El evangelio de hoy, desde su inicio, refleja la situación crítica que está viviendo la comunidad debido al ambiente hostil de persecución por parte de las autoridades civiles romanas y religiosas judaicas. De hecho, los versículos finales de Juan 13 corroboran el peligro inminente cuando anuncian, de un lado, la traición de Judas, y de otro, la negación de Pedro. La comunidad, y en especial los discípulos, están en crisis porque no entienden cómo Jesús en su condición de reo de muerte los puede ayudar a alcanzar la felicidad que añoran sus corazones en medio de tanta turbulencia, o, mejor dicho, cómo el camino de Jesús los puede salvar. Las palabras pronunciadas por Jesús en los vv. 2-3 pretenden animarlos en la fe y en la esperanza y fortalecerlos en medio de sus angustias, ofreciéndoles un nuevo horizonte de vida. Él nos abre el camino hacía la casa del Padre, él nos antecede y se coloca en la condición de hospedero preparándonos un lugar en la casa del Padre que es su propia casa “para que donde yo esté, vosotros también estéis” (v. 3), puesto que “sabéis a dónde voy, y sabéis el camino” (v. 4).
La interpelación de Tomás (v. 5) abre paso a la interpretación de los versículos anteriores. Jesús se autoafirma como camino, verdad y vida (v. 6).
Jesús como camino nos ofrece un proyecto, un horizonte de vida. Esta es quizá la mayor paradoja con la que nos encontramos los/as cristianos/as. ¿Cómo la muerte puede devolvernos el sentido de la vida? En Jesús, la vida triunfa sobre el proyecto de muerte de las autoridades romanas y del judaísmo farisaico. Esta dimensión escatológica (esperanza) de la teología de Juan nos permite darle sentido al sin sentido de la violencia. La muerte de Jesús está llena de sentido porque en ella se manifiesta el amor de Dios por la humanidad, devolviéndonos la razón para vivir y la resistencia en momentos de caos, confusión y desesperanza.
Jesús es verdad: Con este enunciado Jesús ratifica su condición de verbo encarnado, su palabra anunciada y testimoniada, que es la palabra del Padre y el criterio de verdad por excelencia. Jesús con su coherencia entre anuncio y testimonio resignifica nuestra práctica cristiana.
Jesús es vida frente al proyecto de muerte injusto y corrupto que excluye, mata, causa pánico y aflige los corazones.
El camino, la verdad y la vida es ante todo un proyecto de amor a la humanidad. Es el triunfo definitivo de la vida. La metáfora del camino, la verdad y la vida apunta a un dinamismo, una fuerza vital progresiva para alcanzar el entendimiento, la asimilación y madurez plena. Jesús marca el camino de la solidaridad con la humanidad, de su entrega como manifestación creciente del amor. Jesús insiste en la necesidad de que conozcamos al Padre y de que no sea un conocimiento superficial, sino un conocimiento profundo integral, que envuelva todo nuestro ser físico, mental y espiritual.
En el v. 7. la afirmación de Jesús de que “si me conocierais, también a mi Padre conoceríais,” desencadena una nueva interpelación. Ahora es Felipe quien le dice “Señor, muéstranos el Padre y nos basta” (v. 8). Jesús responde con una pregunta: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (v. 9) Jesús está afirmando la filiación de Israel con la paternidad divina. Su respuesta está anclada en la tradición veterotestamentaria.
