Lectionary Commentaries for May 15, 2022
Quinto Domingo de Pascua

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Evangelio

Comentario del San Juan 13:31-35

Carmelo Santos

Gloria es esplendor.1 Tiene que ver con luz. Vemos las cosas por la luz que reflejan sobre nuestras pupilas y que el cerebro luego teje como percepciones. Vemos la luna, por ejemplo, gracias a la luz del sol que se refleja sobre su superficie, viaja hasta la tierra, y se encuentra con nuestras pupilas. La luz que refleja la luna, es decir, su resplandor o esplendor, es lo que nos permite verla. Pero en el caso de la luna el esplendor que vemos le es ajeno; la luna no genera su propia luz, sino que simplemente refleja la luz que en ella baña el sol. Muy pocas cosas resplandecen con luz propia: el sol, el fuego y algunas bacterias bioluminiscentes. Jesús brilla con luz propia que a la misma vez es luz de Dios. Tienen la misma luz en común, el mismo esplendor, la misma gloria. “Dios de Dios, luz de luz,” dice el credo. Al ser Jesús glorificado, su gloria, es decir, su esplendor, su luz, revela a Dios en él, o más precisamente, le revela como divino.

Un elemento fundamental de la fe cristiana es que no encontramos a Dios en lo abstracto o esotérico, ni en la mera especulación teológica o filosófica, sino en Jesús, de carne y hueso, narrado en los evangelios, presente en el testimonio de los apóstoles en las escrituras y encarnado en los sacramentos. Jesús brilla con la gloria misma de Dios, con su propia gloria. Ahí conocemos a Dios, como le dijo Jesús a Felipe: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: ‘Muéstranos el Padre’?” (Juan 14: 9), y como anunció Juan en la introducción de su evangelio: “La luz verdadera que alumbra a todo hombre venía a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por medio de él; pero el mundo no lo conoció” (1:9-10). Y después: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre” (1:14).

En el evangelio que nos ocupa hoy Jesús dice: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él” (v. 31). ¡Ahora! ¿Cuándo? Justo cuando Jesús les acaba de lavar los pies a sus seguidores y uno de ellos, Judas Iscariote, está en proceso de traicionarlo. Es curioso que en el evangelio de Juan la glorificación de Jesús no se da en la transfiguración, ni en uno de los milagros/signos que ha hecho. La glorificación de Jesús se da en la cruz, es decir, en su pasión, muerte y resurrección, pero sobre todo en su crucifixión. ¿Por qué? Porque la gloria de Jesús, la revelación de Dios, es amor. Así lo dice 1 de Juan: Dios es amor (1 Juan 4:8). Y, como nos recuerda Jesús: “Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Jesús amplía más aún esta noción de amor puesto que da su vida no sólo por sus amigos sino también por sus enemigos, como dice Pablo: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguien tuviera el valor de morir por el bueno. Pero Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:6-8). ¡Esa es la gloria de Dios!

¿Cuál es la gloria de la iglesia y de los seguidores de Jesús? ¿Cómo glorificamos a Jesús en nuestra vida de discipulado y en nuestra vida eclesial? La gloria de Dios no debe confundirse con la gloria definida por los valores de nuestra sociedad de consumo exagerado y de culto al éxito y a la prosperidad. La gloria con que la iglesia ha de glorificar a Dios no consiste en templos lujosos, ni en iglesias desbordándose todos los domingos de miembros nuevos, jóvenes y atractivos, ni tampoco en iglesias prestigiosas o que se codean con los ricos y poderosos. Tampoco es la gloria de los seguidores de Jesús su prosperidad económica, ni su ascenso en la escala del mercado de valores, ni la admiración o adulación de sus jefes, compañeros de trabajo, vecinos y familiares. La gloria con que Dios quiere que le glorifiquemos nada tiene que ver con esas cosas. ¿Cuál es entonces la gloria de la iglesia y de los seguidores de Jesús?

