Comentario del San Juan 18:33-37
Nací y vine a un mundo democrático.
No soy estadounidense, pero crecí en una república latinoamericana y se me crió con valores de igualdad entre las personas ante la ley, de responsabilidad civil y de participación política de todos los ciudadanos y las ciudadanas. Aun cuando fui testigo en mi niñez de golpes de estado y de juntas militares, estaba claro como el agua en mi mente que sólo un gobierno elegido por el pueblo, representando al pueblo y gobernando en su lugar podía aspirar a una cierta legitimidad, mientras durara su mandato y se sometiera al juicio electoral al fin de dicho mandato.
Es más, al estudiar la historia nacional y regional en la escuela, se hacía hincapié en lo importante y decisivo que había sido ganar la independencia de la corona española. La monarquía era una forma de gobierno que había ocasionado mucha explotación y sufrimiento de la mayoría a beneficio exclusivo de una élite de sangre. Entonces pues, ¿cómo creer en Cristo Rey? ¿Cómo decir que nuestra salvación llega gracias al Ungido de Dios, el Rey de Israel?
Vivimos nuestra fe cristiana a diario sin considerar el lenguaje que empleamos para nombrar y alabar a Dios. Le llamamos “Señor,” así como a su Hijo, e insistimos en el linaje que arraiga a Jesús en la dinastía de David, un rey guerrero y conquistador extranjero. De alguna manera estamos diciendo que nuestro liberador viene con derechos de sangre y nos salva por la fuerza de su brazo. Rezamos esperanzados en que venga pronto el “Reino de Dios” y ansiamos “doblar la rodilla” ante Él. ¿Será que somos demócratas o republicanos superficialmente nomás, pero que en el fondo creemos que la monarquía sería la solución a todos los males del mundo?
¡Por supuesto que no! El lenguaje de nuestra fe nos llega de nuestros antepasados y se arraiga en el lenguaje monárquico de Israel. Nos lo hemos transmitido de boca en boca, de una generación a otra, por más de dos milenios. Sin embargo, desde los albores de nuestra fe, Jesús mismo y los evangelistas reinterpretaron el lenguaje monárquico en un sentido muy diferente del sentido político corriente. En esta fiesta de Cristo Rey, la lectura de un pasaje de la comparecencia de Jesús ante Pilato según San Juan nos da la ocasión de meditar al respecto.
La nación de Jesús y sus principales sacerdotes lo entregan al procurador romano para que sea ejecutado cual sedicioso, es decir, crucificado. Cualquiera que diga “Rey de los judíos” usurpa un título otorgado únicamente por el Emperador y por ende se interpone entre Roma y el gobierno de su provincia, la Judea. La proximidad de la Pascua judía y lo que conmemora, es decir la liberación de Israel de la esclavitud bajo el poder extranjero del Faraón, ha hecho desplazarse al procurador, de Cesarea Marítima a Jerusalén, con sus tropas. La ciudad de David, albergando a la población local y a peregrinos venidos para la fiesta, se vuelve un tonel de pólvora con todo ese fervor y a veces fanatismo religioso que puede conducir al pueblo judío a rebelarse contra la invasión romana. Basta que un iluminado con un nombre como “Hijo del Padre” (Barrabás) o como “Dios salva” (Jesús) arengue a la plebe y Pilato termina con un levantamiento que él tendría que aplastar con mucho derramamiento de sangre, lo que empañaría su reputación como gobernador y arriesgaría sus oportunidades de ascenso. Más vale prestar atención a toda acusación contra un hombre por motivo de sedición.
Pilato pregunta pues primero a Jesús: “¿Eres tú el Rey de los Judíos?” (v. 33) y después del intercambio recapitula lo único que le interesa en todo lo que Jesús ha dicho: “Luego, ¿eres tú rey?” (v. 37). Las dos respuestas de Jesús apuntan justamente a reinterpretar su realeza en otro sentido, no político, pero Pilato sólo entiende de política y reclama hechos, no palabras: “¿Soy yo acaso judío? Tu nación y los principales sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (v. 35).
Como se observa también en los otros evangelios a propósito de la dignidad mesiánica, Jesús no niega el título, pero se distancia de la interpretación política y terrena corriente: “Mi Reino no es de este mundo; si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí” (v. 35).
Cabe resaltar que no es que se oponga el Reino de Cristo al mundo, sino simplemente que no es “del mundo,” no tiene su origen en las luchas de poder terrenas y no corresponde a la lógica de dominación por la fuerza que caracteriza al mundo en que vivimos.
Obviamente, Pilato no entiende sutilezas, o no le interesan. Él sólo quiere saber si Jesús impugna o no la autoridad romana sobre la Judea. A lo cual Jesús responde con su propia declaración de propósito: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (v. 37).
Hijo de Dios, Jesús nace y viene al mundo para revelar la verdad del Padre. Su Reino es el reino de la verdad y él mismo es Rey en cuanto testigo de la verdad. Siendo Rey así, Jesús no puede imponer su voz; sólo proclamar e invitar. La verdad – aun la verdad divina – no se impone: se expone y se propone a la fe. El testigo derramará su propia sangre – no la de los demás – como fianza de la verdad proclamada. Ante tal Rey yo doblo la rodilla. Mi fe en Cristo Rey no merma en nada la confianza que les tengo a los sistemas democráticos de este mundo, ni disminuye para nada mi participación en los procesos democráticos de este mundo. Un Rey que derrama su propia sangre como testigo de la verdad de Dios es el único Rey que yo puedo oír, reconocer y adorar.
Notas
- Este comentario ya publicado en el sitio el 25 Noviembre 2018.
November 21, 2021