Comentario del San Lucas 24:13-35
El texto del Evangelio de San Lucas que leemos hoy nos lleva de regreso al anochecer del “primer día de la semana” (Lc 24:13; cf. v. 1) y complementa así el relato joánico que meditábamos el domingo pasado (Jn 20:19-31).
Aunque los acontecimientos narrados por cada evangelista difieren, ambos coinciden en el hecho de que el día de la resurrección del Señor, que había comenzado con gran gozo y esperanza, se terminaba en una nota sostenida de decepción y fracaso.1 El relato de Lucas, más que el de Juan, subraya la incredulidad de los apóstoles y los discípulos, quienes tildan de “locura” (v. 11) y desestiman el testimonio de un grupo numeroso de mujeres, discípulas de Jesús.2 Es interesante notar que María Magdalena, Juana y María, madre de Jacobo, así como las demás mujeres que estaban con ellas (v. 10), no solo reportan el mensaje de los dos hombres que les anunciaron que Jesús estaba vivo, sino también el hecho de que su muerte y resurrección concuerda con lo que él mismo había anunciado a sus apóstoles y discípulos: Que el Hijo del hombre debía ser entregado en manos de pecadores, que iban a crucificarlo y que resucitaría al tercer día (vv. 6-7; cf. Lc 9:22.44; 18:31-33).
Mientras las mujeres recuerdan estas palabras (v. 8), los apóstoles y discípulos parecen haberlas olvidado, quizás porque en realidad nunca las comprendieron.3 En el texto que se nos propone hoy, dos de ellos se alejan de Jerusalén rumbo a Emaús, hablando y discutiendo entre sí sobre los difíciles acontecimientos que acababan de vivir. Conviene que los acompañemos, particularmente en las circunstancias que impone este año la pandemia de Covid-19.
¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?
Una cierta analogía puede establecerse entre la conversación de los discípulos en camino hacia Emaús y las que sostienen tantas personas hoy, abrumadas por las noticias, las proyecciones y, en muchos casos, la experiencia personal de pérdida. Jesús resucitado se acerca a quienes van de camino, no para dar soluciones fáciles, sino para escuchar primero: “¿Qué pláticas son éstas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?” (v. 17).
Parafraseando a Cleofás, un discípulo o una discípula de hoy podría responder: ¿Eres tú el único que no está al tanto de la información que circula en las redes sociales, la televisión, los periódicos? ¿Eres tú el único forastero que no has sabido las cosas que han estado ocurriendo alrededor del planeta? (v. 18). El Señor insistiría: “¿Qué cosas?” (v. 19).
Jesús quiere que expresemos lo que llevamos por dentro, pues la palabra tiene un efecto sanador. En el caso de los discípulos de Emaús, la raíz de su tristeza es el desmoronamiento de la esperanza de que “él fuera el que había de redimir a Israel” (v. 21). En otras palabras, la idea de un redentor derrotado y crucificado era para ellos inimaginable, un verdadero absurdo. El Mesías debía triunfar y liberar al pueblo de Dios de sus enemigos de una vez por todas. El problema de los discípulos es que habían estado creyendo una historia equivocada,4 una falacia triunfalista que Jesús no tarda en desmentir: “¡Insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?” (vv. 25-26).
A veces, como los discípulos, quisiéramos suprimir el sufrimiento y quedarnos solamente con el Cristo resucitado y glorioso. El evangelio que leemos en este tercer domingo de Pascua, en momentos de dificultades e incertidumbre para millones de personas, nos invita a fijarnos en el Cristo de las Escrituras, de Moisés y los profetas (v. 27). Él triunfa sobre el mal y la muerte, no evitándolos, sino experimentándolos y transformándolos con su presencia. San Juan va a expresar la misma idea a través de la corporeidad del resucitado, que conserva la marca de los clavos y la herida del costado (Jn 20:20.27) como signos indelebles, tanto de su pasión como de su victoria.
Quédate con nosotros, porque se hace tarde y el día ya ha declinado
Vale la pena mencionar que, desde el principio del episodio, la identidad del Señor ha pasado inadvertida. Los discípulos, que lo consideran como un simple desconocido, lo invitan a permanecer con ellos al caer la noche. Sin embargo, en vez de adoptar la actitud de un invitado, el Señor actúa como el anfitrión:5 se sienta a la mesa, toma el pan, lo bendice, lo parte y se los da (v. 30). Esto trae a la memoria la última cena de Jesús antes de padecer (Lc 22:14-23), en la que ofreció pan diciendo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí” (Lc 22:19; cf. 1 Co 11:23-26). La secuencia de verbos “tomó-bendijo-partió-dio” se repite en otros textos de carácter eucarístico como la multiplicación de los panes (Lc 9:10-17; cf. v. 16; Mc 6:41; 8:6). Por su parte, los Hechos de los Apóstoles mencionan explícitamente la fracción del pan como parte de la vida de la iglesia primitiva (He 2:42). Todo esto indica que las características de esta cena no solo deben ser reconocidas por los discípulos de Emaús al interior del relato, sino también por quienes leemos el Evangelio de Lucas. En otras palabras, el lector y la lectora debemos “abrir los ojos” y reconocer nosotros/as también al Señor en la fracción del pan (v. 31).6
Evidentemente, ver al Señor resucitado no es una simple cuestión de visión ocular. Si antes lo percibían sin realmente reconocerlo, ahora, apenas lo reconocen, él desaparece de su vista (v. 31). Como en el relato joánico que comentamos la semana pasada, lo importante aquí es cómo su presencia los deja profundamente transformados. A ellos, que tenían los ojos velados (v. 16) y se mostraban insensatos y tardos de corazón para creer lo que habían anunciado los profetas (v. 25), se les abren los ojos (v. 31) y les arde el corazón con la explicación de las Escrituras (v. 32). Ellos, que habían abandonado Jerusalén entristecidos (v. 17), regresan de inmediato a la comunidad con la extraordinaria noticia de su experiencia.
Como decíamos al principio, conviene que los acompañemos en su viaje de ida y vuelta y que con ellos hagamos memoria de las palabras del Señor (“¿Por qué estáis tristes?” “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?”), de sus gestos (particularmente al partir el pan) y de las Escrituras. San Lucas, más que los demás evangelistas, pone de relieve la importancia de la memoria, que no es simple recuerdo, sino profunda experiencia de transformación en presencia de Cristo resucitado. Que en camino con él, junto a los discípulos de Emaús, nos sea dado recibir las mismas gracias. Así sea.
Notas:
1. Véase mi comentario sobre el Evangelio para el segundo domingo de Pascua aquí.
2. En contraste con San Lucas, San Juan solo se refiere al testimonio de María Magdalena (Jn 20:18).
4. N.T. Wright, The Challenge of Jesus: Rediscovering Who Jesus Was and Is (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2015), 162: “la historia nunca fue la de un Israel que elimina a sus enemigos y se convierte en amo y señor del mundo, sino la historia de cómo el Dios creador, que hizo alianza con Israel, haría realidad su plan de salvación para el mundo a través del sufrimiento y la vindicación de Israel.” Traducción de M. Acosta.
5. N.T. Wright, The Challenge of Jesus, 163.
6. O sea, tanto en el gesto eucarístico como en los gestos cotidianos en que el Señor se revela como alimento y sostén de nuestras vidas. A manera de testimonio personal, puedo decir que uno de los efectos del auto-distanciamiento y el cambio de ritmo debido a la pandemia es el hecho de que las comidas se han convertido en momentos privilegiados de acción de gracias. Cada alimento es ocasión para reconocer al Señor.
April 26, 2020