Poco antes de mi ordenación, me invitaron a predicar en una reunión del presbiterio. La oportunidad me tenía muy nerviosa. No era solo por sentirme principiante. Yo era la única mujer latina en todo el presbiterio. ¿Qué decir sobre el pasaje bíblico que este cuerpo eclesial ya no supiera?
A los pocos días, me soñé subiendo al púlpito, con las hojas del sermón organizadas en mi carpeta. Poco después de comenzar a predicar, sopló de repente un viento fuerte de mi izquierda a la derecha, que hizo volar casi todas las páginas del sermón al suelo. Desesperada, miré las que me quedaban y vi el número de páginas: 1, 4, 7, 10. ¡Me faltaban la mayoría! No tenía ninguna página que le siguiera a la otra. No podría predicar solo con las páginas que me quedaban. Nada tenía sentido. Me quedé muda.
Miré y noté que las hojas que me faltaban habían caído entre las personas que estaban sentadas en las primeras bancas. Eran personas humildes, de color. No eran pastores ni pastoras. De repente comenzó un desorden y dichas personas empezaron a jugar con las hojas, tirándoselas, convirtiéndolas en pelotitas y llevándoselas felices afuera del templo.
Las buenas nuevas de Cristo nos conducen al mundo para transformarlo
El pasaje de Mateo que nos ocupa en esta oportunidad culmina un tiempo de instrucción dirigido a los/as discípulos/as de Jesús.
Desde este momento, queda claro que ser discípulo/a de Jesús requerirá humildad y confianza, tanto en la providencia de Dios (Mt 10:9-10), como en los dones espirituales (Mt 10:1) que Jesús ha impartido sobre cada uno/a de ellos/as para que puedan llevar adelante su ministerio y ser instrumentos de la gracia de su Padre (Mt 10:20) entre las ovejas perdidas de Israel (Mt 10:6).
El trabajo no será fácil. Al igual que su maestro, vivirán experiencias maravillosas, pero también sufrirán rechazos y peligros que les demandarán andar con astucia y sencillez (Mt 10:16), misericordia y sabiduría, tanto para hablar (Mt 10:18), como para saber dónde ir y cuándo irse de un lugar (Mt 10:11-14).
El maestro que llama a su Dios “Padre” ahora llama a sus discípulos/as “pequeños.” La cercanía de Jesús con sus discípulos/as es íntima y preciosa. Por eso, cualquier demostración de gracia en su favor, hasta para darles un sencillo vaso de agua fresca, será recompensada con el mismo honor que se les rinde a quienes ofrecen apoyo a los profetas y justos de Israel. Sus discípulos/as valen tanto como ellos y cuentan con el favor de Jesús en tanto y en cuanto le sirvan fielmente (Mt 10:32).
Para nuestro tiempo
Cuando me quedé muda en mi sueño, aun conociendo el pasaje del evangelio, me di cuenta de que conocer la Escritura no es suficiente para ser pastora. Conocer la buena nueva de Cristo y compartirla no es impresionar a los colegas del presbiterio con un sermón original, sino que requiere salir al mundo a descubrir la buena nueva del evangelio entre aquellas personas para quienes fue escrito.
Este mensaje fue clave en los siguientes catorce años de mi ministerio, y continúan llevándome a cuestionar el ministerio de la iglesia. Si el llamado de Jesús movilizó a los/as discípulos/as y les hizo salir a proclamar el reino en un mundo en crisis, ¿por qué medimos el éxito de la iglesia contando el número de personas que llegan el domingo al templo?
Hemos construido la iglesia como institución para hacer discípulos/as, pero servimos mayormente a nuestros propios miembros. Nos hemos separado del mundo, cuando la idea era ir al mundo a predicar el reino.
¿A quién le estamos dejando el rol de ministrar y proclamar el reino para el resto del mundo?
