Bautismo de Nuestro Señor

Agentes de un mundo nuevo

landscape in Iceland -- streams converging around a volcanic mountain
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January 9, 2022

Comentario del San Lucas 3:15-17, 21-22



Juan el bautista, la voz que “clama en el desierto” (Lc 3:4), agitaba las conciencias de las multitudes y promovía la conversión y la transformación del pueblo hacia una vida comprometida con el Reinado de Dios. Impulsaba una reorganización ética del mundo en la que de poco serviría tener el pedigrí de ser “hijos de Abraham” (Lc 3:8). Exponía que, en la justicia del Reinado de Dios, hay que compartir los bienes propios con quienes no tienen (Lc 3:11), y no se debe abusar ni explotar los recursos de otras personas como solían hacer los publicanos (Lc 3:13), ni extorsionar a la gente por medio de imposiciones violentas para extraerles beneficios, como acostumbraban hacer los soldados (Lc 3:14).

Juan, al igual que los profetas del Antiguo Testamento, reclamaba un cambio de actitud en la vida de la gente para que el compromiso con Dios se manifestara a nivel social en el trato con el prójimo. La forma externa de este cambio de vida se manifestaba con el bautismo. Seguramente no era visto con buenos ojos por parte de las autoridades religiosas que los judíos, “hijos de Abraham,” tuviesen que realizar este rito tan parecido al bautismo de prosélitos, es decir, los gentiles convertidos al judaísmo (Lc 20:4-6).1

Este bautismo se realizaba en el río Jordán porque fue el río que el pueblo cruzó para entrar en la tierra prometida (Jos 3). Efectuarlo allí implicaba de algún modo que, cada persona, sin perder de vista la dimensión comunitaria, debía realizar su propio éxodo tomando conciencia de la acción de Dios en la historia (y en su propia historia), y procurando acatar la voluntad divina.2 (Aquí puede haber un fondo interesante para orientar el sermón).

El ministerio de Juan despertaba grandes expectativas y muchos suponían que era el mesías esperado. Para desmarcarse de esta confusión, Juan indicó que su bautismo (que solo era de agua) contrastaría con el bautismo de aquel que era más poderoso, un bautismo en Espíritu Santo y fuego (v. 16). La idea del fuego frente a la del agua era familiar en esta época (1 Hen 67:13); implicaba una purificación del mal en el imaginario de un fuego santo que destruye y produce una criba.3 Conllevaba la idea de un fuego que devora lo que no puede hallarse ante Dios,4 o el juicio venidero del que no hay escapatoria (Lc 3:7).5 En cualquier caso, desde una actitud poiménica (cura de almas) centrada en Jesús, en nuestro quehacer homilético conviene enfocarlo desde la comparativa del agua (que lava por fuera) y el fuego (que purifica lo más íntimo de cada uno de nosotros).6 Desde un enfoque pastoral podemos relacionarlo con la democratización del Espíritu en las lenguas de fuego en Pentecostés (Hch 2:1-4), y con la manera en que nuestro corazón arde de gozo por la salvación del Señor. Sin embargo, no hay que olvidar la dimensión purificadora de juicio, pues viene confirmada seguidamente en el v. 17. Aunque, si hemos de hablar de un “fuego consumidor” (Heb 12:29), que sea el que hace desaparecer las malas actitudes y pecados que anidan en nuestro interior.

Jesús aparece para bautizarse (v. 21). Eso significa que se identifica y solidariza con el pueblo7 porque el pecado no se entendía de modo individual, sino en su dimensión socio-colectiva. Se trataba de algo que dañaba la sociedad, tanto a nivel relacional con Dios, como en los seres humanos entre sí.

En el bautismo, el Espíritu viene a Jesús (cf. Is 11:2); aparece con forma de paloma, un símbolo que representaba a Israel8 y que recuerda al ave que envió Noé tras el diluvio para indicar un nuevo comienzo. Como la de Noé, esta segunda paloma, indica otro comienzo, señala una era donde Dios por medio de Jesús se relacionará de un modo nuevo con su pueblo y con la humanidad.9 Sin dar pie al adopcionismo, quizá es interesante destacar que el bautismo fue un paso más en la conciencia mesiánica de Jesús, quien no nació sabiendo, sino que tuvo un proceso de crecimiento en sabiduría (Lc 2:40; 2,52). Podemos suponer que fue un momento en que se sintió confirmado en su vocación.10 La voz del Padre en esta escena trinitaria otorga reconocimiento a Jesús como su Hijo amado en el que se complace y da respaldo al ministerio que va a desempeñar.

Tal vez convenga recordar en nuestro sermón que nuestros bautismos remiten a que el Señor “nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tit 3:5) y que todas y todos hemos sido bautizados por un solo Espíritu, constituyendo un solo cuerpo que bebe de ese mismo Espíritu (1 Co 12:13). Por tanto, nuestro bautismo apunta al de Jesús, con quien somos conjuntamente crucificados/as, quien ha abierto un camino nuevo y por cuyo Espíritu nos hace participantes de su cuerpo. En el bautismo morimos y expresamos el nacimiento a una nueva vida en Cristo.

Gálatas 3:27 señala que por nuestra fe tenemos un bautismo distinto al que Juan realizaba; hemos sido bautizados/as en Cristo y eso nos lleva a ser también hijas e hijos de Dios ( Gá 3:26), con lo cual se nos otorga el verdadero linaje de Abraham (Gá 3:29). Participamos de una nueva y cálida relación filial con Dios y nos proyectamos, como nuevas criaturas (2 Co 5:17), hacia una nueva (re)creación. Somos agentes, aquí y ahora, del soñado mundo nuevo que anunciaba el bautista en el desierto.


Notas

  1. En realidad se debate si el origen ritual del bautismo de Juan debe buscarse en las repetidas abluciones de los esenios (teniéndose en cuenta las similitudes de Juan con estos grupos), o si, por el contrario se encuentra en el ritual del único bautismo de prosélitos. Cf. J. DRANE, Jesús, 3ªed. (Estella: Verbo Divino, 1996), 34.
  2. Cf. B. PÉREZ ANDREO, La revolución de Jesús. El proyecto del Reino de Dios (Madrid: PPC, 2018), 60.
  3. Cf. B. PÉREZ ANDREO, Op. Cit., 30; R. P. MENZIES, The development of early Christian pneumatology with special reference to Luke-Acts (Sheffield: Academic Press, 1991), 135-145.
  4. Cf. E. SCHWEIZER, El Espíritu Santo, 3ª ed. (Salamanca: Sígueme, 2002), 73.
  5. Cf. H. KÖSTER, Introducción al Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1988), 576.
  6. Cf. H. ALVES, Símbolos en la Biblia (Salamanca: Sígueme, 2008), 196.
  7. Cf. G. E. LADD, Teología del Nuevo Testamento (Tarrasa: CLIE, 2002), 241. Cf. También M. GREEN, Creo en el Espíritu Santo (Miami: Caribe, 1977), 154, y J. DRANE, Op. Cit., 35.
  8. J. DUNN, Jesús y el Espíritu (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1981), 38.
  9. Ibíd. 36.
  10. Cf. J. M. CASTILLO, Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos (Salamanca: Sígueme, 1981), 194.