El capítulo 2 de San Mateo comienza con una tensión implícita.1
El hecho que se narra sucede “en días del rey Herodes” (v. 1), pero “unos sabios” vienen a Herodes buscando a otro rey—“el rey de los judíos” que acababa de nacer (v. 2). Tenemos problemas cuando hay dos gallos en el gallinero. Una vez nacido el niño mencionado en el v. 1, esperamos un escenario dramático.
En esa época, en la que Herodes “el Grande” ocupaba el trono en Jerusalén, todos eran afectados por su manera de ejercer el poder (v. 3). También todos conocían el dicho de que Herodes prefería matar a uno de sus hijos antes que a uno de sus cerdos. De hecho, se sabe que Herodes mandó a matar a unos hijos suyos porque creyó que tenían intenciones de apoderarse de su trono. A los cerdos, en cambio, los preservaba, porque Herodes cuidaba mucho su imagen de buen judío.
El otro rey, Jesús, nace sin trono en un pueblo pequeño como hijo de una pareja común. Sin embargo, es esperado y buscado por los sabios y su lugar ha sido marcado por una señal cósmica—una estrella (vv. 1-2). Pero más no sabemos de él al principio. Sólo oímos las palabras del profeta que repiten los sabios a Herodes: “de ti [Belén] saldrá un guiador, que apacentará a mi pueblo Israel” (v. 6). Y con estas dos pistas, “Belén, de la tierra de Judá,” y la referencia a “un guiador” que alimenta al pueblo de Dios (v. 6), nos acordamos de que el rey David era de Belén. De joven, David guiaba y alimentaba a los rebaños de su familia, y después, cuando llegó a ser rey, guió y alimentó a los hijos e hijas de Dios. Es decir, Mateo pinta a Herodes—el rey político y actual—como un tirano. Y contrasta a ese rey con un rey niño, Jesús, descubierto en Belén, al igual que el rey David, su antepasado (Mt 1:20), tan querido por los judíos.
Mateo menciona que “toda Jerusalén” se turbó con Herodes (v. 3). La tensión del conflicto entre los dos reyes se extiende a las dos ciudades, y a la gente asociada con cada ciudad. Belén, la antigua ciudad del rey David, es más bien un pueblo, conocido como “la más pequeña entre los príncipes de Judá” (v. 6). Jerusalén, en cambio, es la gran ciudad del rey Herodes, ocupada y apoyada por el imperio romano y los soldados de la pax romana.
Los que vivían en Jerusalén recibían apoyo económico de parte del rey Herodes para el desarrollo de sus proyectos de construcción—teatros, gimnasios, piscinas, acueductos, fuentes públicas, fiestas públicas. En Jerusalén, Herodes se ganó el favor de los judíos, sus sujetos, al regalarles estos grandes proyectos, dorados y caros, como lo fue también el de la renovación y expansión del templo de Dios. Pero Herodes pagó todos estos proyectos con los impuestos recaudados entre la gente del campo que trabajaba la tierra fuera de Jerusalén y entre los mercaderes que vivían en pueblos como Belén. Y mientras que los ciudadanos de Jerusalén recibían edificios caros y dignos, la mayoría de la gente que vivía en el campo sufría hambre y vivía en casas pobres, o debían dormir al aire libre con sus manadas. Herodes daba mucho a Jerusalén y compraba de este modo la adoración de sus sujetos, pero la gente no confiaba en él y en las afueras seguían sufriendo. Anhelaban la llegada de “un guiador” que ante todo les diera suficiente de comer (v. 6).
Jesús, a diferencia de Herodes, no tiene nada que dar. Tiene que dormir en una cama prestada en Belén, completamente dependiente de su familia humana. No tiene recursos para ayudar a los que sufren la presión tributaria impuesta por Herodes y por el imperio romano. Tampoco tiene edad para guiarlos como su ilustre antepasado el rey David, por lo menos, no todavía.