No es de sorprendernos que ante la crisis ambiental y climática la gente se pregunte dónde está la iglesia o qué dice la iglesia ante estas crisis de nuestro tiempo.
Cuando estudié en el seminario, hebreo y griego eran obligatorios, pero “justicia ecológica” y “ministerio rural y urbano” eran materias electivas.
¿Qué implica proclamar la cercanía del reino en nuestra comunidad hoy? Tal como Jesús se los mandó a los primeros discípulos, también nuestra proclamación debe ir de la mano de acciones de sanación y justicia.
Jesús nos dirá algún día si lo que hicimos estuvo o no a la altura de un discipulado. Tal vez esta no deba ser nuestra preocupación principal. Sí lo debe ser el asegurarnos, como lo manda Jesús, que también en nuestro tiempo reciban su recompensa aquellas personas que les den, aunque más no sea un vaso de agua, a uno de sus pequeños, como a profetas y justos.
¿Quiénes son las y los profetas en nuestra comunidad, que trabajan por el bien de nuestras vidas y las próximas generaciones y que necesitan un mínimo de nuestro apoyo? Es hora de darles, por lo menos, un vaso de agua fresca.
Y si nos inunda el temor, al sospechar que Jesús nos está llamando a ser discípulos/as en un mundo con crisis ambiental y climática, consideremos las palabras de Marianne Williamson:
Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro miedo más profundo es que somos poderosos/as más allá de toda medida. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos asusta. Nos preguntamos: “¿Quién soy yo para ser brillante, magnífico, talentoso, fabuloso?” En realidad, ¿quién eres que no puedas serlo? Eres un hijo o hija de Dios. Que te hagas el pequeño o la pequeña no sirve al mundo. No hay nada de iluminado en encogerse para que los demás no se sientan inseguros a tu alrededor. Todos/as estamos hechos/as para brillar, como los niños. Hemos nacido para manifestar la gloria de Dios que hay en nosotros/as. No está sólo en algunos de nosotros/as; está en todos/as. Y cuando dejamos que brille nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a las demás personas para que hagan lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia libera automáticamente a las demás personas.¹
Quienes estén prestos para recibir la buena nueva, la recibirán con gusto y se la llevarán al mundo con la ayuda de la ruah, el viento de Dios, para dar sus frutos. Lo mismo sucede en la naturaleza con el fenómeno de la dispersión de las semillas, llevada a cabo por los animales y las plantas, a través del viento y del agua.² Cada criatura tiene una función para asegurar que continúe la vida.
En estos días muchas personas estuvimos pegadas a las pantallas deseando escuchar buenas noticias para los cinco tripulantes del sumergible Titan. Posiblemente hasta oramos por ellos. En este caso, solamente especialistas en rescates y las profundidades del mar podían resolver la crisis. En el caso del bienestar de nuestro planeta, las soluciones todavía están en las manos de todas las personas.
Es hora de ser como los murciélagos y las aves, que comen los frutos y esparcen con su estiércol las semillas por los lugares más variados. O como las ardillas que juntan las semillas y las entierran, y luego, con la ayuda del tiempo y el clima, las semillas germinan dando nacimiento a nuevos arbolitos.
Es hora de ser como las semillas que son como el velcro y atarnos a cada oportunidad que tengamos para llevar las buenas nuevas a nuestra comunidad, más allá de nuestro propio jardín. O sembrarnos al lado de los cuerpos de agua, como el coco de mar, para que se lleve flotando su buena nueva, por miles de millas de distancia, hasta encontrar un sitio adecuado para germinar.
La naturaleza es sabia. Somos parte de ella y tenemos las semillas del reino en nosotras y nosotros. Por eso, es hora de preocuparnos menos por quién viene a la iglesia y más por hacia dónde nos están llevando las buenas nuevas del reino que predicamos en la iglesia, para seguir por ese camino con alegría y confianza en Jesucristo con el propósito de salvar al mundo.
