Comentario del San Marcos 7:24-37
¡Jesús se niega a sanar a una niña! ¿Será posible? ¿Es este el mismo Jesús que, desde el capítulo primero del Evangelio de Marcos, ha sanado y expulsado demonios sin cesar? ¿El mismo Jesús que se dio cuenta cuando la mujer con el flujo de sangre tocó su manto? ¿El mismo Jesús que accedió a la petición de Jairo de ir a sanar a su hija enferma de muerte? La primera parte del texto de hoy nos presenta una escena desconcertante en la región de Tiro (vv. 24–30), donde Jesús, inicialmente, rechaza la petición de una madre cuya hija está poseída por un espíritu impuro. Como veremos, este encuentro abre las puertas al ministerio de Jesús en las regiones gentiles, empezando con la sanación del hombre sordomudo en la Decápolis (vv. 31–37) y posteriormente la multiplicación de los panes en tierra gentil (8:1–10). Aunque Jesús ya ha sanado a personas gentiles (3:7–12; 5:1–20), no es hasta el capítulo 7 que se aborda de manera explícita el tema de la inclusión de las personas gentiles en el reinado de Dios. Llama la atención que esta reflexión se desarrolle a propósito de la petición de una madre y su insistencia en que los gentiles no deben ser excluidos de la mesa y del pan de vida que Jesús ofrece.
En ambos relatos de curación—de la hija de la sirofenicia y del hombre sordo—las personas afectadas son impuras, tanto por ser gentiles como por su condición física. Son personas limitadas en su vida familiar y social. La niña, además, carga con el rol social marginal que recae sobre las mujeres. Nos detenemos, sin embargo, en el primer relato (vv. 24–30), ya que hace posible el segundo.
Nos dice Marcos que Jesús se dirige a una casa en Tiro, esperando pasar desapercibido, lejos de las multitudes. No obstante, una mujer ha oído hablar de él y entra a la casa, se postra a sus pies y le ruega que expulse al espíritu impuro que tiene su hija. No sabemos el nombre de la mujer; lo que se resalta es su etnicidad. Ella es “griega, sirofenicia de origen” (v. 26). A diferencia de la anuencia inmediata de Jesús a sanar en el caso muy similar de la hija de Jairo (5:24), aquí le dice a la madre que debe esperar a que se sacien primero “los hijos” (los judíos). Es claro que Jesús establece un orden de prioridad: su ministerio se dirige primero a los judíos, y los griegos tendrán su lugar en un momento posterior. La metáfora que usa Jesús no deja de ser chocante: “no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros.” La mujer, sin embargo, responde con habilidad, claridad y valentía, señalando que incluso los perros que están debajo de la mesa tienen derecho a las migajas (v. 28). Gracias a estas palabras, dice Jesús, la hija de la niña es sanada.
La metáfora fundamental de este diálogo tiene que ver con quién tiene acceso al pan, a saciarse del pan—la vida—que Jesús ofrece. El motivo del pan aparece de manera reiterada en los capítulos 6 a 8 de Marcos. En 6:30–44, Jesús multiplica el pan para la multitud judía que le sigue; en 8:1–10 multiplica el pan para quienes le siguen en territorio gentil. La pregunta que surge en Marcos 7 tiene que ver con quiénes están incluidos/as en el ofrecimiento del pan que sacia las necesidades físicas, sociales y espirituales de las personas. La respuesta de Jesús a la petición de la mujer—que su ministerio se dirige a los judíos en primer lugar—podría haber generado desánimo o disgusto en la mujer. Pero ella no desiste; más bien da vuelta la metáfora de Jesús para dar cabida a los gentiles en la mesa. Ella no disputa el primer lugar, la prioridad, pero insiste en que hay pan para saciar a todos/as, aunque estén debajo de la mesa.
El relato del evangelio también se enmarca en una discusión sobre la pureza (7:1–23), donde Jesús desafía las nociones tradicionales, declarando todos los alimentos puros. Esto prepara el camino para la apertura del ministerio de Jesús a los gentiles, como se evidencia en el episodio con la sirofenicia y luego en la sanación del hombre sordo en la Decápolis que se nos relata en el texto para hoy. Justamente en la segunda parte del texto de hoy, a Jesús le presentan un hombre sordo, que tampoco puede hablar. Sus acompañantes piden que Jesús lo sane. La respuesta de Jesús es inmediata; no titubea, no explica sus prioridades, sino que lo aparta del grupo y lo sana. En contraste con la expulsión del espíritu impuro realizado a la distancia, aquí Jesús cura de manera cercana, vívida y corporal: mete sus dedos en los oídos del hombre y le pone su saliva sobre la lengua. Las diferencias marcadas entre el encuentro de Jesús con la sirofenicia y la curación del hombre sordo evidencian la importancia de la intervención de la mujer sirofenicia. Ella abre camino y logra una ruptura radical en la comprensión del alcance del anuncio del reinado de Dios y la inclusión de los gentiles en la nueva familia que Jesús construye.
El encuentro entre Jesús y la sirofenicia representa una transgresión de fronteras. Ella es griega y gentil, mientras que Jesús es judío; ella es mujer, él hombre; ella es de Tiro, región que domina económicamente a Galilea, él es un predicador itinerante; ella es impura, él no. La liberación de la niña requiere que dejen su zona de “confort,” las presuposiciones y verdades que han limitado sus posibilidades de entrar al mundo del otro y la otra, de hacer de ese mundo parte del propio, de sentir los dolores y alegrías de la otra persona. Ambos se atreven—primero la mujer, luego Jesús—a derrumbar la frontera a favor de la necesidad de la niña y, como vemos en el relato del hombre mudo, en favor de gentiles que también buscan y necesitan a Jesús.
September 8, 2024