Noveno domingo después de Pentecostés

Hace muchos años, en una tienda donde hacían fotocopias, vi un gracioso cartel que decía: “Hemos hecho un acuerdo con Dios: Dios no hace fotocopias y nosotros no hacemos milagros.”

Bread and Fish
Bread and Fish, from Art in the Christian Tradition, a project of the Vanderbilt Divinity Library, Nashville, Tenn.  Original source: Wikimedia.

August 2, 2020

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Comentario del San Mateo 14:13-21



Hace muchos años, en una tienda donde hacían fotocopias, vi un gracioso cartel que decía: “Hemos hecho un acuerdo con Dios: Dios no hace fotocopias y nosotros no hacemos milagros.”

Al parecer, algunos clientes se quejaban de que las fotocopias no estaban bien hechas, y el cartel era una manera de decirles que allí hacían lo mejor que podían. También nosotros/as, cuando alguien nos exige demasiado, solemos decir: “Y bueno, yo no hago milagros.” El Evangelio de hoy nos dice que nosotros/as sí podemos, e incluso debemos hacer milagros. Y nos enseña cómo hacerlos.

Los evangelios relatan 35 milagros realizados por Jesús. El que más impresionó a los primeros cristianos fue el de la multiplicación de los panes, puesto que es el único que aparece contado en los cuatro evangelios. Esto no se debe a su espectacularidad (otros milagros, como el de la resurrección de Lázaro, fueron más espectaculares), sino al mensaje y a las posibilidades que encierra. Por eso también nosotros/as debemos prestarle atención.

Dice el Evangelio que Jesús se enteró del asesinato de Juan el Bautista, un profeta santo y extraordinario, por quien él sentía mucho cariño, y quedó afectado por la noticia. Se sintió triste y dolido, y quería estar a solas para desahogar su corazón. Por eso buscó una barca y decidió retirarse a un lugar solitario, para encontrarse con su Padre a solas, en la intimidad de la oración. Y aquí ya tenemos una primera enseñanza. También a nosotros/as la vida suele golpearnos con problemas, dolores y preocupaciones, y necesitamos desahogarnos. ¿Y qué es lo que hacemos? Algunos suelen buscar el alcohol; muchos jóvenes, que tienen problemas en sus casas, suelen sumergirse en la bebida con sus amigos para escapar del problema. Otros buscan a un curandero, un adivino o alguien que les prediga el futuro y los tranquilice. Otros quieren morirse. O matarse. O matar a alguien, como lo han hecho algunas personas que, ante el malestar que les causan sus conflictos, toman un arma y disparan contra los demás. Jesús nos enseña que la actitud correcta, cuando se atraviesa por malos momentos, es buscar el diálogo con Dios. Dios es nuestro equilibrio. Dios ayuda a que no nos equivoquemos en los momentos de angustia. En muchas ocasiones hemos visto cuántas personas lograron salir de un agudo proceso de depresión luego de haberse encontrado con Dios. Gente que se confesaba atea, o agnóstica, o no creyente, reconoció que pudo salir de su depresión gracias a haber recurrido a la fe, y haberse puesto en las manos de Dios. Incluso Jesús, que era una persona equilibrada, necesitó buscar a Dios cuando se sintió afligido. ¡Cuánto más necesitamos nosotros/as a Dios! Podríamos preguntarnos hoy: ¿a quién recurrimos para desahogarnos cuando estamos mal? Está muy bien buscar a un amigo, a un sicólogo, o a un profesional. Pero ¿buscamos también a Dios cuando precisamos ayuda?

Según el Evangelio, Jesús vio frustrada su intención de estar a solas, porque la gente se enteró a dónde iba, y lo siguió por tierra, de manera que cuando él llegó, se encontró con una gran multitud que lo estaba esperando ansiosa, con sus enfermos, sus problemas y sus sufrimientos a cuestas. Al verla, Jesús decidió atenderlos, y se puso a enseñarles y a curarlos, olvidándose de lo que inicialmente pretendía hacer. Olvidándose de su propio dolor, de su tristeza y de sus intenciones de estar solo y tranquilo. Había otra gente que lo necesitaba.

Es la segunda enseñanza que nos deja el Evangelio de hoy. Todos/as tenemos problemas. Pero a veces deberíamos hacerlos a un lado para ocuparnos de los problemas de los demás. Hay gente que, cuando tiene una dificultad, cree que su problema es el más grande, el más importante; quiere que todos lo conozcan, que se enteren de su sufrimiento, y hasta se hagan cargo de él. No se dan cuenta de que, cuando uno se abre al dolor ajeno, su propio dolor encuentra un nuevo lugar, y es visto desde una nueva luz. Hay una frase que dice: “Tener una espina en el corazón, y hablar de otra cosa, es hazaña de héroes.” Y es verdad. Tener un problema, y preguntarle a otro: “¿cuál es tu problema?;” sentirse mal y ser capaz de preguntar a su pareja o a un amigo: “¿por qué estás mal?; ¿en qué te puedo ayudar?,” es señal de gran madurez. No se trata de ignorar el propio dolor, ni de renunciar a uno mismo, sino de no absolutizarlo. Jesús primero le dio lugar a su dolor; lo respetó. Pero después, al bajar de la barca, quiso darle lugar al dolor ajeno.

