Cristo Rey es el último domingo del año eclesiástico que celebra la realeza y el señorío de Jesús. El Pantocrátor del Sinaí, del monasterio de Santa Catalina en Egipto, posee el ícono del Todopoderoso más celebre en el mundo ortodoxo, pintado en el siglo VI. La imagen nos presenta a Jesús bendiciendo con su mano derecha y sosteniendo los evangelios con su mano izquierda.
La comunidad juánica, en el libro del Apocalipsis, afirma la realeza y señorío cósmico de Jesús utilizando el descriptivo del alfa y la omega: “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Ap 1:8; véase también Ap 21:6 y 22:13). Esta descripción afirma el credo más antiguo de la fe cristiana: “Jesús es el Señor.”
Los ciudadanos romanos demostraban su lealtad al emperador y al imperio juramentando públicamente kaisar kurios (“César es el señor”). La comunidad cristiana primitiva, afirmó, tal vez en forma desafiante y con un tono de resistencia: “Jesús es el Señor.” Esto podía provocar la ira del imperio con consecuencias funestas, como lo atestiguan las horribles persecuciones y torturas para los miembros de la incipiente comunidad cristiana.
La lectura de Juan 18:33–37 nos presenta la narrativa del juicio de Jesús ante Pilatos. Es notable que sea la lectura seleccionada por el leccionario común para celebrar el señorío y la realeza de Jesús. Un estudio detenido de la perícopa nos presenta unos detalles interesantes y significativos.
El erudito bíblico Raymond Brown, en su comentario sobre el evangelio de Juan, cataloga la narrativa en escenas, realzando la habilidad literaria de la comunidad que nos legó el evangelio.1 La primera escena presenta el diálogo entre Pilato y los líderes religiosos que le llevaron a Jesús para ser juzgado. La segunda escena es el diálogo entre Pilato y Jesús. “¿Eres tú el Rey de los judíos?” (v. 33). La pregunta tiene peso. Pilato, representante del poder político del imperio, trata de auscultar si en verdad es un caso de sedición, como aducen los líderes religiosos. La pregunta los lleva a un intercambio sobre el reinado de Jesús que, según este último, no es de este mundo.
Jesús contrapone la visión del reinado del imperio, cuya base es el poder político basado en el dominio, con la de su reino, que “no es de este mundo” (v. 36). El reinado de Jesús abre y señala el proyecto de vida de Dios para toda la creación que irrumpe con su nacimiento: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!” (Mc 1:15). La base del reinado de Jesús es el amor y la relacionalidad y la convivencia entre las criaturas y entre las criaturas y el creador, que tiene su origen en la esencia de Dios. La palabra para reinado en el idioma inglés es kingdom. La teóloga católica romana Ada María Isasi-Diaz, en su teología mujerista, nos habla del “kin-dom.”2 El reino de Dios no es un reino de coerción, dominación y explotación. El reino de Dios es una relación de parentela (kin en el idioma inglés) que refleja el propósito de Dios en la creación: Dios desea que el mundo sea un reflejo de la comunidad que es la Trinidad.
Este reino no es de construcción humana; viene de Dios. Con Jesús y en Jesús, hemos recibido el anticipo de este reino. En el aquí y ahora podemos vivir en el “ya pero todavía no.” Nuestras relaciones con el otro y la otra y la construcción de la convivencia humana siguen teniendo sus límites. De manera imperfecta, vivimos en el ahora el proyecto de vida de Dios en Jesús: “La actualización del reinado de Dios es futura, pero este futuro determina nuestro presente.”3
Hace casi tres décadas, mientras servía como Obispo del Sínodo del Caribe, uno de los colegas en la Conferencia de Obispos compartió conmigo una definición de fe y esperanza que había escuchado de su colega episcopal en Denver: “Fe es la habilidad de escuchar la melodía del futuro y esperanza es la valentía para danzar al son de su ritmo aquí y ahora.” Aunque no construimos el reino de Dios, sí hemos escuchado su melodía a través de Jesús. En el poder del Espíritu Santo, somos llamados/as a recrear espacios de esperanza como signos anticipativos del reino. Recordemos, como nos enseñó Paul Tillich, que un signo participa de la realidad hacia la cual apunta. Participamos de la realidad del reino trabajando en favor de comunidades alternativas, donde el amor de Dios impera como el modo de vivir. Como señala Douglas Hare, ese amor es “un compromiso obstinado e inquebrantable.”4
El reinado y señorío de Jesús, el Pantocrátor (el Todopoderoso), no sacia el apetito por el poder y el dominio de los reinos del mundo. Es un reinado caracterizado por la sujeción al servicio al prójimo en amor y humildad, sin esperar nada a cambio.
La imagen del Cristo Rey, que cierra el año litúrgico, es puesta en su justa perspectiva por la celebración que abre el calendario litúrgico: el adviento. El tiempo en el cual nos preparamos para recibir la verdad de Dios, el verbo hecho carne, nacido entre los animales en un establo maloliente en Belén.
Jesús recibió el reino de parte de Dios y al final lo entregará de nuevo a Dios (1 Co 15:24).
Notas
Raymond E. Brown, The Gospel According to John, vol. 2 (New York: Doubleday, 1981), 865–869.