La verdad es que la gente judía no necesitaba edificios finos, ni regalos, ni favores del rey Herodes. Necesitaban salir de la opresión económica, y de la desesperación de no poder proveer a sus familias. La opresión que experimentaban bajo el reino de Herodes y el conflicto narrado por Mateo entre dos reyes “de los judíos”—Herodes y Jesús—traen a la memoria el éxodo. En el tiempo de Moisés, los judíos vivían bajo la mano opresiva de Egipto. Ahora viven bajo el poder de Herodes. Entonces vivían bajo la mano del faraón (o “rey”) de Egipto y ahora viven bajo el trono de Herodes. La masacre que provoca Herodes cuando manda “matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores” (Mt 2:16) recuerda lo sufrido por los judíos en Egipto hasta que Dios “oyó el gemido” de su pueblo y “miró” y “conoció su condición” (Ex 2:24-25). Según el relato de Mateo, también Dios interviene, en este caso para anticiparse a la matanza de Herodes y rescatar a la sagrada familia, haciéndola salir para Egipto (Mt 2:13). Allí es donde la familia permanece hasta que reciben la indicación de que pueden retornar a “tierra de Israel” y establecerse en Nazaret, en la región de Galilea (Mt 2:19-23).
Para Mateo, el niño Jesús encarna una promesa y representa la esperanza de un reino nuevo para los judíos. ¡Y no sólo los judíos! Llegan unos extranjeros del oriente. Ellos no son judíos; son gentiles, pero reconocen a este rey de los judíos y le ofrendan regalos. Cada año celebramos la visita de los llamados “tres reyes magos” al niño Jesús (y su bautismo) el seis de enero, justamente como la epifanía de nuestro Señor a los gentiles. Es un rasgo sutil en este evangelio, porque de los cuatro evangelistas, Mateo es el que más se enfoca en las tradiciones judías, a tal punto que presenta a Jesús como un nuevo Moisés (Mt 5-8). Pero en nuestro texto, los sabios del oriente representan a los gentiles que llegarían a alabar al rey judío (Mt 4:15-16).
¿Quién gana en la competencia entre estos dos reyes? Mateo nos lo dice claramente: gana el niño, el rey de los judíos, el Cristo (v. 4) de quienes habían sufrido política, social y económicamente en Egipto y que ahora sufren bajo Herodes y el imperio romano.
El capítulo 2 de San Mateo comienza con una tensión implícita.1
El hecho que se narra sucede “en días del rey Herodes” (v. 1), pero “unos sabios” vienen a Herodes buscando a otro rey—“el rey de los judíos” que acababa de nacer (v. 2). Tenemos problemas cuando hay dos gallos en el gallinero. Una vez nacido el niño mencionado en el v. 1, esperamos un escenario dramático.
En esa época, en la que Herodes “el Grande” ocupaba el trono en Jerusalén, todos eran afectados por su manera de ejercer el poder (v. 3). También todos conocían el dicho de que Herodes prefería matar a uno de sus hijos antes que a uno de sus cerdos. De hecho, se sabe que Herodes mandó a matar a unos hijos suyos porque creyó que tenían intenciones de apoderarse de su trono. A los cerdos, en cambio, los preservaba, porque Herodes cuidaba mucho su imagen de buen judío.
El otro rey, Jesús, nace sin trono en un pueblo pequeño como hijo de una pareja común. Sin embargo, es esperado y buscado por los sabios y su lugar ha sido marcado por una señal cósmica—una estrella (vv. 1-2). Pero más no sabemos de él al principio. Sólo oímos las palabras del profeta que repiten los sabios a Herodes: “de ti [Belén] saldrá un guiador, que apacentará a mi pueblo Israel” (v. 6). Y con estas dos pistas, “Belén, de la tierra de Judá,” y la referencia a “un guiador” que alimenta al pueblo de Dios (v. 6), nos acordamos de que el rey David era de Belén. De joven, David guiaba y alimentaba a los rebaños de su familia, y después, cuando llegó a ser rey, guió y alimentó a los hijos e hijas de Dios. Es decir, Mateo pinta a Herodes—el rey político y actual—como un tirano. Y contrasta a ese rey con un rey niño, Jesús, descubierto en Belén, al igual que el rey David, su antepasado (Mt 1:20), tan querido por los judíos.
