Cuarto Domingo después de Pentecostés

El pasaje de este Domingo describe un escenario lleno de dramatismo.

June 24, 2012

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Comentario del San Marcos 4:35-41



El pasaje de este Domingo describe un escenario lleno de dramatismo.

El tema de la tempestad y las aguas que amenazan con la zozobra de la barca y la muerte de los discípulos sirve de marco para ilustrar las vicisitudes de la confianza radical en Dios, muchas veces suspendida entre la duda y la incertidumbre por un lado, y la fe y la seguridad por el otro. La orden de Jesús a la tormenta, que hace alusión al tema del poder creador de Dios frente al caos, es la respuesta a la pregunta ‘retórica’ acerca de Jesús ubicada al final: “¿Quién es este, que aun el viento y el mar lo obedecen?” (v. 41b).

Prescindiendo de los dos primeros versículos que ubican al relato en su contexto (Jesús pide que lo lleven a la otra orilla, se dispone una barca y otras lo siguen), el relato puede dividirse en tres partes. La primera (v. 37) describe un escenario de peligro, una fuerte tormenta que amenaza la barca que transportaba a  Jesús y sus discípulos. Tanta era la virulencia de la borrasca que se nos describe una inminente zozobra. La naturaleza y sus poderes son todos símbolos que consignan lo trascendente; el agua y las olas remiten al caos y la inestabilidad, que aunque es ‘transitable’, puede llegar a ser impredecible. Cabe notar que las aguas son vívidos símbolos del inconsciente, el cual es tanto fuente de creatividad como también de amenaza y acecho. El viento, que en el Antiguo Testamento remite a la presencia o ‘paso’ de Dios, es un hálito de vida como también un portador potencial de la muerte. Y a estos símbolos se añade el de la barca, primitivo referente de la comunidad cristiana, la iglesia. En su conjunto constituyen el tapiz de la situación de la iglesia primitiva: discípulos/as tironeados por la certeza y la duda, la confianza que parece resquebrajarse, el peligroso ‘zarandeo’ de los vientos de la historia.

La segunda parte (v. 38) describe a Jesús durmiendo en la popa de la barca, seguramente en el sitio reservado al timonel (como lo indica la referencia a la almohadilla, que en realidad era la banca), quien es despertado por una pregunta tosca, casi un reproche: “¿No tienes cuidado que perecemos?” A continuación viene el centro de la narración, donde Jesús increpa al viento y le ordena al mar: “¡Calla, enmudece!” Cabe notarse que el llamado al silencio es utilizado por Jesús con los endemoniados (cfr. 1:25). Hay una ‘personificación’ de la naturaleza y sus fuerzas, como si éstas pudiesen ser vehículos de lo divino o de lo demoníaco. El pasaje reverbera con obvias alusiones a elementos míticos del Antiguo Testamento, como la victoria de Dios sobre el caos y la confusión del abismo/aguas (Gn 1:2), la dominación de Yahveh quien reprime las encrespadas olas (Sal 89:10), o el poder de Dios que controla el mar y quiebra el poder del monstruo primordial (Job 26:12). Estos ecos sitúan a Jesús en un plano simbólico/mítico que recrea la disputa entre el orden creador que da vida, y el caos que amenaza con quitarla. La identidad ‘divina’ de Jesús es así puesta de relieve, en el sentido de que lo divino es lo que abre un espacio de calma y bonanza circunscribiendo los efectos deletéreos del caos y la tormenta.

La tercera parte (vv. 40-41) contiene una interpolación propia del evangelio de Marcos: la pregunta sobre la fe. La temática de la furia de la tempestad da lugar al tema de la débil confianza de los discípulos y la presencia apaciguadora de Jesús. Obviamente contiene una reserva de sentido aplicable a todos/as los/as seguidores/as de Jesús, indistintamente de su época y contexto: cuando los vientos arrecian, la fe se pone a prueba. La pregunta final de los discípulos (“¿quién es este, que aun el viento y el mar lo obedecen?”) es una estrategia retórica que invita al oyente a preguntarse sobre la identidad (divina) de Jesús como aquel que tiene poder sobre el caos.  
  
Sugerencias para la predicación
Recomiendo que el predicador/la predicadora relate alguna historia local de caos y tempestad–ya sea natural, histórica o existencial–para enmarcar la temática de la confianza en Dios. Ofrezco el siguiente ejemplo a modo de ilustración:

Años atrás, en un campamento de jóvenes de la iglesia en la playa atlántica de la Argentina, salimos a caminar por la costa agreste. Después de tres kilómetros, había cesado toda señal de civilización: éramos nosotros/as, la naturaleza y Dios. El día había comenzado de maravillas, a pleno sol y con una temperatura más que agradable. El entusiasmo era palpable, y las risas y la conversación se mezclaban con el murmullo del mar, los colores de las dunas y el vaivén de los arbustos. Pero dos kilómetros más adelante las cosas comenzaron a cambiar. Primero fue una franja morada en el horizonte, creciendo sobre las aguas. Minutos después la suave brisa fue reemplazada por una ventisca, y la ventisca por un vendaval. A esa altura el cielo se había tornado una mezcla de negro, gris y azul oscuro, escupiendo furiosas borrascas que amenazaban borrar todo a su paso. Era un huracán. Como pudimos, nos refugiamos entre las hondonadas de los médanos y los pocos arbustos del lugar. La mayoría de los niños gritaban, implorando a Dios que los salvara. Otros estaban estupefactos, paralizados de miedo sin saber cómo reaccionar. Después de un Padrenuestro y diez minutos de infierno, volvió la calma. A nuestro alrededor todo había cambiado, pero lo que más cambió fue algo en nuestro interior. Después de esta furiosa experiencia, nadie volvió a ser el mismo: ¿Intervino Dios protegiendo nuestras vidas? ¿Fue la misma naturaleza la que nos protegió de la naturaleza? ¿Fue una cuestión de suerte?

La historia tiene un final feliz. Milagrosamente, salvo leves heridas, nadie sufrió mayores daños. Pero es de lamentar que no todos los que han experimentado las inclemencias de la naturaleza pueden contar su historia. Huracanes, tornados, tsunamis y terremotos vienen y van, pero lo que queda son vidas segadas o severamente traumatizadas. ¿No tenían razón los discípulos de temer por sus vidas cuando se levantó la fuerte borrasca? ¿Qué o quien nos protege ante los embates de la naturaleza?

Estas son preguntas difíciles, pues como cristianos/as confiamos en un Dios que no sólo nos protege, sino que es el Señor de la historia y de la creación. Pero sus fuerzas y sus dinámicas parecen a veces estar fuera de control, como si fueran demoníacas. Ante las calamidades de la vida–sean estas naturales, históricas o existenciales–Dios parece estar ausente. ¿Pero está Dios realmente ausente o se trata de un Dios escondido, que ante nuestra limitada vista casi parece estar ‘durmiendo’? Acá es donde se prueba la fe que se contrapone al temor generado por la tormenta: no se trata de increpar a Dios (“¿no tienes cuidado que perecemos?”), sino de confesarle como el señor de la vida (éste es a quien aun el viento y el mar lo obedecen). Cuando el temor se transmuta en plegaria, es Dios quien ‘despierta’ reprendiendo las tempestades que nos amenazan: “¡Calla, enmudece!”