Comentario del San Lucas 15:1-3, 11b-32
En una carrera de 400 metros planos, un atleta experimentado sabe cómo distribuir sus energías y acelerar para hacer el sprint final.
Pues bien, la Cuaresma nació como el “sprint final” de una “carrera” para quienes iban a recibir el bautismo. En un contexto donde las persecuciones del Imperio Romano no habían cesado, la iglesia cristiana en vías de institucionalización creó un “filtro” de selección y le llamó “iniciación cristiana”: luego de ser simpatizante del movimiento, quien quisiera ingresar debía recorrer un camino de -al menos- dos años, conocido como “catecumenado.” Instruyéndose en las Escrituras y moldeando un nuevo estilo de vida, el catecúmeno iba superando etapas y escrutinios que llegaban a su clímax durante la Cuaresma y, finalmente, en la noche santa de la Pascua. Interrogado por el obispo de la comunidad, profesaría su fe al sumergirse en las aguas bautismales, se le ungiría con aceite y sería el invitado especial de la Cena del Señor por primera vez en su vida.1 Esa noche moriría para resucitar a una nueva vida.
Así pues, debemos enmarcar la lectura de esta porción del evangelio en el proceso del catecumenado hacia el bautismo. La tradición eclesial ha denominado al cuarto domingo de Cuaresma Laetare, es decir, ¡alégrense! En este largo caminar cuaresmal encontramos un oasis que nos refresca y nos dice: ¡Ya casi llegas a la meta! ¡No desfallezcas! Es aquí donde ubicaremos la parábola del “hijo pródigo” o, mejor dicho, del “padre misericordioso.”
Los primeros versículos nos revelan quiénes componen la audiencia de Jesús. Además de las multitudes (14:25) y sus discípulos (16:1), Lucas subraya que quienes se acercaban a oírle eran “todos los publicanos y los pecadores” (v. 1). Pero también estaban allí sus “adversarios,” “los fariseos y los escribas,” no para oírle, sino para increparle: ¿Cómo es posible que acojas pecadores y comas con ellos? (v. 2). El/la lector/a atento/a notará que ya en 13:1-9 encontramos una llamada drástica a la conversión de los pecadores, pero ahora, en el capítulo 15, la llamada a la conversión es para quienes se creen “justos.” Tres parábolas lo subrayan, pero es en la última donde se amplía la perspectiva.
“Un hombre tenía dos hijos […]” (v. 11). Así comienza nuestra narración, colocando en escena tres personajes: el paterfamilias y dos de sus hijos, herederos de la casa. Uno de ellos, el hijo menor, es quien toma la iniciativa en nuestro relato y da lugar a que el conflicto entre hermanos del Antiguo Testamento (Caín-Abel, Ismael-Isaac, Jacob-Esaú, etc.) se haga presente nuevamente. Su egoísmo es el elemento detonante del conflicto. Al pedir la parte de su herencia por adelantado, deja frágil al grupo de donde proviene. No piensa en la colectividad y esto afecta el patrimonio familiar. El ideal del antiguo Israel era vivir en una familia numerosa para la manutención y persistencia del clan. En el mundo mediterráneo antiguo, ya en nuevos contextos urbanos, sigue siendo la generación de hijos varones lo que podía asegurar la continuidad familiar. Es en esta sociedad de orientación colectivista donde el hijo menor fractura la casa, se lleva el dinero que le correspondía y lo dilapida.
La carestía sobreviene, los tiempos sombríos caen sobre él y se encuentra “sin familia,” es decir, solo. Dejó de ser “hijo” y se convirtió en un trabajador que debía lidiar con los cerdos, animales despreciados por el judaísmo. Tocó fondo hasta el punto de comer lo que los puercos comían. Llegó a lo más bajo por su decisión. Dice el texto griego que, en ese preciso momento, “entró en sí mismo” (eis eauton de elthon) (en el v. 17, que la versión Reina Valera 1995 traduce como “volviendo en sí”) y decidió regresar a lo de su padre. Su arrepentimiento era tal que jamás pensó en volver a ser “hijo;” solamente un “jornalero.” Su decisión era, primeramente, confesar su pecado. “El hijo no quiere hablar de su situación jurídica: sabe bien que no tiene derecho filial alguno a los bienes del padre. Declara que ha perdido su honor, su identidad y hasta su nombre de hijo.”2 No obstante, en su regreso, no lo dejaron humillarse. Más bien fue su padre quien, al divisarlo, corrió para abrazarlo y besarlo. El hijo no pudo terminar de hablar. Le fue imposible denigrarse porque su papá lo conservó en su dignidad filial, le devolvió honores al vestirlo con el mejor traje, le dio autoridad al colocarle un anillo y le otorgó patrimonio al calzarlo. ¡Un paterfamilias jamás haría esto! ¿Besar, abrazar, conmoverse? Esas son actitudes femeninas contrarias a los valores patriarcales. Pero los valores de esa familia del padre misericordioso no son los valores de la sociedad, sino los del Reino predicado por Jesús.
Esto desata la furia del hijo mayor. Ahora se pone de manifiesto el enojo de quienes se creen “justos.” Es interesante que la relación del hijo mayor con su padre estaba más marcada por el deber que por el afecto: “tantos años hace que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás” (v. 29). No obstante, la disposición del padre sí era de profundo afecto. El padre es quien sale a buscarlo, le ruega que entre y le habla cariñosamente: “Hijo, tu siempre estás conmigo […]” (v. 31). La invitación del padre es a que se alegre con la dicha presente de quien estuvo en la desdicha. El “justo” debería alegrarse de que la familia se reúna y celebrar en la misma mesa la resurrección de quien estuvo muerto. No sabemos la respuesta del hijo mayor porque la parábola nos deja la respuesta a nosotros/as.
Así sentía Jesús a Dios. Dios es un papá que “pierde el control” por sus hijos/as, es decir, que se emociona y da todo por ellos/as. Es una mamá que protege y defiende a sus hijos/as y rechaza el ritualismo de muchas tradiciones eclesiales que, en el fondo, sólo esconden obsesiones moralistas o religiosas. El padre bueno que sale corriendo a buscarnos sólo quiere que nos dejemos abrazar: “Esos abrazos y besos hablan de su amor mejor que todos los libros de teología.”3 ¿Será que podemos hacer de nuestra Cuaresma una ruta de misericordia? Sólo así podremos renovar nuestro bautismo.
Notas:
1. Si se quisiera ahondar más en estos procesos históricos de la iniciación cristiana, recomiendo la lectura atenta de la Traditio Apostolica atribuida a Hipólito de Roma (siglo III).
2. François Bovon, El Evangelio según San Lucas, tomo III (Salamanca: Sígueme, 2004), 68.
3. José A. Pagola, El Camino Abierto por Jesús. Lucas (Madrid: PPC, 2012), 250.
March 31, 2019