Mateo menciona que “toda Jerusalén” se turbó con Herodes (v. 3). La tensión del conflicto entre los dos reyes se extiende a las dos ciudades, y a la gente asociada con cada ciudad. Belén, la antigua ciudad del rey David, es más bien un pueblo, conocido como “la más pequeña entre los príncipes de Judá” (v. 6). Jerusalén, en cambio, es la gran ciudad del rey Herodes, ocupada y apoyada por el imperio romano y los soldados de la pax romana.
Los que vivían en Jerusalén recibían apoyo económico de parte del rey Herodes para el desarrollo de sus proyectos de construcción—teatros, gimnasios, piscinas, acueductos, fuentes públicas, fiestas públicas. En Jerusalén, Herodes se ganó el favor de los judíos, sus sujetos, al regalarles estos grandes proyectos, dorados y caros, como lo fue también el de la renovación y expansión del templo de Dios. Pero Herodes pagó todos estos proyectos con los impuestos recaudados entre la gente del campo que trabajaba la tierra fuera de Jerusalén y entre los mercaderes que vivían en pueblos como Belén. Y mientras que los ciudadanos de Jerusalén recibían edificios caros y dignos, la mayoría de la gente que vivía en el campo sufría hambre y vivía en casas pobres, o debían dormir al aire libre con sus manadas. Herodes daba mucho a Jerusalén y compraba de este modo la adoración de sus sujetos, pero la gente no confiaba en él y en las afueras seguían sufriendo. Anhelaban la llegada de “un guiador” que ante todo les diera suficiente de comer (v. 6).
Jesús, a diferencia de Herodes, no tiene nada que dar. Tiene que dormir en una cama prestada en Belén, completamente dependiente de su familia humana. No tiene recursos para ayudar a los que sufren la presión tributaria impuesta por Herodes y por el imperio romano. Tampoco tiene edad para guiarlos como su ilustre antepasado el rey David, por lo menos, no todavía.
La verdad es que la gente judía no necesitaba edificios finos, ni regalos, ni favores del rey Herodes. Necesitaban salir de la opresión económica, y de la desesperación de no poder proveer a sus familias. La opresión que experimentaban bajo el reino de Herodes y el conflicto narrado por Mateo entre dos reyes “de los judíos”—Herodes y Jesús—traen a la memoria el éxodo. En el tiempo de Moisés, los judíos vivían bajo la mano opresiva de Egipto. Ahora viven bajo el poder de Herodes. Entonces vivían bajo la mano del faraón (o “rey”) de Egipto y ahora viven bajo el trono de Herodes. La masacre que provoca Herodes cuando manda “matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores” (Mt 2:16) recuerda lo sufrido por los judíos en Egipto hasta que Dios “oyó el gemido” de su pueblo y “miró” y “conoció su condición” (Ex 2:24-25). Según el relato de Mateo, también Dios interviene, en este caso para anticiparse a la matanza de Herodes y rescatar a la sagrada familia, haciéndola salir para Egipto (Mt 2:13). Allí es donde la familia permanece hasta que reciben la indicación de que pueden retornar a “tierra de Israel” y establecerse en Nazaret, en la región de Galilea (Mt 2:19-23).
Para Mateo, el niño Jesús encarna una promesa y representa la esperanza de un reino nuevo para los judíos. ¡Y no sólo los judíos! Llegan unos extranjeros del oriente. Ellos no son judíos; son gentiles, pero reconocen a este rey de los judíos y le ofrendan regalos. Cada año celebramos la visita de los llamados “tres reyes magos” al niño Jesús (y su bautismo) el seis de enero, justamente como la epifanía de nuestro Señor a los gentiles. Es un rasgo sutil en este evangelio, porque de los cuatro evangelistas, Mateo es el que más se enfoca en las tradiciones judías, a tal punto que presenta a Jesús como un nuevo Moisés (Mt 5-8). Pero en nuestro texto, los sabios del oriente representan a los gentiles que llegarían a alabar al rey judío (Mt 4:15-16).
¿Quién gana en la competencia entre estos dos reyes? Mateo nos lo dice claramente: gana el niño, el rey de los judíos, el Cristo (v. 4) de quienes habían sufrido política, social y económicamente en Egipto y que ahora sufren bajo Herodes y el imperio romano.
Notas: