Segundo domingo después de Pentecostés

El Jesús de los evangelios fue siempre un peregrino errante e incansable.

St. Vitale - Abraham and the Three Angels
St. Vitale - Abraham and the Three Angels (detail), from Art in the Christian Tradition, a project of the Vanderbilt Divinity Library, Nashville, Tenn. Original source: Images donated by Patout Burns, Vanderbilt University.

June 18, 2017

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Comentario del San Mateo 9:35—10:8 [9-23]



El Jesús de los evangelios fue siempre un peregrino errante e incansable.

Su ministerio fue de breve extensión, pero extremadamente intenso en sus días de andar aquí y allá, predicando, consolando y ayudando a las personas necesitadas. Se dedicó a recorrer “todas las ciudades y aldeas” de Israel y Judea a pie, con escasas provisiones y dependiendo para su sustento de la caridad de algunas seguidoras que le proveían alimentación y lugares de descanso (Lucas 8:1-3).

El motivo de ese agotador peregrinaje era uno: su compasión por un pueblo marginado, oprimido y desorientado. “Al ver las multitudes tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (9:36). Su vida es la culminación de una norma bíblica fundamental: la solidaridad con las personas vulnerables y desposeídas. Esa ley ética y espiritual se expresa en innumerables textos bíblicos, por ejemplo:

¡Levanta la voz por los que no tienen voz!

¡Defiende los derechos de los desposeídos!

¡Levanta la voz, y hazles justicia!

¡Defiende a los pobres y necesitados! (Proverbios 31:8-9, NVI).

Jesús mismo, al iniciar su ministerio, se expresa de la siguiente manera,

(Jesús) vino a Nazaret, donde se había criado; y el sábado entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Se le dio el libro del profeta Isaías y, habiendo abierto el libro, halló el lugar donde está escrito:

“El Espíritu del Señor está sobre mí,

por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres;

me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón,

a pregonar libertad a los cautivos

y vista a los ciegos,

a poner en libertad a los oprimidos

y a predicar el año agradable del Señor.” (Lucas 4:16-19).

El ministerio de Jesús, tantas veces trastocado por la tradición eclesiástica en una espiritualidad esotérica y enajenada, se preocupa desde sus inicios por las penurias concretas que atormentan a innumerables personas – la pobreza, el quebranto anímico, el cautiverio, la opresión. Sus palabras y acciones se refieren directamente a las desdichas y angustias específicas que afectan la vida de los pobres y oprimidos. Por eso sus primeras palabras públicas, antes citadas, provocan enérgica hostilidad en los líderes religiosos de la sinagoga que lo agarran, lo arrastran fuera de la ciudad e intentan asesinarlo (Lucas 4:28-30).

“Predicar el año agradable del Señor” o proclamar que “el reino de los cielos se ha acercado” es una restauración y ampliación de otra tradición bíblica central: el jubileo o liberación de quienes por su pobreza y desamparo han caído en la servidumbre o esclavitud. Esa tradición se encuentra en diversos lugares del Antiguo Testamento, pero se destaca sobre todo en Levítico 25, el cual establece como norma legal para el pueblo de Dios que cada cincuenta años todos los ciudadanos que a causa de su miseria hayan sufrido servidumbre y perdido sus posesiones mínimas recuperen su libertad y pertenencias.

Así santificaréis el año cincuenta y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus habitantes. Ese año os será de jubileo, y volveréis cada uno a vuestra posesión, y cada cual volverá a su familia… En este año de jubileo volveréis cada uno a vuestra posesión. (Levítico 25:10,13).

Son mandatos bíblicos que surgen de la aventura de fe de un pueblo pequeño y vulnerable, que en medio de las contingencias de la historia proclama la soberanía del Dios liberador sobre su existencia. Si Dios es el único soberano sobre el pueblo y la tierra, ninguno de sus habitantes tiene el derecho incondicional para proclamarse dueño y señor absoluto de tierras y habitantes. Toda posesión de tierras y toda servidumbre humana es relativa y condicional. Distintos géneros de la literatura sagrada limitan ese dominio: la ley, la profecía y los libros de sabiduría (para nosotros/as los/as cristianos/as también los evangelios y el epistolario apostólico).

Jesús encarna y culmina esa tradición profética, ética y legal de las escrituras sagradas hebreas. Su peregrinaje es uno de curación, consuelo y solidaridad con quienes en la sociedad de su tiempo sufren las inclemencias sustentadas por las estructuras de poder, políticas y religiosas, vigentes. Recorre los lugares más inhóspitos de Israel y Judea consolando y curando a las personas enfermas, en apoyo a los desamparados y menospreciados, proclamando la cercanía, en su propia persona, del liberador reino de Dios.

Sus palabras y acciones, sin embargo, conllevan una fuerte e inevitable confrontación. Los cuatro evangelios que relatan los hechos y dichos de Jesús están repletos de sus agudas e intensas críticas a quienes se consideraban los señores exclusivos de vidas y tierras. Pero esos poderosos tienen oídos y se aprestan a proteger sus intereses políticos, sociales y económicos. Como es la norma histórica, la solidaridad con los marginados y desvalidos provoca la enemistad de quienes los han marginado y desvalido. Esa fue la suerte de Mahatma Gandhi, Nelson Mandela y Martin Luther King, hijo, entre muchos otros. El inicio del ministerio de Jesús, descrito anteriormente, conduce por tanto al drama trágico de su martirio.

La predicación de Jesús gira alrededor de la enigmática frase “Reino de los cielos” o “Reino de Dios”. En medio de la crisis profunda que azotaba al pueblo de Israel, Jesús anuncia algo más que un remedio leve, casual o temporal. Lo que proclama es la visión de un futuro radicalmente distinto. Así como en su predicación inicial subyace el texto profundamente solidario de Isaías 61, en la madurez de su kerigma palpita el cumplimiento universal de Isaías 65 sobre los “nuevos cielos y nueva tierra.”

Porque he aquí que yo crearé

nuevos cielos y nueva tierra.

De lo pasado no habrá memoria

ni vendrá al pensamiento…

Edificarán casas y morarán en ellas;

plantarán viñas y comerán el fruto de ellas.

No edificarán para que otro habite

ni plantarán para que otro coma…

No trabajarán en vano

ni darán a luz para maldición..

El lobo y el cordero serán apacentados juntos;

el león comerá paja como el buey

y el polvo será el alimento de la serpiente.

No afligirán ni harán mal

en todo mi santo monte. (Isaías 65:17, 21, 23,25).

Esta visión del reino eterno de la libertad humana y la gracia divina es lo que imparte un matiz único a las escrituras sagradas hebreo cristianas, las cuales concluyen reiterando esa visión escatológica de los nuevos cielos y la nueva tierra en el postrero de los libros canónicos, el Apocalipsis:

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva,

porque el primer cielo y la primera tierra

habían pasado…

Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos,

Y ya no habrá más muerte,

Ni habrá más llanto ni clamor ni dolor… (Apocalipsis 21:1,4).