Cristo Rey

El domingo de “Cristo Rey” concluye el año de Lucas con un último testimonio luminoso de cómo Jesús es la manera en que Dios gobierna en este mundo y en el mundo que viene.

November 21, 2010

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Comentario del San Lucas 23:33-43



El domingo de “Cristo Rey” concluye el año de Lucas con un último testimonio luminoso de cómo Jesús es la manera en que Dios gobierna en este mundo y en el mundo que viene.

Los títulos bíblicos de Jesús como Hijo de Dios, Mesías y Rey han sido tan bien absorbidos por la iglesia y el culto que su fuerza simple y terrenal se ha perdido en gran parte. La crucifixión de Jesús, sin embargo, no ocurrió en un altar entre dos velas, sino fuera de la ciudad entre dos delincuentes en una colina sombría elegida por sus verdugos llamada “La Calavera.” El Evangelio es la historia de cómo Jesús el Mesías de Dios trajo el reinado de Dios de justicia y misericordia a la tierra, y el relato de Lucas presenta al Mesías crucificado introduciendo el reinado de Dios, mientras lo rodea una violencia burlona y brutal.

El poder de este fragmento o perícopa (Lc 23:33-43) puede comprenderse mejor si lo leemos como la conclusión del viaje intencional de Jesús a Jerusalén, y en el contexto del magistral relato lucano de la pasión. Lucas repite las tres “predicciones de la pasión” del Evangelio de Marcos (Mc 8:31-33 y Lc 9:22; Mc 9:30-32 y Lc 9:43-45; y Mc 10:32-34 y Lc 18:31-34), y  amplía la historia con más detalles acerca del extenso e intencional viaje de Jesús. Jesús está embarcado en una misión profética, llevando el reino de Dios a Jerusalén (ver 9:51-56), y nadie, ni Pilato, ni Herodes, ni las autoridades de Judea lo detendrán en su propósito (ver Lc 13:1; 31-35). Su presencia en Jerusalén, sin embargo, también revela el rechazo trágico de su misión. Como había profetizado Simeón, Jesús demuestra que está “puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2:33-35).

¿Cuán feroz es el rechazo? ¿Cuán cómplice es el pueblo de Dios en este mal? ¿Qué hará Dios ahora?

Estas preguntas no son sólo literarias e históricas. El sucio secreto de nuestra condición ha sido revelado. Nuestra esperanza, por lo tanto, no está en la negación de nuestra realidad, sino en que podamos confiar en la misericordia del Mesías de Dios.

La oposición a Jesús ha estado creciendo en la narración. Irritados al ver cómo era amado por la gente, los enemigos de Jesús demuestran su resistencia al reinado de Dios con firme ferocidad. Dice el relato que “los principales sacerdotes y los escribas procuraban echarle mano, porque comprendieron que contra ellos había dicho esta parábola; pero temían al pueblo” (Lc 20:19). A medida que se acercaba la Pascua, “los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo matarlo, porque temían al pueblo” (Lc 22:2).

Ahora que Jesús cuelga moribundo en la cruz, “los líderes” y los verdugos romanos tienen con sus burlas la oportunidad de desquitarse del “pueblo” que “estaba mirando” (Lc 23:35). Irónicamente, nos unimos hoy a la gente que escuchó la verdad en términos ignorantes y sarcásticos: “A otros salvó; ¡sálvese a sí mismo!” Este es precisamente el punto de cómo Jesús está introduciendo el reino misericordioso de Dios; no lo hace salvándose a sí mismo. Pero están ciegos. Citan el corazón de la historia bíblica como una acusación en contra de Jesús: “Si este es el Cristo, el escogido de Dios”. ¿A quién condenan las Escrituras en su testimonio del Escogido, a Jesús o ellos?

Los romanos fueron responsables por la inscripción sobre la cabeza de Jesús: “Este es el Rey de los judíos”. Y sus soldados se burlaban de Jesús y de todo Israel con este título. Era el título con el que Pilato menospreció a Jesús y el título que Herodes Antipas quería desesperadamente para sí mismo (ver Lc 23:1-12). El propósito de las crucifixiones era humillar a los “enemigos del Orden Romano” en una exhibición pública de poder romano, como si dijeran: “Miren, judíos, ¡este es destino de todos aquellos que tengan pretensiones de títulos reales que solamente Roma puede conceder!” Irónicamente, los fieles saben que Jesús verdaderamente es el Rey de los judíos, pero no porque Roma lo dijera.  No, el título “el Mesías de Dios” contiene la promesa, porque Dios ha escogido a Jesús ungiéndolo (Mesías  en hebreo y Cristo en griego significan “el ungido”) con el Espíritu Santo y con poder (ver Lc 3:21-22; Hch 2:36; 10:37-38). El “Mesías” o “Rey” de Dios ejerce el reino recto de Dios con justicia y misericordia. ¡”El Mesías de Dios” es verdaderamente “El Justo”!

Yendo unos versículos más allá de este fragmento, notamos en el relato de Lucas que cuando un centurión romano “vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios diciendo: –Verdaderamente este hombre era justo” (Lc 23:47; comparar con Mc 15:39 “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!”). Otras versiones usan la palabra “inocente” en vez de justo. La palabra griega dikaios que aquí se usa significa tanto “inocente” como “justo.” A través de los siglos, las personas cristianas han entendido fielmente que el centurión no estaba sólo anunciando que una persona inocente había sido ejecutada, sino que sus palabras señalaban el desafío final al reinado de Dios, el de matar al Justo, al Mesías de Dios.

En el relato lucano, Jesús está representando un guión del pasado. En Sabiduría 2, la tortura y el asesinato de “El justo” se describe como la consecuencia de la arrogancia ciega de quienes se oponen a Dios, burlándose de “El Justo” que “dice que conoce a Dios, y se llama a sí mismo hijo del Señor”. “Veamos si es cierto lo que dice,” ellos se burlan, “y comprobemos en qué va a parar su vida. Si el bueno es realmente hijo de Dios, Dios lo ayudará y lo librará de las manos de sus enemigos. … Sometámoslo a insultos y torturas… Condenémoslo a una muerte deshonrosa” (Sabiduría 2:13-20). 

Estamos con el pueblo y los discípulos, asustados por el poder del mal, preguntándonos por qué no pudimos o no intentamos impedir la atrocidad. “El pueblo estaba mirando… Toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho. Pero todos sus conocidos, y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea, estaban mirando estas cosas de lejos” (Lc 23:35, 48-49). En retrospectiva, miramos profundamente en la oscuridad de la brutalidad y la arrogancia, y tenemos miedo. “Dios mío, ¿qué he hecho?”

Entonces vemos a Jesús ejerciendo su dominio en medio de burla, coacción y arrogancia. Sus dos “palabras” en la cruz en el relato de Lucas demuestran su autoridad. La primera (Lc 23:34) tiene sus problemas desde el punto de vista de la crítica textual, pero encaja perfectamente en la narración: “Padre, perdónalos, ¡porque no saben lo que hacen!” La segunda (Lc 23:43) anticipa la autoridad de Jesús como el Hijo del Hombre, que recibe con misericordia a los pecadores en el juicio final de Dios: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.”

Lo que hace Dios después, por supuesto, es el corazón del Evangelio. Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios lo reivindica como el Mesías y el Señor, no para condenar, sino para reinar con misericordia. Este es el regalo de una oportunidad nueva para volver a Dios y el regalo del Espíritu Santo, que renueva “la promesa [para vosotros] y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llame” (Hch 2:37-39).

La estación venidera de Adviento es un tiempo de esperanza renovada.