El Evangelio quiere enseñarnos que, aunque atravesemos por momentos difíciles, podemos igualmente ayudar a los demás. Jesús no le dijo a la multitud que lo buscaba: “Ahora no puedo atenderlos; vengan otro día porque estoy triste, estoy de duelo porque mataron a Juan.” Él dejó de lado su dolor, porque sintió que aquellos campesinos estaban peor que él. Nosotros/as vivimos poniendo como excusa para no ayudar: “es que yo tengo muchos problemas.” Y probablemente sea verdad. Pero si vivimos pensando exclusivamente en nuestros problemas, jamás podremos ayudar a nadie. Si esperamos a que se nos vayan los inconvenientes que nos rodean para entonces ayudar, nunca ayudaremos a nadie. Porque siempre surgirá un nuevo inconveniente. Hay que hacer como Jesús: aprender de vez en cuando a postergar lo que nos aflige, para ocuparnos de los otros. Quizás incluso descubriremos que lo que nos afecta no había sido tan grave.

Hoy, en medio de nuestros problemas, podríamos preguntarnos: ¿somos solidarios y ayudamos a los demás? ¿O ponemos la excusa de que estamos mal, y así postergamos siempre nuestra caridad?

Continúa el Evangelio diciendo que, cuando llegó la noche, los discípulos le pidieron a Jesús que despidiera a la gente para que se fueran a comprar comida. Pero Jesús les dijo que le dieran ellos de comer. Los discípulos, entonces, trajeron los pocos panes y peces que tenían, y así se produjo el milagro de que todos pudieran comer. ¿Cómo hicieron cinco mil personas para comer con cinco panes y dos peces? El Evangelio no lo dice. Pero esta es la gran lección que nos enseña: lo poco que tenemos, cuando lo damos, misteriosamente se vuelve mucho. Lo pequeño que podemos hacer, cuando lo hacemos, misteriosamente se vuelve grande. Es verdad que, ante los grandes problemas que nos rodean, es muy limitado lo que podemos ofrecer. Pero eso mismo puede convertirse en abundante cuando es ofrecido a los demás.

El problema que tenemos es que no siempre estamos dispuestos a desprendernos de nuestros panes y nuestros peces, y preferimos guardarlos en el bolsillo. Por eso no hay demasiados milagros a nuestro alrededor. No hay hechos asombrosos en mi hogar, en mi familia, en mi trabajo, entre mis amigos. ¡Y cuántos milagros podrían ocurrir en nuestro entorno, si nos decidiéramos a poner un poco más de amor, de caridad, de perdón, de diálogo, de respeto, de paciencia, de comprensión!

En estos momentos de crisis, todos/as buscamos quién puede sacarnos del pozo en el que estamos. Pero nadie se mira a sí mismo. Nadie piensa que él/ella puede ser la solución para mucha gente. El jesuita Antony de Mello contaba que una noche de crudo invierno, mientras caminaba por la calle en la India, se encontró de pronto con una niñita temblando de frío en una esquina, con un vestido delgadito, muerta de hambre y de sueño. Al verla, entró en crisis, levantó los ojos al cielo, y le dijo a Dios: “¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para solucionarlo?” Entonces sintió en su corazón que Dios le contestaba: “¿Cómo que no hago nada? Te hice a ti.” Y él comenta: “Desde aquel día, cada vez que veo pobreza, o injusticias, o dolor, y siento la tentación de decirle a Dios: ‘Señor, ¿por qué no haces algo para solucionarlo?,’ escucho la voz de Dios que me dice: ‘Antony, ¿por qué no haces algo tú para solucionarlo?’”

Preguntémonos: ¿cuáles son los panes y peces que Jesús nos está pidiendo que demos a los demás, para que ocurran más milagros a nuestro alrededor?

Jesús y los apóstoles enfrentaron una crisis. Había cinco mil personas que no tenían qué comer. Los apóstoles fueron a quejarse ante Jesús. Pero él les dijo que, en vez de quejarse, trataran de buscar una solución. Y al final, con la colaboración de ellos, se produjo el milagro. Jesús les enseñó, así, que no se puede huir de los problemas, sino que hay que aprender a enfrentarlos con valentía.

Frente a toda crisis, hay dos maneras de enfrentarla: quejándose y viendo solo problemas, o descubriendo nuevas oportunidades. Podemos tomarla como un tiempo de lamentos, o como un tiempo de milagros. Jesús nos invita a hacer milagros. El milagro no es solo aquello que parece suceder por arte de magia. También consiste en abrir los ojos, las manos y el corazón para volcar en los demás nuestra ayuda. Por eso envió a sus discípulos a hacer ellos también milagros (Mc 16:17-18). Porque dentro de nosotros/as hay potenciales milagros esperando aparecer. Podríamos concluir, pues, volviendo al cartel de la historia del comienzo, que aunque Dios no haga fotocopias, nosotros/as sí podemos hacer milagros.