Vigésimo Segundo Domingo después de Pentecostés

Hijos e hijas de la resurrección

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November 9, 2025

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Comentario del San Lucas 20:27-38



El texto (junto con sus paralelos en Marcos 12:18–27 y Mateo 22:23–33) nos regala la enseñanza explícita de Jesús sobre la naturaleza de la resurrección. Si bien Jesús menciona la resurrección en otros contextos (por ejemplo, en la parábola sobre Lázaro y el rico, Lucas 16:19–31), esta es la única reflexión extendida sobre el tema en boca de Jesús en los evangelios sinópticos.

La enseñanza surge en el contexto del encuentro de Jesús con un grupo de saduceos. Lucas los define como gente que rechazaba la idea de la resurrección corporal y física (ver también Hechos 4:1–2 y 23:6–10). Partían de la premisa de que la resurrección no tiene entidad. Josefo comenta que tampoco creían en la supervivencia del alma ni en las recompensas o castigos del Hades.1 El Talmud (colección de discusiones rabínicas sobre la Ley) también menciona la existencia de grupos que rechazaban la resurrección por creer que no la hallaban en la Torá.2 Como a muchísima gente en la actualidad, entonces, a los saduceos la idea de la resurrección les resultaba increíble.

Partiendo de la premisa de la imposibilidad de la resurrección, le proponen a Jesús un problema que pareciera insoluble. “Maestro, Moisés nos escribió: ‘Si el hermano de alguno muere teniendo mujer y no deja hijos, que su hermano se case con ella y levante descendencia a su hermano’” (v. 28). Se refieren a la llamada “ley del levirato” de Deuteronomio 25:5–10, que tenía por objetivo asegurar la línea sucesoria de un varón a través de sus hermanos (levir significa hermano), aunque se muriera sin tener un hijo. Siguiendo esta ley, si una mujer se casara con una serie de siete hermanos que se iban muriendo sin tener descendencia, en el hipotético día de la resurrección “¿de cuál de ellos será mujer, ya que los siete la tuvieron por mujer?” (v. 33). En la época de Jesús es probable que ya no se practicara la “ley del levirato,” de modo que el ejemplo propuesto por los saduceos supone una situación hipotética bastante alejada de la realidad cotidiana, llevada a una conclusión extrema y un poco absurda.3

Quienes plantean este ejemplo con el objetivo de hacer tropezar a Jesús no parecen percatarse de la forma en la que su polémica deshumaniza a la mujer del caso. Ella termina siendo una especie de objeto que pasa de un hermano al siguiente. En la resurrección, ¿a quién pertenecerá? De hecho, la posibilidad de la resurrección desdibuja la posesión inequívoca de este objeto-mujer, cosa que algunos—no solamente los saduceos—verían con ojos desfavorables.

Jesús, como es su costumbre, no se deja amedrentar por premisas que no comparte, aunque parezcan sólidamente arraigadas en el sentido común. Tampoco permite que se trivialice directa o indirectamente la realidad de las mujeres. Con gran agilidad, cambia las reglas del juego: el error de los saduceos es pensar que la resurrección se limita a la lógica social preponderante. La promesa de la resurrección nos pone por delante una forma de vida y de relacionamiento totalmente diferente, donde las personas “ni se casan” (referencia a los varones) “ni se dan en casamiento” (referencia a la situación de las mujeres tales como la del ejemplo de los saduceos, obligada a casarse con hermano tras hermano, le gustara o no). Esa es la lógica de “los hijos de este siglo” (v. 34), es decir, de los tiempos que corren. En cambio, la resurrección abre las puertas a la vida eterna a la manera del Dios que se reveló en la zarza ardiente. Dios no es Dios de muertos, argumenta Jesús, sino de vivos, pues “para él todos viven” (v. 38). Como hijos e hijas de la resurrección—hijos e hijas de Dios—se nos promete una vida abundante y eterna, sin necesidad de procreación ni de matrimonio, de igual a igual con los ángeles (v. 36).

En unas pocas palabras, Jesús pasa de una teología de la muerte (la muerte de un hermano detrás del otro) y de la posesión (“¿a quién pertenece entonces la mujer?”) a una teología de la vida y de la libertad, centrada en el Dios de la vida. El “Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob” (v. 37) es el Dios en el cual creían también los saduceos. Jesús les abre el camino para que imaginen nuevas posibilidades, nuevas formas de relacionarse desde la forma de ser de Dios, para quien nada es imposible. Jesús los invita y nos invita a ser hijos e hijas de la resurrección. Como tales, hemos de dejar atrás la forma de pensar y de actuar “de este siglo” que coloniza nuestra imaginación. Ya no estamos obligados/as a aceptar la premisa cerrada de los saduceos, según la cual la resurrección es impensable e imposible.

El pasaje termina con una constatación preciosa: “pues para él todos viven” (v. 38). Vivimos “para” Dios o “hacia” Dios. Es el Dios de la vida quien sostiene el universo y quien nos regala su presencia y su amor. La fuerza de la resurrección no es solamente algo que experimentaremos en un futuro, sino que incluso desde ahora mismo, al vivir “hacia” Dios, podemos anticipar algo de la gloria futura que se nos promete, manifestada en todo gesto o acción que refleje la justicia y el amor de Dios. En esa vida “hacia” Dios, posibilitada por el Espíritu Santo, experimentamos la posibilidad de imaginar y poner en práctica desde ya una vida diferente, atravesada por la transformación de la mano de Dios.


Notas

  1. Flavio Josefo, La guerra de los judíos, 2.163–164, ed. Jesús Ma. Nieto Ibáñez (Madrid: Editorial Gredos, 1997), 290.
  2. Sanhedrín Mishná 10.1 en La Misná, ed. Carlos del Valle (Salamanca: Sígueme, 2011), 559.
  3. Ver Geoff Brammall, “Luke 20:27–38,” The Expository Times 125.1 (2013), 36.