo y multiplicar sus gestos y palabras por todo nuestro mundo. No serán pues nuestras obras, sino las de Jesús; no serán nuestras palabras, sino las de Jesús. Mientras que no busquemos nuestra propia gloria, sino la del Señor Jesús (v. 13), manifestaremos la presencia de Dios en la tierra. La misión de la iglesia es mantener viva la memoria de Cristo y darle a conocer al mundo. Ello quiere decir que al recibir el Espíritu Santo y al dejarlo transformar nuestro ser, recibimos nosotros/as también una semejanza familiar con Dios… Pentecostés es pues una gran fiesta familiar: la fiesta de los/as hijos/as de Dios que reciben su Espíritu y que contribuyen por doquiera que van a que otros/as vean a Dios.