Séptimo Domingo de Pascua

En este texto, Jesús ora específicamente por las personas “que han de creer” en él (v. 20) por el testimonio de quienes lo conocen.

Chi Rho alpha omega
"Chi Rho alpha omega." Image by Leo Reynolds via Flickr; licensed under CC BY-NC-SA 2.0.

May 12, 2013

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Comentario del San Juan 17:20-26



En este texto, Jesús ora específicamente por las personas “que han de creer” en él (v. 20) por el testimonio de quienes lo conocen.

En otras palabras, está rogándole a Dios por cada uno de nosotros y de nosotras. Pide algo muy particular: la unión de todos sus discípulos entre sí y con Dios de una manera análoga nada menos que a la forma de relacionarse de las Tres Personas Divinas. Sería tentador tratar de justificar con este texto la implementación de alguna estructura eclesial universal que garantizara esa unión de un modo formal. Sin embargo, lo que plantea Jesús aquí no es una estructura eclesial sino una manera profunda de relacionarnos que permite el reconocimiento de nuestras particularidades y  características propias. No se trata de una propuesta eclesiológica episcopal o congregacional, por ejemplo. Más bien, Dios nos invita a compartir nada menos que su propia vida trinitaria. Desde allí nos abre caminos para que nuestro testimonio sea veraz y el mundo pueda comprender y creer en el envío de Jesús (v. 21). El ecumenismo más profundo, entonces, no depende de nuestras estructuras eclesiológicas ni de los acuerdos formales entre las denominaciones, sino que emerge de nuestra común-unión en Dios, con Dios y por Dios.

En el v. 22 Jesús afirma que nos ha dado la misma “gloria” que su Padre le dio a él. ¿En qué consiste esta “gloria”? La expresión aparece varias veces en el evangelio de Juan, comenzando por el prólogo donde se afirma que “vimos su gloria” (1:14). Luego en Caná, al transformar el agua en vino, Jesús manifiesta su gloria (2:11). En más de una ocasión expresa que no busca la gloria de los seres humanos ni que tampoco la quiere recibir, sino que solamente busca la gloria de Dios (7:18; 8:50; 8:54; 12:43). Es una gloria que ha compartido con el Padre desde antes de la fundación del mundo (17:5). La palabra “gloria” (en griego doxa) puede significar la opinión o el juicio que se tiene de alguien, pero en el Nuevo Testamento suele vincularse con la idea del esplendor o la luz de Dios. Se trata de una adaptación del concepto hebreo de kabod, es decir, de la luz inefable que caracteriza la magnificencia y la perfección de Dios (ver 2 Co 3:7-8) así como de la shekinah o la presencia de Dios en la tierra acompañando a su pueblo (Ex 24:17). Jesús ofrece compartir esa gloria divina con cada uno de nosotros y de nosotras.

Sin embargo, no debemos confundir la gloria que nos promete Jesús en el v. 22 con un halo de luz ni con una coronita de santos, a la manera del arte cristiano tradicional. Tampoco es la promesa de vivir rodeados de una luz inefable que no nos deje ver la dureza y complejidad de la realidad  que nos toca. Más bien, es una invitación a compartir una manera justa de vivir que es propia de Jesús. Lo que caracteriza a la gloria de Jesús es su justicia, su misericordia, su amor y su fidelidad. Compartir esa “gloria” es algo que solamente se logra gracias al empoderamiento del Espíritu Santo. Por eso es tan apropiado este pasaje como manera de ir acercándonos al día de Pentecostés, que celebraremos el próximo domingo. La gloria de Dios es que andemos en justicia a la manera de Jesús y que la vida de toda la hermosa creación de Dios florezca por la obra del Espíritu Santo. Es un regalo que Dios nos da por su Espíritu y a la vez es un compromiso que asumimos en fe.

Cuando nuestra comunión está marcada por este tipo de “gloria” el mundo se da cuenta y toma nota de ello (v. 23). Facilita la fe de los demás y los “evangeliza” en el sentido más profundo de la expresión: el mensaje de Jesús se torna una buena noticia de Dios. En cambio, cuando nos vivimos peleando y no somos coherentes con el camino de Jesús, se hace muy difícil que el mundo pueda creer que la fe que profesamos tenga que ver con la vida abundante. Más bien, nos volvemos una “mala noticia” para el mundo. El hecho es que a veces nos daría vergüenza invitar a alguien a nuestras iglesias porque sabemos que no le damos la bienvenida de corazón a la gente “de afuera” y que nuestras actitudes colectivas no transmiten en absoluto la forma de ser de Jesús. En lo teórico hablamos del evangelio como buena noticia, pero en lo práctico no se nota en nuestras vidas. Lo que nos ofrece Jesús en este pasaje es un criterio concreto y práctico a la hora de evaluar nuestra conducta eclesial. Nuestra forma de ser, ¿refleja la vida trinitaria de Dios? La “gloria” que nos da Jesús (v. 22) no consiste solamente de nuestro entusiasmo en la alabanza,  la perfección de nuestra liturgia o la capacidad de preparar un buen sermón. Es una forma de vivir que se compromete en todas sus dimensiones -ya sean públicas o privadas, individuales o colectivas- con el camino de Jesús.

En el v. 26 Jesús promete algo más, que es un gran consuelo dadas nuestras incoherencias e imperfecciones: que seguirá dando a conocer el nombre de Dios y el carácter de Dios. En otras palabras, Jesús se compromete a persistir e insistir; no se da por vencido, sino que por su Espíritu sigue revelándonos el carácter del amor de Dios. A pesar de nuestros fracasos y del hecho de que muchas veces el mundo detecta poco y nada de la forma de ser de Dios en nuestras vidas, Jesús quiere que estemos con él y demos testimonio al mundo (v. 24). Desea que conozcamos a Dios de manera profunda y vivificante (v. 25). Su invitación a participar de la unidad y de la vida misma de Dios sigue abierta, pues fluye por la gracia de su amor infinito e incontenible.