Comentario del San Marcos 3:20-35
“Cada loco con su tema,” canta el autor español Joan Manuel Serrat.
La locura y nuestras definiciones; de eso trata el evangelio de hoy. La locura es aquello que no encaja bien en nuestros enunciados sobre lo que es “normal” en la vida. Indica la transgresión de un cierto orden moral, cultural, social o simbólico. Por supuesto, hay muchas situaciones en que la locura es algo dañino para la integridad y dignidad de las personas, por lo que necesita de una cura parcial o radical. Curiosamente, es hacia estos “locos” que se dirige el “loco” Jesús con sus palabras y práctica de perdón y sanación. Pero el pasaje también nos invita a considerar otro tipo de “locura”: la que no reconoce la presencia salvadora de Dios. Así el texto nos describe tres tipos de “locura”: la “locura” de quienes están poseídos y necesitan ser liberados, la “locura” de aquellos que, asumiéndose normales y custodios del orden, condenan como locura/satánico el poder de Dios que libera, y la locura de Jesús que cumple con la voluntad del Padre encarnando la santidad de Dios en medio de lo alejado de Dios. La cuestión es, pues, no si estamos “locos,” sino de qué locura formamos parte: la de Satán, la del orden establecido, o la de Dios.
Después de que Jesús vuelve con sus discípulos a casa y es nuevamente rodeado por la muchedumbre, el texto continúa con una nota más que curiosa: los parientes de Jesús estaban preocupados por su estado mental, y por ello fueron a hacerse cargo de él. Los vocablos griegos no dejan dudas al respecto (v. 21): kratēsai auton indica que su familia quería “arrestarlo,” ponerlo bajo custodia, controlar sus acciones. Consideraban que Jesús estaba exestē, fuera de sí, “mal de la cabeza,” loco. Era la responsabilidad de una familia no sólo cuidar de sus miembros, sino salvar el “honor” y buen nombre tanto de la persona afectada como la del linaje. Pero, ¿qué llevó a sus familiares a querer detener a Jesús? ¿Los rumores sobre sus curaciones y exorcismos? ¿Su anuncio de la llegada del Reino y el llamado a la conversión? ¿Sus discusiones con escribas y fariseos? ¿Su supuesta autoridad al perdonar los pecados? ¿Su reinterpretación del propósito de la ley y el sábado? ¿El hecho de que lo seguían multitudes y esto podía ser mal interpretado en una convulsionada Palestina bajo ocupación romana? Sea como fuere, el pasaje conjuga la profunda preocupación de su familia y su total indiferencia e incomprensión respecto de la misión y persona de Jesús. La forma en que Jesús cumplía la voluntad del Padre era, en cierta forma, una “locura” para ellos.
El segundo eje temático de nuestro pasaje se refiere a la identidad de Jesús en relación con su práctica de sanación. ¿Qué tipo de poder se presenta en aquel que puede expulsar los demonios? La acusación contra Jesús es que “por el príncipe de los demonios [Beelzebul-Satanás] echaba fuera los demonios” (v. 22). Con fina ironía, Jesús presiona a sus interlocutores, los “expertos” teológicos de la época (escribas), desnudando la contradicción de sus denuncias. Si, como ellos argumentan, los demonios son expulsados por el poder de Satanás, ¿no significa entonces que Satanás está destruyendo a Satanás? Es importante notar que Satanás designa no solo a la figura en sí misma, sino a todos aquellos en los que ejerce su poder y aquellos por los cuales también ejerce su poder. Satanás alude así a un tipo de dominio, lo que aliena, destruye y confunde–tanto a nivel personal, social, político o económico. Por ello Jesús utiliza dos ilustraciones parabólicas que se refieren a la idea de “dominio”: una casa y un reino (divididos). Ninguno puede subsistir cuando hay una división, pues se alzan contra sí mismos. De la misma manera con Satanás: si se vuelve contra sí mismo, no puede subsistir, ha llegado a su fin (v. 26). Jesús no está interesado en desmentir a sus interlocutores apelando a una identidad superior (como podría ser, proclamarse Hijo de Dios, Logos, etc.), sino en hacer notar los hechos de la expulsión de los demonios y las sanaciones como la manifestación de un poder diferente al satánico. Lo demoníaco es expulsado, y lo que ocupa su lugar es la gracia de la salvación.
Las sentencias sobre la verdadera fortaleza y la naturaleza de la blasfemia constituyen el tercer eje temático del pasaje. Marcos ha colocado estos dichos de Jesús a modo de corolario sobre su verdadera identidad. ¿Quién puede entrar a la “casa” del “fuerte” (Satanás), atarlo, y arrebatarle sus bienes? Es interesante correlacionar este texto con un pasaje anterior donde Jesús cura a un endemoniado en Capernaúm (1:23-28). El endemoniado es el primero en el evangelio de Marcos que reconoce a Jesús por lo que es, el “Santo de Dios” (1:24). Su santidad consiste en reclamar la casa o dominio de Satán (el endemoniado) para Dios, conminando al demonio para que salga del espacio que ocupa ilegítimamente. No es sólo una cuestión de dar nombre a lo que no tiene nombre (todos sabían que esta persona estaba endemoniada), sino de indicarle que ése no es su lugar: “¡cállate y sal de él!” (1:25). De la misma forma, los exorcismos y curaciones de Jesús indican que Dios ha entrado a los dominios del demonio y le ha arrebatado sus “posesiones”: personas atrapadas en el inventario del diablo; personas que parecen cosas, bienes o utensilios, pues han perdido toda autonomía y dignidad. Las sentencias de Jesús sobre los pecados que serán perdonados, a excepción de la blasfemia contra el Espíritu Santo, nuevamente resaltan la identidad del poder que actúa en y por Jesús. La blasfemia consiste en atribuir a Satanás las curaciones llevadas a cabo mediante el poder del Espíritu, un Espíritu que en el relato de Marcos ha descendido sobre Jesús al inicio de su ministerio en su bautismo (1:10). La blasfemia no es tanto negarle un título divino o adjudicarle un título satánico a Jesús, sino en no reconocer lo que el Espíritu hace en y por él: llevar las cosas a su cumplimiento, curar a los enfermos, echar demonios, perdonar los pecados, dar vuelta el orden con el cual organizamos nuestras vidas. Así, blasfemar contra Dios va más allá de la negación teórica de Dios, pues se trata de la negación de su práctica. En esas prácticas Dios es fiel a sus promesas, y para ello debe confrontarse con lo demoníaco.
El texto cierra retomando el tema de la familia, y contiene la sorpresa de una redefinición. Se nos recuerda que su madre y sus hermanos han venido a rescatarlo de su “locura.” El hecho de que la comunidad primitiva haya retenido este incidente un tanto escandaloso en la vida de Jesús indica la importancia que tenía este evento para la auto-comprensión y experiencia disonante de la iglesia como un nuevo campo de relaciones. De ahí que no sea el escándalo en sí lo que busca resaltar el evangelista, sino la nueva enseñanza que surge de éste. Jesús aprovecha el aviso de la presencia de su familia para anunciar una nueva “locura,” una nueva forma de ser familia. Ya no se trata de lazos de sangre o historia en común (lo normal), sino de lo que Dios nos llama a ser (que tal vez no parezca “normal”). “Todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (v. 35), dice Jesús. ¿Implica esto que las relaciones familiares quedan abolidas? No, sino que son superadas por la nueva realidad a la que Dios nos llama: una comunidad de iguales surgida de la locura de una nueva transgresión, la transgresión de Dios que sana, dignifica y humaniza.
June 10, 2012