Comentario del San Marcos 7:1-8, 14-15, 21-23
La tradición de Dios y las tradiciones de los hombres
Nos encontramos con uno de los pocos textos del Evangelio de Marcos consistente en palabras de Jesús. Jesús es judío y mantiene una fuerte polémica intrajudía. Esto hay que subrayarlo porque, con frecuencia, se ha interpretado la actitud de Jesús como antijudía, lo que es radicalmente falso y ha tenido consecuencias históricas nefastas.
Lo que está en juego en este texto del evangelio es cómo hay que entender determinadas prescripciones rituales de pureza vinculadas con la comida y que el evangelista describe con detalle al inicio, en los versículos 3 y 4, probablemente porque supone que los lectores y oyentes de la obra son mayoritariamente de origen gentil y no están familiarizados con estas costumbres judías.
Debemos tener siempre presente que Jesús anuncia la llegada del reinado de Dios (Mc 1:14–15) y esto implica una forma nueva de ver la realidad y reinterpreta muchos aspectos de la tradición judía. Esto confiere una identidad propia a los discípulos de Jesús y les proporciona una llamativa libertad respecto a comportamientos de otros grupos judíos. Por eso los sectores más conservadores—“fariseos y algunos de los escribas, que habían venido de Jerusalén”—se dirigen a Jesús, porque le consideran responsable del comportamiento de sus seguidores que no se atiene a las convenciones mayoritariamente dominante en su sociedad: “¿Por qué tus discípulos no andan conforme a la tradición de los ancianos, sino que comen pan con manos impuras?” La cuestión es muy seria porque las normas que regulan las comidas, junto a las que regían los intercambios matrimoniales, eran las más importantes para mantener la identidad étnica del pueblo judío.
La respuesta de Jesús se apoya en la misma tradición judía, concretamente en el profeta Isaías: “¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: ‘Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí…’” Jesús concluye aplicando las palabras del profeta a la situación presente con una libertad y claridad que no deja lugar a dudas: “dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres” (vv. 7–8). Había sectores de fariseos y de escribas, instalados en la ciudad santa de Jerusalén, que reinterpretaban la ley de Dios con una casuística agobiante para el pueblo y la convertían en una carga insoportable y pesada que ponían sobre la espalda de la gente, pero que ellos ni con un dedo querían mover (Mt 23:4). Controlaban la interpretación para dominar las conciencias y obtener honor y todo tipo de beneficios materiales.
Muchas veces ha sucedido y es un peligro permanente: convertir la fe religiosa en una obsesión moralista que agobia las conciencias; que lo que es un mensaje de libertad—“donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:27)—se convierta en un conjunto de normas para legitimar el poder de quienes controlan la identidad del grupo.
Con frecuencia se sacralizan tradiciones humanas porque existen inercias cómodas e intereses egoístas que impiden ver las limitaciones de las situaciones que vivimos y la posibilidad y necesidad de cambiarlas.
Esto sucede en la iglesia y en la vida social y política. Los sectores dominantes se oponen, en principio, a los cambios porque su situación es cómoda y no son sensibles a las necesidades de los más desfavorecidos. El argumento que usan muy frecuentemente es “la tradición de los padres.” Pero muchas veces es una tradición muy limitada y sus condicionamientos culturales se ocultan.
No es lo mismo ver la realidad desde el punto de vista de quien tiene todas sus necesidades satisfechas o desde el punto de vista de quien no tiene cubiertas sus necesidades sanitarias básicas ni acceso a una educación de calidad. Con frecuencia se recurre a “la tradición de los padres” para defender el conservadurismo social y considerar intocables en lo fundamental los criterios e instituciones dominantes.
Jesús reivindica el mandamiento de Dios frente a las tradiciones humanas. Es la tarea anti-idolátrica, impedir que ideologías, instituciones o poderes humanos se absoluticen y ocupen un lugar que solo a Dios le corresponde. La tarea anti-idolátrica es siempre defender y promover la libertad de los seres humanos.
El reinado de Dios pone en movimiento a la iglesia y a la sociedad, abre horizontes nuevos, relativiza los preceptos humanos, e impide la absolutización de los proyectos políticos y de las mismas estructuras eclesiales. La fuerza anti-idolátrica del mensaje de Jesús hace libres a sus seguidores, como vemos en el evangelio de hoy (vv. 1–8).
La libertad sale de dentro
Las palabras de Jesús en la primera parte del evangelio de hoy se refieren a la libertad de sus seguidores respecto a la casuística que se había desarrollado en muchos ambientes judíos en torno a los ritos alimentarios. La libertad que Jesús afirma en el Evangelio de Marcos es un fundamento sólido de la opinión de muchos estudiosos que relacionan este evangelio con la teología de Pablo.
En el evangelio que hoy se proclama se parte de la mencionada cuestión y la enseñanza impartida se extiende a las normas morales en general (vv. 14–15, 21–23). Jesús se ha dirigido a las élites del orden vigente, pero ahora habla a la gente en general: “Llamando a sí a toda la multitud, les dijo: ‘Oídme todos y entended.’” Se dispone a sacar unas consecuencias muy prácticas de lo dicho anteriormente y quiere que todas las personas le entiendan. “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que lo pueda contaminar.” El evangelista lo explica con insuperable claridad poco después: “Esto decía, declarando limpios todos los alimentos” (v. 19).
En todo el Nuevo Testamento no hay expresión más clara de la superación de la barrera que dificultaba la relación de los judíos con los gentiles. En el Israel de Dios conviven y comparten la mesa judíos y gentiles, circuncidados e incircuncisos. Desaparecen todos los obstáculos y “la iglesia está en salida,”1 está abierta a todas las culturas, es un espacio de acogida sin discriminación alguna.
El evangelio de hoy es una proclama clara y valiente de la libertad de quienes siguen a Jesús. Pero la libertad conlleva responsabilidad y exige esfuerzo. No podemos cambiar ni la sociedad ni la iglesia si no empezamos por cambiar nosotros/as mismos/as. Las cosas de afuera no nos contaminan, pero lo que tenemos que descontaminar en primer lugar es nuestro corazón. Con reiteración y fuerza retórica Jesús dice que es nuestro interior lo que tenemos que purificar (v. 20).
Hemos asistido a revoluciones, a iniciativas de cambio social, al surgimiento de movimientos religiosos de renovación, que pronto se extinguen y, con frecuencia, traicionan a los mismos ideales que preconizaban, por su incoherencia interna o porque habían interiorizado los males sociales o eclesiales que decían combatir.
Jesús conoce bien este peligro y nos pone en guardia contra él en el evangelio de hoy. Recordemos que sus primeras palabras, tras anunciar la venida del reinado de Dios, eran una llamada a la conversión (1:14–15), a un cambio que empieza por una purificación personal, porque la libertad nace cuando el Espíritu de Dios cambia desde dentro el “corazón de los hombres” (v. 21).
Notas
- Esta es una expresión que emplea el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del evangelio).
September 1, 2024