Poco antes de mi ordenación, me invitaron a predicar en una reunión del presbiterio. La oportunidad me tenía muy nerviosa. No era solo por sentirme principiante. Yo era la única mujer latina en todo el presbiterio. ¿Qué decir sobre el pasaje bíblico que este cuerpo eclesial ya no supiera?
A los pocos días, me soñé subiendo al púlpito, con las hojas del sermón organizadas en mi carpeta. Poco después de comenzar a predicar, sopló de repente un viento fuerte de mi izquierda a la derecha, que hizo volar casi todas las páginas del sermón al suelo. Desesperada, miré las que me quedaban y vi el número de páginas: 1, 4, 7, 10. ¡Me faltaban la mayoría! No tenía ninguna página que le siguiera a la otra. No podría predicar solo con las páginas que me quedaban. Nada tenía sentido. Me quedé muda.
Miré y noté que las hojas que me faltaban habían caído entre las personas que estaban sentadas en las primeras bancas. Eran personas humildes, de color. No eran pastores ni pastoras. De repente comenzó un desorden y dichas personas empezaron a jugar con las hojas, tirándoselas, convirtiéndolas en pelotitas y llevándoselas felices afuera del templo.
Las buenas nuevas de Cristo nos conducen al mundo para transformarlo
El pasaje de Mateo que nos ocupa en esta oportunidad culmina un tiempo de instrucción dirigido a los/as discípulos/as de Jesús.
Desde este momento, queda claro que ser discípulo/a de Jesús requerirá humildad y confianza, tanto en la providencia de Dios (Mt 10:9-10), como en los dones espirituales (Mt 10:1) que Jesús ha impartido sobre cada uno/a de ellos/as para que puedan llevar adelante su ministerio y ser instrumentos de la gracia de su Padre (Mt 10:20) entre las ovejas perdidas de Israel (Mt 10:6).
El trabajo no será fácil. Al igual que su maestro, vivirán experiencias maravillosas, pero también sufrirán rechazos y peligros que les demandarán andar con astucia y sencillez (Mt 10:16), misericordia y sabiduría, tanto para hablar (Mt 10:18), como para saber dónde ir y cuándo irse de un lugar (Mt 10:11-14).
El maestro que llama a su Dios “Padre” ahora llama a sus discípulos/as “pequeños.” La cercanía de Jesús con sus discípulos/as es íntima y preciosa. Por eso, cualquier demostración de gracia en su favor, hasta para darles un sencillo vaso de agua fresca, será recompensada con el mismo honor que se les rinde a quienes ofrecen apoyo a los profetas y justos de Israel. Sus discípulos/as valen tanto como ellos y cuentan con el favor de Jesús en tanto y en cuanto le sirvan fielmente (Mt 10:32).
Para nuestro tiempo
Cuando me quedé muda en mi sueño, aun conociendo el pasaje del evangelio, me di cuenta de que conocer la Escritura no es suficiente para ser pastora. Conocer la buena nueva de Cristo y compartirla no es impresionar a los colegas del presbiterio con un sermón original, sino que requiere salir al mundo a descubrir la buena nueva del evangelio entre aquellas personas para quienes fue escrito.
Este mensaje fue clave en los siguientes catorce años de mi ministerio, y continúan llevándome a cuestionar el ministerio de la iglesia. Si el llamado de Jesús movilizó a los/as discípulos/as y les hizo salir a proclamar el reino en un mundo en crisis, ¿por qué medimos el éxito de la iglesia contando el número de personas que llegan el domingo al templo?
Hemos construido la iglesia como institución para hacer discípulos/as, pero servimos mayormente a nuestros propios miembros. Nos hemos separado del mundo, cuando la idea era ir al mundo a predicar el reino.
¿A quién le estamos dejando el rol de ministrar y proclamar el reino para el resto del mundo?
No es de sorprendernos que ante la crisis ambiental y climática la gente se pregunte dónde está la iglesia o qué dice la iglesia ante estas crisis de nuestro tiempo.
Cuando estudié en el seminario, hebreo y griego eran obligatorios, pero “justicia ecológica” y “ministerio rural y urbano” eran materias electivas.
¿Qué implica proclamar la cercanía del reino en nuestra comunidad hoy? Tal como Jesús se los mandó a los primeros discípulos, también nuestra proclamación debe ir de la mano de acciones de sanación y justicia.
Jesús nos dirá algún día si lo que hicimos estuvo o no a la altura de un discipulado. Tal vez esta no deba ser nuestra preocupación principal. Sí lo debe ser el asegurarnos, como lo manda Jesús, que también en nuestro tiempo reciban su recompensa aquellas personas que les den, aunque más no sea un vaso de agua, a uno de sus pequeños, como a profetas y justos.
¿Quiénes son las y los profetas en nuestra comunidad, que trabajan por el bien de nuestras vidas y las próximas generaciones y que necesitan un mínimo de nuestro apoyo? Es hora de darles, por lo menos, un vaso de agua fresca.
Y si nos inunda el temor, al sospechar que Jesús nos está llamando a ser discípulos/as en un mundo con crisis ambiental y climática, consideremos las palabras de Marianne Williamson:
Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro miedo más profundo es que somos poderosos/as más allá de toda medida. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos asusta. Nos preguntamos: “¿Quién soy yo para ser brillante, magnífico, talentoso, fabuloso?” En realidad, ¿quién eres que no puedas serlo? Eres un hijo o hija de Dios. Que te hagas el pequeño o la pequeña no sirve al mundo. No hay nada de iluminado en encogerse para que los demás no se sientan inseguros a tu alrededor. Todos/as estamos hechos/as para brillar, como los niños. Hemos nacido para manifestar la gloria de Dios que hay en nosotros/as. No está sólo en algunos de nosotros/as; está en todos/as. Y cuando dejamos que brille nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a las demás personas para que hagan lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia libera automáticamente a las demás personas.¹
Quienes estén prestos para recibir la buena nueva, la recibirán con gusto y se la llevarán al mundo con la ayuda de la ruah, el viento de Dios, para dar sus frutos. Lo mismo sucede en la naturaleza con el fenómeno de la dispersión de las semillas, llevada a cabo por los animales y las plantas, a través del viento y del agua.² Cada criatura tiene una función para asegurar que continúe la vida.
En estos días muchas personas estuvimos pegadas a las pantallas deseando escuchar buenas noticias para los cinco tripulantes del sumergible Titan. Posiblemente hasta oramos por ellos. En este caso, solamente especialistas en rescates y las profundidades del mar podían resolver la crisis. En el caso del bienestar de nuestro planeta, las soluciones todavía están en las manos de todas las personas.
Es hora de ser como los murciélagos y las aves, que comen los frutos y esparcen con su estiércol las semillas por los lugares más variados. O como las ardillas que juntan las semillas y las entierran, y luego, con la ayuda del tiempo y el clima, las semillas germinan dando nacimiento a nuevos arbolitos.
Es hora de ser como las semillas que son como el velcro y atarnos a cada oportunidad que tengamos para llevar las buenas nuevas a nuestra comunidad, más allá de nuestro propio jardín. O sembrarnos al lado de los cuerpos de agua, como el coco de mar, para que se lleve flotando su buena nueva, por miles de millas de distancia, hasta encontrar un sitio adecuado para germinar.
La naturaleza es sabia. Somos parte de ella y tenemos las semillas del reino en nosotras y nosotros. Por eso, es hora de preocuparnos menos por quién viene a la iglesia y más por hacia dónde nos están llevando las buenas nuevas del reino que predicamos en la iglesia, para seguir por ese camino con alegría y confianza en Jesucristo con el propósito de salvar al mundo.
Notas: