Quinto Domingo después de Pentecostés

Paz en medio de la tormenta

waves in darkness
Photo by Saxon White on Unsplash; licensed under CC0.

June 23, 2024

View Bible Text

Comentario del San Marcos 4:35-41



El evangelio para este domingo no puede ser entendido si no vemos las escenas anteriores. Marcos nos presenta a Jesús predicándole a una gran multitud, ha pedido subirse en una de las tantas barcas que están a la orilla del mar de Galilea para no ser estrujado y desde ese ambón marítimo dirige su predicación. Al finalizar, “cuando llegó la noche,” es decir, llegando la oscuridad, quiere entrar en la intimidad de su círculo de amigos, alejarse del bullicio, y con ellos pasar “al otro lado” para recibir al nuevo día. Los discípulos saben que en la otra orilla del lago Tiberíades está el territorio pagano de la Decápolis. Un país diferente y extraño. Una cultura hostil a su religión y creencias. Pero igualmente Jesús da la orden de hacerlo. A partir de ahí, Jesús es el único responsable de lo que ocurra.

Al tomar, de manera inmediata, la iniciativa de cruzar el estrecho mar, una tormenta fuerte y amenazante se desarrolla. Eran normales en el lago de Galilea los cambios climáticos abruptos, como son normales en Marcos los cambios literarios abruptos. Pero qué sorpresa la que constatamos: ¡Se está cayendo el mundo afuera y Jesús duerme en la parte trasera del barco! Todo está conmocionado y él ni se inmuta. Posiblemente está acostado en el asiento trasero de los marineros. ¿Por qué duerme? ¿Está cansado de la predicación? ¿La noche lo hizo desfallecer? Puede ser, pero para Marcos, Jesús descansa porque está al mando de todo lo que pasa, parece que sabe lo que va a pasar; incluso en medio de la tormenta está en paz.

Paralela y humanamente, los discípulos mueren de miedo, no tienen control de nada y su inseguridad les espanta. El miedo es una respuesta típica frente a lo desconocido: la violencia del grito didáskale (traducido en español como “¡Maestro!”), en vocativo, es decir, la forma sustantivada para una exclamación, destaca que le recriminan el por qué está “tan campante” cuando pueden hundirse. Podríamos traducir también “¿Te da lo mismo que nos muramos?”

Jesús responde al reproche de los discípulos con un milagro sobre la naturaleza. Es común en el Antiguo Testamento y el mundo antiguo encontrar la acción de los dioses sobre los mares y los cielos para demostrar su poder; vestigios de mitología como diría Bultmann. Aunque, siendo este un milagro sobre la naturaleza, yo entiendo que la intención no es que nos pongamos a discutir si Jesús violentó una ley de la naturaleza, sino que lo veamos como una metáfora y pensemos en la enseñanza que de allí podamos extraer. Así pues, este caso particular parece más bien un exorcismo pues Jesús encara al mar y al viento como si fueran seres vivientes, como si fueran “demonios” que están tras el peligro del mar (cf. Henoc 69:22), lo que constituye otra cosa que es normal ciertos contextos donde los “diablos,” los “diantres,” o el “pisuicas” (como se le dice en algunas regiones de Costa Rica), hacen de las suyas. Sin embargo, estas ideas, que buscan responsabilidades en otros seres, no son importantes para entender nuestro texto. Más allá de que Jesús, con solo una palabra, haga que la tempestad se calle y enmudezca, lo importante es que “la barca de los discípulos,” la comunidad de fe, está a salvo porque clamaron por ayuda. Algo determinante ha pasado: recurrieron a Jesús.

Jesús pone en orden todo, pero luego les dirige la mirada y les increpa: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (v. 40). He aquí el centro de nuestra historia: sabiendo con quién caminamos y, aun así, desfallecemos… Pero ¿por qué el miedo nos paraliza? Mejor aún, ¿por qué, teniendo miedo, en vez de reaccionar y aunque sea gritar, más bien la pasividad nos asalta? Sentir miedo es sinónimo de sentirnos vivos, es una reacción de defensa en pro de la vida; lo dañino sería no reaccionar y seguir en el miedo.

Desde este punto de vista es sorprendente que los discípulos sintieran “un gran temor” (v. 41) luego de estar a salvo. Antes tenían miedo a la tempestad. Ahora parecen temer a Jesús. ¿Quién los entiende? ¡A todo temen! ¿Quién nos entiende? ¡A todo tememos! Sin embargo, dos detalles esenciales podemos extraer para nuestra vida de fe: la presencia de Jesús no descarta amenazas y peligros; y la fe permite mantener la calma en medio de la tempestad sin que esto signifique que no vayamos a sentir sufrimiento o miedo.1 ¿Por qué? Porque el miedo se vence con cercanía, se vence con confianza. Si los discípulos no tuviesen el deseo de surgir, no gritarían por su vida: reprochar, hablar, gritar es sinónimo de querer vivir… Cuando llaman a Jesús empiezan a intuir que, con él, se puede salir adelante. Cuando nos preguntamos por Jesús en nuestras dificultades es porque tenemos la impresión de que sus palabras nos ayudan a caminar, tenemos la plena constatación de que, con él, el mundo del dolor y del miedo puede ser superado.

Una iglesia que pone la seguridad en sí misma no es la iglesia de Jesús. Ni las riquezas ni el colocar la institución por encima de las personas nos darán seguridad. La experiencia del Viviente para siempre, encarnada en sus discípulos del hoy que también recurren a Jesús, hace que el Reino de Dios se haga presente en todo contexto.


Notas

  1. Cf. Fritzleo Lentzen Deis, Marcos, Estella: Verbo Divino, 1998, p. 162–163.