Cristo Rey es el último domingo del año eclesiástico que celebra la realeza y el señorío de Jesús. El Pantocrátor del Sinaí, del monasterio de Santa Catalina en Egipto, posee el ícono del Todopoderoso más celebre en el mundo ortodoxo, pintado en el siglo VI. La imagen nos presenta a Jesús bendiciendo con su mano derecha y sosteniendo los evangelios con su mano izquierda.
La comunidad juánica, en el libro del Apocalipsis, afirma la realeza y señorío cósmico de Jesús utilizando el descriptivo del alfa y la omega: “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Ap 1:8; véase también Ap 21:6 y 22:13). Esta descripción afirma el credo más antiguo de la fe cristiana: “Jesús es el Señor.”
Los ciudadanos romanos demostraban su lealtad al emperador y al imperio juramentando públicamente kaisar kurios (“César es el señor”). La comunidad cristiana primitiva, afirmó, tal vez en forma desafiante y con un tono de resistencia: “Jesús es el Señor.” Esto podía provocar la ira del imperio con consecuencias funestas, como lo atestiguan las horribles persecuciones y torturas para los miembros de la incipiente comunidad cristiana.
La lectura de Juan 18:33–37 nos presenta la narrativa del juicio de Jesús ante Pilatos. Es notable que sea la lectura seleccionada por el leccionario común para celebrar el señorío y la realeza de Jesús. Un estudio detenido de la perícopa nos presenta unos detalles interesantes y significativos.
El erudito bíblico Raymond Brown, en su comentario sobre el evangelio de Juan, cataloga la narrativa en escenas, realzando la habilidad literaria de la comunidad que nos legó el evangelio.1 La primera escena presenta el diálogo entre Pilato y los líderes religiosos que le llevaron a Jesús para ser juzgado. La segunda escena es el diálogo entre Pilato y Jesús. “¿Eres tú el Rey de los judíos?” (v. 33). La pregunta tiene peso. Pilato, representante del poder político del imperio, trata de auscultar si en verdad es un caso de sedición, como aducen los líderes religiosos. La pregunta los lleva a un intercambio sobre el reinado de Jesús que, según este último, no es de este mundo.
Jesús contrapone la visión del reinado del imperio, cuya base es el poder político basado en el dominio, con la de su reino, que “no es de este mundo” (v. 36). El reinado de Jesús abre y señala el proyecto de vida de Dios para toda la creación que irrumpe con su nacimiento: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!” (Mc 1:15). La base del reinado de Jesús es el amor y la relacionalidad y la convivencia entre las criaturas y entre las criaturas y el creador, que tiene su origen en la esencia de Dios. La palabra para reinado en el idioma inglés es kingdom. La teóloga católica romana Ada María Isasi-Diaz, en su teología mujerista, nos habla del “kin-dom.”2 El reino de Dios no es un reino de coerción, dominación y explotación. El reino de Dios es una relación de parentela (kin en el idioma inglés) que refleja el propósito de Dios en la creación: Dios desea que el mundo sea un reflejo de la comunidad que es la Trinidad.
Este reino no es de construcción humana; viene de Dios. Con Jesús y en Jesús, hemos recibido el anticipo de este reino. En el aquí y ahora podemos vivir en el “ya pero todavía no.” Nuestras relaciones con el otro y la otra y la construcción de la convivencia humana siguen teniendo sus límites. De manera imperfecta, vivimos en el ahora el proyecto de vida de Dios en Jesús: “La actualización del reinado de Dios es futura, pero este futuro determina nuestro presente.”3
Hace casi tres décadas, mientras servía como Obispo del Sínodo del Caribe, uno de los colegas en la Conferencia de Obispos compartió conmigo una definición de fe y esperanza que había escuchado de su colega episcopal en Denver: “Fe es la habilidad de escuchar la melodía del futuro y esperanza es la valentía para danzar al son de su ritmo aquí y ahora.” Aunque no construimos el reino de Dios, sí hemos escuchado su melodía a través de Jesús. En el poder del Espíritu Santo, somos llamados/as a recrear espacios de esperanza como signos anticipativos del reino. Recordemos, como nos enseñó Paul Tillich, que un signo participa de la realidad hacia la cual apunta. Participamos de la realidad del reino trabajando en favor de comunidades alternativas, donde el amor de Dios impera como el modo de vivir. Como señala Douglas Hare, ese amor es “un compromiso obstinado e inquebrantable.”4
El reinado y señorío de Jesús, el Pantocrátor (el Todopoderoso), no sacia el apetito por el poder y el dominio de los reinos del mundo. Es un reinado caracterizado por la sujeción al servicio al prójimo en amor y humildad, sin esperar nada a cambio.
La imagen del Cristo Rey, que cierra el año litúrgico, es puesta en su justa perspectiva por la celebración que abre el calendario litúrgico: el adviento. El tiempo en el cual nos preparamos para recibir la verdad de Dios, el verbo hecho carne, nacido entre los animales en un establo maloliente en Belén.
Jesús recibió el reino de parte de Dios y al final lo entregará de nuevo a Dios (1 Co 15:24).
Notas