Decimonoveno Domingo después de Pentecostés

“Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley?”

October 23, 2011

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Comentario del San Mateo 22:34-46



“Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley?”

Era una pregunta razonable. Los fariseos no sólo guardaban 10 mandamientos, sino 613 (repartidos en 365 mandatos negativos o prohibiciones y 248 mandatos positivos o acciones a realizar) y era un problema recordarlos a todos y evitar que el cumplimiento de un mandato llevara a la violación de otro. Tenía sentido entonces preguntar si no había un mandamiento que fuera el más importante, uno que incluyera a todos los demás y que estuviera por encima de todos.

Jesús no tuvo ningún problema en responder a la pregunta. De Deuteronomio 6.5 tomó el mandamiento “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” y dijo que ese era el más importante y primero de los mandamientos. Y de Levítico 19.18 tomó el mandamiento “Ama a tu prójimo como a ti mismo” y dijo que ese era el segundo, parecido al anterior. De manera decidida y audaz tomó dos mandamientos de dos libros distintos del Pentateuco y los unió en el mandamiento doble de amar a Dios y al prójimo, que está por encima de todos los demás, y del que todos los demás mandamientos son apenas ejemplos.

Cada uno de los mandamientos comprende dos partes que son igualmente difíciles de cumplir: tenemos que amar a Dios y al prójimo y tenemos que dejarnos amar por Dios y por el prójimo. Y a la vez hay una relación de dependencia recíproca entre los dos mandamientos: el amor a Dios debe mostrarse en el amor al prójimo y el amor al prójimo debe encontrar su fuerza y su energía en el amor de Dios. San Juan lo formuló así en su Primera Carta: “Nosotros amamos porque él [Dios] nos amó primero. Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve” (4.19-21).

La relación recíproca entre los dos mandamientos nos permite por un lado “bajar” a Dios al mundo y por el otro “superar” ese estado en que sólo importo yo y nadie más que yo, estado en el que por cierto no paramos de recaer.

Jesús no fue el único que intentó responder la pregunta de cuál era el mandamiento más importante de la ley. Se cuenta que un extranjero se presentó ante los rabinos Shammai y Hillel y les propuso un reto. Si lograban enseñarle toda la ley permaneciendo apoyados en un solo pie, se haría prosélito. Parece que Shammai lo despidió con el metro de albañíl que tenía en la mano, o sea, lo mandó a que se fuera bien lejos y dejara de molestar. En cambio Hillel, apoyado en un solo pie y citando la llamada “regla de oro” común a tantas culturas, le dijo: “No hagas a tu prójimo lo que te resultaría molesto a ti”, y agregó: “Eso es la Torá entera. El resto no es más que explicación. Vete a aprenderla.”

La respuesta del rabino Hillel tiene cierto parecido con la de Jesús, pero hay una diferencia enorme entre formular el mandamiento principal en forma negativa, como lo hizo el rabino Hillel, y en forma positiva, como lo hizo Jesús. Curiosamente Jesús, en el Sermón del Monte, incluyó la “regla de oro”, pero también a esta regla la enunció en sentido positivo: “Así pues, hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes; porque en esto se resumen la ley y los profetas” (Mateo 7.12).

Tú debes amar
La respuesta de Jesús es en verdad incomparable y el mundo sería completamente diferente si tan sólo cumpliéramos con el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

El problema es la conjunción condicional “si”. Con esa conjunción condicional “si” convertimos todo el asunto en teoría, cuando de lo que se trata es que efectivamente cumplamos el mandamiento y hagamos lo que se nos exige.

Tampoco para Jesús era suficiente haber formulado una respuesta sabia y genial. El era el Hijo de Dios y como tal pretendía ser obedecido. Por eso es que también él les hizo una pregunta a los fariseos: “¿Qué piensan ustedes del Mesías? ¿De quién desciende?” Los fariseos le dieron la respuesta previsible: “Desciende de David”. Y Jesús replicó: ¿Cómo puede ser entonces que si desciende de David, el propio David lo llame Señor? Porque eso es lo que sucede, siguió diciendo Jesús, en el Salmo 110, atribuido a David, donde David dijo: “El Señor [o sea Dios] dijo a mi Señor [o sea al Mesías]: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos debajo de mis pies.”

El Mesías, les quiso decir Jesús, no era solamente un descendiente de David, una persona eminente y distinguida a la que se podía admirar o con la que se podía discutir. Era el Hijo de Dios a quien había que obedecer.

Si el Mesías es Jesús y Jesús es el Hijo de Dios y el Señor, entonces la única opción es obedecerle. Desde el evangelio según Mateo Jesús nos habla a ti y a mí y a todos y cada uno de los que escuchan o leen sus palabras y nos dice: Tú debes amar. El mandamiento de Jesús no dice: Hay que amar a Dios y al prójimo. Tampoco dice: Sería mejor que amemos a Dios y al prójimo. El mandamiento dice “ama” en la segunda persona singular del modo imperativo, que es lo mismo que decir: Tú debes amar.

No podemos excusarnos diciendo que no entendemos qué es amar o que lo que se nos pide está más allá de nuestras posibilidades o que lo vamos a hacer, pero en otro momento. Si Jesús nos lo pide a ti y a mí, es porque cree que podemos hacerlo. Y lo menos que podemos hacer es intentarlo, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Ahora mismo.