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (vv. 34-35). La iglesia no brilla con luz propia, ni tampoco los seguidores de Jesús. Brillamos o resplandecemos, como la luna, con luz ajena, la luz que emana de Cristo mismo – la luz que es Cristo. Esa luz ajena, que es el resplandor (la gloria) de la iglesia y de los seguidores de Jesús, es el amor (ver 1 Juan 4:8).

Glorificamos a Dios amando, y amamos sirviendo a los necesitados, especialmente a los más vulnerables, a los oprimidos y marginados, sin importar su raza, credo religioso, identidad de género, orientación sexual, origen étnico, estatus legal, o posición social. Amamos también luchando por el bienestar pleno de todos nuestros prójimos y de la creación de Dios de la que somos parte. La gloria de Dios se refleja en la sociedad en ese amor concreto y especifico. Juan nos recuerda: “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios,’ pero odia a su hermano, es mentiroso, pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: ‘El que ama a Dios, ame también a su hermano’” (1 Juan 4:20-21).

Pero, ¿si no podemos amar a quienes tenemos más cerca, cómo vamos a poder amar a quienes están más lejos? En otras palabras, tenemos que prestarle especial atención a la forma en que nos relacionamos con los miembros de tradiciones religiosas diferentes a la nuestra, especialmente las que también claman a Jesús como su Señor. Las relaciones ecuménicas2 son un ámbito donde podemos ejercitar el músculo del amor, dándole prioridad al amor que nos une antes que a las doctrinas y prácticas que nos dividen (a pesar de la importancia que tienen las doctrinas). Dice Jesús en el evangelio para hoy que por ese amor el mundo nos debe reconocer como sus seguidores: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (v. 35). ¿Cómo podemos amar a quienes no conocemos? Y, ¿cómo podemos conocer a aquellos con quienes nunca compartimos?

Este texto ofrece una oportunidad de enfatizar la importancia de que los seguidores de Jesús de diferentes tradiciones teológicas y eclesiales nos conozcamos, compartamos y practiquemos amarnos con nuestras diferencias, por más serias que sean. Esto es un mandato evangélico de Jesús, no una sugerencia. Desde el púlpito podemos animar a nuestros miembros a tener curiosidad respetuosa por otras tradiciones, y a fomentar oportunidades para conocer a nuestros “hermanos,” “primos,” y “tíos” en Cristo, cercanos y lejanos, en vez de simplemente asumir que “No se habla de Bruno.”3

Así mismo, como ya vimos, este texto nos da la oportunidad de predicar sobre la importancia de repensar cómo entendemos la gloria (o el éxito) de nuestras vidas y de nuestras congregaciones y ministerios. “No todo lo que brilla es oro,” dice el refrán, “ni sólo lo que es oro tiene valor,” le podemos añadir. Desde el púlpito podemos exhortar a que examinemos cómo medimos el éxito de nuestra vida, de nuestros ministerios, y de la iglesia. Y recordar que, como dijo Pablo, si no tengo amor “vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13:1); sin amor, por más que brillemos o acumulemos, nada somos. El amor le da sentido a todo lo demás en nuestras vidas y en la vida de la iglesia, y es el esplendor con el que Dios quiere que le glorifiquemos. Podríamos decir que la gloria de Dios es el amor, reflejado en la vida de la iglesia y sus miembros, y ese amor es la luz de la que habla Juan: “La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la dominaron” (Juan 1:5). Amor encarnado en Jesús y reflejado en la vida de su iglesia.


Notas

  1. “Gloria,” Diccionario Teológico, edición revisada y ampliada con un suplemento biográfico de los grades teólogos y pensadores, por Claudionor Correa de Andrade (Miami, FL: Editorial Patmos, 2002), 170; y “Glory” en Bible Dictionary, Allen C. Myers, ed. (Grand Rapids, MI: Wm. B. Eerdmans, 1987), 420-421.
  2. Véase por ejemplo “Ecumenismo: La visión de la Iglesia Luterana en América,” en Ecumenism: The Vision of the ELCA, English text with Spanish, German, and French translations (Minneapolis, MN: Fortress, 1994); la versión en castellano aparece en las páginas 31-54.
  3. Canción de la película Encanto (Disney, 2021), compuesta por Lin-Manuel Miranda.