Seventh Sunday after Epiphany (Year C)

Jesús nos llama a amar y no a condenar, a abrirnos de corazón al prójimo y a no ponerle límites legales o doctrinales a nuestra disposición de comprenderlo y aceptarlo tal como es y tal como nos necesita.

Luke 6:38
Give, and it will be given to you. A good measure ... running over, will be put into your lap.Photo by Brooke Lark on Unsplash; licensed under CC0.

February 24, 2019

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Comentario del San Lucas 6:27-38



Jesús nos llama a amar y no a condenar, a abrirnos de corazón al prójimo y a no ponerle límites legales o doctrinales a nuestra disposición de comprenderlo y aceptarlo tal como es y tal como nos necesita.

En un mundo como el actual, donde las guerras y las matanzas siguen asolando a muchos pueblos, el mandato de Jesús resuena como un clamor que recorre la historia y llega hasta nosotros/as aquí y ahora: “Amad a vuestros enemigos” (v. 27).1

Demos por cierto que escuchamos ese clamor y estamos de acuerdo. ¿Pero cómo podemos hacer que resuene ese mensaje en los corazones de otros pueblos, culturas, religiones, si no empezamos nosotros/as, en nuestra casa cristiana, a amarnos entre los que pensamos diferente y vivimos diferente? ¿Cómo si no hay paz entre los que seguimos a Jesús según tradiciones doctrinales diferentes, y según propuestas sociales y morales distintas?

A esto sumémosle el peso de la historia. ¿Cómo puede el cristianismo hoy llamar al mundo a la paz, a la comprensión mutua, a la colaboración entre todos para un mundo mejor, cuando carga con un fardo histórico de guerras, cruzadas, inquisiciones y matanzas?

Por cierto, en cada hoguera encendida en una plaza de Europa, en cada espada levantada contra el “hereje” y el “infiel,” el mismo cristianismo estaba quemando y matando su credibilidad como una fe que proclama al amor como su gran mandamiento.

¿Hemos aprendido la lección? No lo parece, al menos no por parte de millones de cristianos/as que leen el mandato de Jesús llamando a amar a todos/as, incluso a los enemigos, y responden con odio, con rechazo, con desprecio. O con un silencio cobarde, cuando no cómplice, ante quienes así proceden.

Y agrega el Señor: “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman” (v. 32).

En efecto, ¡qué seguros, qué cómodos estamos muchas veces en nuestras congregaciones, tan armoniosas, tan como nosotros/as, con gente como uno, con ideas tan próximas, con problemas similares, con las mismas cosas que nos molestan? Cuando no con los mismos prejuicios y los mismos desprecios…

“No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados” (v. 37).

¡Pero cómo! ¿Acaso Jesús nos manda a callarnos ante los pecadores, a mirar para otro lado ante el pecado? ¿Acaso nos pide que guardemos silencio ante los hechos que ofenden la moral y hasta dan mal ejemplo a nuestros niños? ¡No, debe referirse a otra cosa!

Lo siento, estimado/a cristiano/a. Se refiere a lo que más te molesta. A que primero escuches lo que el otro realmente te está diciendo sobre lo que siente, piensa y vive. A que antes emitir un juicio, y mucho más antes de tomar un rumbo de acción, te informes, mires con atención, hagas un esfuerzo por entender, y no simplemente repitas lo que te enseñaron o lo que la mayoría que te rodea opina. A que abras el corazón al corazón del otro y escuches por qué late, por qué llora, cuánto espera que lo comprendas.

Y entonces viene otra vez Jesús y nos advierte: “Con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (v. 38).

Y esto no lo advierte solo para nuestro bien. Porque nuestros odios, desprecios y prejuicios no son solo cosa nuestra. Son contagiosos. Son una peste que propagamos de muchos modos. Son esa oscuridad que se inculca a los hijos desde pequeños, a los amigos con comentarios y humoradas cargados de prejuicios, a los hermanos y las hermanas de congregación con interpretaciones fanáticas e inmisericordes del texto bíblico.

En efecto, la vara con la que medimos nos mide y afecta nuestro entorno. Es una vara que, las más de las veces, es de un hierro forjado por décadas y siglos. Por mucho tiempo de cualquier cosa menos “amar al enemigo,” “no juzgar” y “no condenar.”

Quienes seguimos a Jesús, por lo esencial de nuestra esperanza, estamos llamados/as a ser más, mucho más, hijos/as del futuro que hijos/as del pasado. Porque nuestra fe nace de la pascua de resurrección, del Señor Resucitado, quien es “la estrella resplandeciente de la mañana” (Apocalipsis 22:16) que nos guía. ¿O no lo es?

¿Qué hacemos, pues, anclados a los juicios y los prejuicios que nos vienen del pasado colectivo y de nuestro pasado personal? ¿Atados a rechazos y desprecios, a odios, a intolerancias que persisten el paso del tiempo? ¿Incapaces de aceptar como fuimos aceptados/as, de comprender como fuimos comprendidos/as, de perdonar como seguimos siendo perdonados/as?

Dejemos, pues, todo aquello que es parte del mundo viejo, llamado a desaparecer. Lo que no pertenece al tiempo nuevo. Lo que no es propio de la tierra de justicia y de paz que esperamos según la promesa y que debemos sembrar de comprensión y de hermandad en el campo de este mundo.2


Notas:

1. Este versículo tiene su paralelo en Mateo 6: 44. Seguramente, el conjunto del pasaje que comentamos pertenece a lo que se ha denominado la “fuente Q,” una de las principales bases textuales de los evangelios sinópticos y tal vez la que mejor conservó y desarrolló, en el cristianismo primitivo, la enseñanza ética del Jesús histórico. Para su estudio recomendamos: Senén Vidal, El documento Q. Los primeros dichos del Jesús histórico (Santander: Sal Terrae, 2011).

2. Cf. 1 Corintios 3:6; 2 Pedro 3:13.