La paternidad divina y la filiación de Israel se basan en una experiencia histórica de alianza y liberación. Yahvé es el “Padre” (2 Sam 7:14; Jer 31:9; Mal 1:6) y “Madre” de Israel (Is 49:15; Is 66:13; Eclesiástico 4:10). Su figura de “Padre” está cargada de rasgos que no son exclusivamente masculinos. El Antiguo Testamento se sirve también de imágenes maternales o de símbolos femeninos (por ejemplo, el seno en Sal 22:10-11; los dolores de parto en Is 42:14b; el nacimiento en Dt 32:18) para evocar la misericordia de Dios y decir que actúa “paternal o maternalmente” a favor de Israel, su primogénito (Ex 4:22).1
Este es el Dios de los padres y madres de Israel y de todos sus descendientes. Este es el Dios en cuyo “seno” preexiste el Verbo (Jn 1:1-3), el que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1:14). Por ello esta experiencia es única y solamente se da en Jesús, quien ha recibido del Padre la misión y el mandamiento para venir al mundo. Él deberá decir, hacer y anunciar la voluntad del Padre, deberá vivir en su experiencia humana lo aprendido desde el “principio,” porque “a Dios nadie lo ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer” (Jn 1:18). A su vez, el Padre en la experiencia corporal de Jesús vive la experiencia humana y a nosotros/as Jesús nos enseña a ser hijos/as, es decir, a vivir y obrar en el amor en favor de quienes son sometidos/as injustamente.
Así pues, estas lindas palabras del evangelio de hoy nos invitan a vivir en plenitud la dimensión crística de Jesús, no solamente de manera individual e intimista, sino que nos llaman a ponernos en acción, en movimiento vivo en favor de quienes sufren. “Hablar de la dimensión crística, que es tomada de la tradición cristiana… me afirma con la capacidad de ser ungida para la salvación. Cada una de nosotras, en un sentido, puede ser salvadora para las otras, y Jesús participa desde su historia en esa salvación crística.”2 La dimensión crística nos invita a enjuagar las lágrimas de quienes tienen el corazón afligido y a buscar alternativas de vida digna para todas y todos, para que la muerte no sea la única posibilidad. Por eso apelamos al derecho que tenemos como humanos de vivir bien en esta tierra madura que hemos heredado en calidad de hijos e hijas de Dios.
Finalmente cabe preguntarnos: ¿Cómo vivimos nuestra vocación misionera al interior de nuestras comunidades? ¿Somos comunidades abiertas o nos encerramos en nuestras falsas seguridades? ¿Estamos al servicio de la vida, la verdad, la justicia y la paz?
Notes
Jean Pouilly, Dios nuestro Padre. La revelación de Dios Padre y el “Padrenuestro,” Navarra: Editorial Verbo Divino, 1990, 12.
Ivone Gebara, Tejiendo sentidos: Feminismos y búsquedas teológicas, Oxfam-Novib de Holanda y CDD, 2011, 137.
El evangelio de hoy, desde su inicio, refleja la situación crítica que está viviendo la comunidad debido al ambiente hostil de persecución por parte de las autoridades civiles romanas y religiosas judaicas. De hecho, los versículos finales de Juan 13 corroboran el peligro inminente cuando anuncian, de un lado, la traición de Judas, y de otro, la negación de Pedro. La comunidad, y en especial los discípulos, están en crisis porque no entienden cómo Jesús en su condición de reo de muerte los puede ayudar a alcanzar la felicidad que añoran sus corazones en medio de tanta turbulencia, o, mejor dicho, cómo el camino de Jesús los puede salvar. Las palabras pronunciadas por Jesús en los vv. 2-3 pretenden animarlos en la fe y en la esperanza y fortalecerlos en medio de sus angustias, ofreciéndoles un nuevo horizonte de vida. Él nos abre el camino hacía la casa del Padre, él nos antecede y se coloca en la condición de hospedero preparándonos un lugar en la casa del Padre que es su propia casa “para que donde yo esté, vosotros también estéis” (v. 3), puesto que “sabéis a dónde voy, y sabéis el camino” (v. 4).
La interpelación de Tomás (v. 5) abre paso a la interpretación de los versículos anteriores. Jesús se autoafirma como camino, verdad y vida (v. 6).
Jesús como camino nos ofrece un proyecto, un horizonte de vida. Esta es quizá la mayor paradoja con la que nos encontramos los/as cristianos/as. ¿Cómo la muerte puede devolvernos el sentido de la vida? En Jesús, la vida triunfa sobre el proyecto de muerte de las autoridades romanas y del judaísmo farisaico. Esta dimensión escatológica (esperanza) de la teología de Juan nos permite darle sentido al sin sentido de la violencia. La muerte de Jesús está llena de sentido porque en ella se manifiesta el amor de Dios por la humanidad, devolviéndonos la razón para vivir y la resistencia en momentos de caos, confusión y desesperanza.
