Decimoquinto domingo después de Pentecostés

Nuestro texto consta de dos perícopas bien definidas y distintas en su naturaleza.

September 5, 2010

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Comentario del San Lucas 14:25-33



Nuestro texto consta de dos perícopas bien definidas y distintas en su naturaleza.

La primera (vv. 26-27) contiene dichos de Jesús que según muchos investigadores se remontarían a palabras originales del nazareno (especialmente v. 26). La segunda (vv. 28-32) consta de dos ejemplos ilustrativos indirectamente relacionados con lo anterior, posiblemente derivados de la rica tradición judía y helenística de sabiduría proverbial, con un añadido redaccional referido a los bienes (v. 33; típico de Lucas). Si bien las dos perícopas se iluminan mutuamente y realzan el tema del seguimiento de Jesús, es aconsejable que el predicador se concentre en la primera parte dado su tono polémico y su transparencia respecto al costo del discipulado –tema central de estos pasajes.

En la estructura general del evangelio de Lucas nuestro texto se sitúa en medio del viaje o subida a Jerusalén. Durante este período se nos presentan las enseñanzas de Jesús sobre el reino o dominio de Dios. Tal enseñanza inevitablemente está cargada de polémica. No solo con las autoridades y poderosos de la época, sino también entre los mismos seguidores de Jesús.

El primer pasaje comienza con un dato que no es menor: a Jesús lo seguía una muchedumbre (ochlos = gentío, multitud, conjunto de personas indiferenciadas), presumiblemente atraídos por el mensaje, las curaciones y la fama de Jesús. Y es a esta muchedumbre a quien el nazareno dirige sus palabras: “Si alguno viene donde mi y no odia a su padre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (v. 26).  El segundo pasaje finaliza con un tono similar, esta vez referido a los bienes: “Pues, de igual manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío” (v. 33). El hecho de que el evangelio de Lucas presenta estas palabras dirigidas a la muchedumbre indica que el discipulado cristiano implica un pasaje, una transición, desde el anonimato y pasividad de ser “muchedumbre” a la realización de nuestra subjetividad como discípulos. Encierra una dinámica de maduración, de decisión, de compromiso cuyo momento sobresaliente es el encuentro cara a cara con (la palabra de) Jesús: “y volviéndose [a ellos] le dijo…” (v. 25b).

Naturalmente el verbo “odiar” (miseo) resalta en la primera parte. La radicalidad y el escándalo de esta expresión no deben atemperarse: indica reniego, repudio, rechazo, renuncia. Sin embargo, si consideramos la totalidad del evangelio como asimismo el contexto de este pasaje, es claro que este odio no hace referencia a una actitud o disposición psicológica o emocional. El odio como menosprecio y negación del otro/a como persona no es lo que nos hace discípulos de Jesús –al contrario (cfr. Lc. 6:27). Menos aún puede el odio sostenerse como justificación de nuestra fe en Jesús –como si la intensidad o extensión del odio fuera una prueba de nuestra fe. Más bien las palabras de Jesús refieren a una crisis de lealtades, al cuestionamiento radical de estructuras de poder que nos desvirtúan como personas plenas. Por ello es necesario tener muy presente el contexto social de la predicación de Jesús, donde las relaciones de parentesco patriarcales creaban situaciones de dominación y subordinación antagónicas a la realidad de los nuevos lazos ‘familiares’ proclamados por Jesús.  Ser cristiano trasciende los lazos de sangre pues el dominio de Dios implica una nueva red de relaciones sociales.   

Sugerencias para la predicación

El mayor desafío para el predicador es respetar y ser fiel al contexto y las palabras polémicas de Jesús en relación a las otras áreas de la vida donde encontramos valor, como por ejemplo, relaciones familiares y de parentesco. Conocemos el mandamiento de honrar al padre y a la madre, ¿contradice Jesús al mandamiento? No, si consideramos que el mandamiento principal es honrar a Dios (Dt. 5:6s); el resto se deriva de allí. Honrar nuestros lazos familiares no implica por ello una subordinación a otras autoridades, sino honrar uno de los contextos donde nos descubrimos como personas y donde se manifiesta el amor de Dios (para que seamos felices en el suelo que Dios nos da, como dice Dt. 5:16). Este es el propósito de la familia: servir y honrar a Dios creando un contexto de amor, protección y libertad; no erguirse como última autoridad demandando una obediencia exclusiva. Muchas veces, empero, la familia puede convertirse en un núcleo excluyente, en un sometimiento a una jerarquía sexual y social que contradice el plan de Dios –un plan radicalmente igualitario y liberador.

El llamado de Jesús es a una nueva libertad, la libertad del discipulado. Esta libertad, sin embargo, es costosa y requiere coraje. Nos induce a una revisión de vida y, eventualmente, a la aventura de una transición y transformación tanto de nuestras identidades como de nuestras relaciones sociales. Todos nosotros tenemos la tendencia a ser ‘muchedumbre’, seguidores ya sea de lo tradicional o de lo ‘milagrero’, de lo que nos permite seguir (sobre)viviendo sin mayores costos. Pero cuando Jesús se torna a nosotros, nos convierte en sujetos abiertos a una decisión. Nos pregunta: ¿dónde se centran nuestros corazones? ¿En qué se basan nuestras lealtades? ¿Qué nos hace realmente personas?

Por ello el mensaje de Jesús no debe interpretarse como una cruzada anti-familia, y menos aún como un llamado al ascetismo –como bien indicaron los reformadores. Se trata más bien de discernir cual es el centro de nuestra existencia, de descubrirnos como parte de un entramado mayor, del plan liberador de Dios que nos convoca como sujetos plenos para amar en libertad. Es desde este descubrimiento que podemos revisar ahora los compromisos e instituciones en las que vivimos (incluyendo el lugar que ocupan los ‘bienes’ y los intereses materiales), y encarar la vida familiar como un espacio donde se manifiesta nuestra vocación cristiana –no como un peso y una obligación dictada por la tradición o las costumbres.  Nuestras relaciones familiares son, al decir de Lutero, prójimos para ser amados, un espacio de respeto e igualdad donde también se manifiesta la libertad otorgada por Dios.