La Santísima Trinidad

El misterio de la Trinidad

 

Sculpture with bearded figure surrounded by three angels
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May 26, 2024

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Comentario del San Juan 3:1-17



En la antigüedad cristiana “misterio” no significaba lo mismo que para nosotros/as hoy. El vocablo griego mystēria proviene de una formulación onomatopéyica, es decir, que imita un sonido o gesto físico: para pronunciar my– o mu– debemos juntar nuestros labios, presionarlos, cerrar la boca. Un misterio, en los cultos griegos antiguos, era aquella realidad ante la cual los mystes o iniciados quedaban mudos. Los primeros teólogos cristianos comprendieron, a la luz del contexto helenístico, que el Dios de Israel, históricamente presente y actuante en su pueblo, es también incomprensible, escapa de cualquier racionalización que pretendamos, nos deja en silencio porque, aunque lo percibimos, nos desborda en todo. No es, a diferencia de como se entiende en la actualidad, algo que genere miedo o suspenso, sino el reconocimiento de una presencia que desborda nuestro entendimiento. La Trinidad, como forma de hablar de Dios y como metáfora, es un misterio porque lo vivimos cotidianamente, pero no podemos expresarlo verbalmente: “No hay palabras”1 para describirlo.

El texto del evangelio según Juan escogido por el leccionario para este domingo de la Santísima Trinidad nos sumerge en el diálogo de Jesús con Nicodemo. Como todo diálogo joánico, estamos frente a un escrito cargado de ironía e incomprensiones, pues el juego de las imágenes empleadas por Jesús buscan—adrede—confundir a su interlocutor y exigen de nosotros/as emplearnos a fondo para ir más allá de la literalidad. “Nacer de nuevo” no quiere decir “entrar en el seno materno” nuevamente; “nacer del agua y del Espíritu” no quiere decir olvidar nuestra condición humana y material. El dualismo del cuarto evangelio no está en función de oponer espíritu y materia como si se tratara de un gnosticismo que desprecia el cuerpo e invita al ascetismo. Si fuera de esa forma, la Palabra no se hubiera hecho carne (cf. Jn 1:14). Carne y espíritu se refieren a lo limitado de la condición humana y al don dado por Dios para superar esa limitación: se necesitan mutuamente porque el espíritu supone la carne y es su lugar de realización. Reconocer lo efímero de nuestra condición nos abre a la presencia y cercanía de ese Dios que es misterio y lo es ānothen, un adverbio usado por el evangelista que tiene dos significados: “de nuevo” y “de lo alto.” “Nacer de nuevo” es también “nacer de lo alto” reconociendo nuestra necesidad de Dios.

En este diálogo de escuela, Jesús se posiciona frente a Nicodemo como algo más de lo que este cree. No es solo un hombre “que ha venido de Dios como maestro” (v. 1), sino que es el Hijo del hombre “que bajó del cielo” (v. 13) para descender hasta el punto más profundo, hasta “tocar suelo” en la muerte y, de esta forma, ser elevado como la serpiente de Moisés en el desierto que prodigaba sanidad a quien alzara la vista a verla. El amor de Dios es tan absolutamente irracional que se manifiesta en lo último que cualquier ser humano miraría con agrado: ¡Un crucificado! Es en este sentido que “tanto amó Dios al mundo” (v. 14) porque, en la entrega única de su Hijo, Dios se entrega a sí mismo.2 No se trata de una entrega sádica de un Dios que necesita ver sangre para perdonar, sino de la libertad plena de su Hijo que toma decisiones en consecuencia con su predicación. El envío del Hijo al mundo se entiende como una decisión soberana que espera también una respuesta libre del ser humano. El juicio no termina en condena, pues debemos entender la justicia (dikaiosyne) de Dios desde nuestras propias limitaciones y necesidad de Dios, no de forma retributiva (que premia el bien y castiga el mal), sino de manera distributiva (que hace salir su sol y su lluvia sobre buenos y malos; cf. Mt 5:45), es decir, prodigando salvación y misericordia para todos/as.

Agustín de Hipona, tratando de racionalizar el misterio de la Trinidad, tropezó con muchísimos problemas al querer comprender aquello que no es delimitable. Aquél sueño donde un niño pretende verter toda el agua del mar en un pequeño orificio le hizo comprender al padre africano que Dios solo puede ser experimentado y verbalizado a través de metáforas. Si Dios es amor, se dijo, la realidad del amor no puede ser cerrada sobre sí misma. Si así lo fuera no sería genuino, sino egoísmo puro. Por ende, la realidad de Dios es la de un amante que ama, la de un amado que recibe el amor y la del vínculo invisible que los une (De Trinitate VIII, 19). El Padre que crea el mundo como primer acto salvífico continúa su compañía en el Hijo que se hace uno con la historia y que sigue presente en el Espíritu que mueve a quienes se dicen seguidores/as de Jesús y tratan de encarnar sus enseñanzas cotidianamente.

El amor de Dios es desbordante, es comunitario, exige la realidad del encuentro y de la alteridad. Por esta razón, para hablar del Dios único los primeros cristianos/as buscaron una imagen de una comunidad de personas que se vinculan por el amor de manera desinteresada. Hablar de Dios como comunidad de personas—hypóstasis—o del Hijo con una doble naturaleza divino-humana fue el “idioma” helenista, propio del contexto antiguo, con el cual se buscó comunicar el misterio que, todavía hoy, nos deja sin palabras. Pero si el contexto ha cambiado, los “idiomas” también lo han hecho, pues decir que Dios es Trinidad es lo mismo que reconocer que el amor no se encierra, sino que es donación, apertura y presupone el crecimiento del ser humano. Entender que el misterio nos desborda no nos distancia de Dios, sino que, por el contrario, nos invita a reconocer nuestra libertad como camino por el cual su realidad se hace presente. Cuanto más plenamente seamos nosotros/as mismos, del reconocimiento de quiénes somos con nuestros límites y virtudes, tanto más cerca estamos del Dios comunidad de amor. Karl Rahner lo expresaba con una belleza que hace enmudecer: “La proximidad a Dios y la auténtica autonomía humana crecen en proporción directa, no inversa.”3


Notas

  1. Toni Catalá – Darío Mollá, Pasó haciendo el bien, Bilbao: Mensajero, 2023, 66.
  2. Cf. Jean Zumstein, El evangelio según Juan (1–12), Salamanca: Sígueme, 2016, 152.
  3. Karl Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona: Herder, 2003, 103.