Jesús es verdad: Con este enunciado Jesús ratifica su condición de verbo encarnado, su palabra anunciada y testimoniada, que es la palabra del Padre y el criterio de verdad por excelencia. Jesús con su coherencia entre anuncio y testimonio resignifica nuestra práctica cristiana.
Jesús es vida frente al proyecto de muerte injusto y corrupto que excluye, mata, causa pánico y aflige los corazones.
El camino, la verdad y la vida es ante todo un proyecto de amor a la humanidad. Es el triunfo definitivo de la vida. La metáfora del camino, la verdad y la vida apunta a un dinamismo, una fuerza vital progresiva para alcanzar el entendimiento, la asimilación y madurez plena. Jesús marca el camino de la solidaridad con la humanidad, de su entrega como manifestación creciente del amor. Jesús insiste en la necesidad de que conozcamos al Padre y de que no sea un conocimiento superficial, sino un conocimiento profundo integral, que envuelva todo nuestro ser físico, mental y espiritual.
En el v. 7. la afirmación de Jesús de que “si me conocierais, también a mi Padre conoceríais,” desencadena una nueva interpelación. Ahora es Felipe quien le dice “Señor, muéstranos el Padre y nos basta” (v. 8). Jesús responde con una pregunta: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (v. 9) Jesús está afirmando la filiación de Israel con la paternidad divina. Su respuesta está anclada en la tradición veterotestamentaria.
La paternidad divina y la filiación de Israel se basan en una experiencia histórica de alianza y liberación. Yahvé es el “Padre” (2 Sam 7:14; Jer 31:9; Mal 1:6) y “Madre” de Israel (Is 49:15; Is 66:13; Eclesiástico 4:10). Su figura de “Padre” está cargada de rasgos que no son exclusivamente masculinos. El Antiguo Testamento se sirve también de imágenes maternales o de símbolos femeninos (por ejemplo, el seno en Sal 22:10-11; los dolores de parto en Is 42:14b; el nacimiento en Dt 32:18) para evocar la misericordia de Dios y decir que actúa “paternal o maternalmente” a favor de Israel, su primogénito (Ex 4:22).1
Este es el Dios de los padres y madres de Israel y de todos sus descendientes. Este es el Dios en cuyo “seno” preexiste el Verbo (Jn 1:1-3), el que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1:14). Por ello esta experiencia es única y solamente se da en Jesús, quien ha recibido del Padre la misión y el mandamiento para venir al mundo. Él deberá decir, hacer y anunciar la voluntad del Padre, deberá vivir en su experiencia humana lo aprendido desde el “principio,” porque “a Dios nadie lo ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer” (Jn 1:18). A su vez, el Padre en la experiencia corporal de Jesús vive la experiencia humana y a nosotros/as Jesús nos enseña a ser hijos/as, es decir, a vivir y obrar en el amor en favor de quienes son sometidos/as injustamente.
Así pues, estas lindas palabras del evangelio de hoy nos invitan a vivir en plenitud la dimensión crística de Jesús, no solamente de manera individual e intimista, sino que nos llaman a ponernos en acción, en movimiento vivo en favor de quienes sufren. “Hablar de la dimensión crística, que es tomada de la tradición cristiana… me afirma con la capacidad de ser ungida para la salvación. Cada una de nosotras, en un sentido, puede ser salvadora para las otras, y Jesús participa desde su historia en esa salvación crística.”2 La dimensión crística nos invita a enjuagar las lágrimas de quienes tienen el corazón afligido y a buscar alternativas de vida digna para todas y todos, para que la muerte no sea la única posibilidad. Por eso apelamos al derecho que tenemos como humanos de vivir bien en esta tierra madura que hemos heredado en calidad de hijos e hijas de Dios.
Finalmente cabe preguntarnos: ¿Cómo vivimos nuestra vocación misionera al interior de nuestras comunidades? ¿Somos comunidades abiertas o nos encerramos en nuestras falsas seguridades? ¿Estamos al servicio de la vida, la verdad, la justicia y la paz?
Notes