Lectionary Commentaries for April 24, 2022
Segundo Domingo de Pascua

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Evangelio

Comentario del San Juan 20:19-31

Timothy J. Sandoval

A veces olvidamos que la Pascua, el momento más gozoso del calendario cristiano, no es simplemente un día, sino una temporada litúrgica. Y a veces olvidamos que cada domingo es una “pequeña Pascua,” un día de alegría en que celebramos la resurrección de Jesús y su victoria sobre el pecado y la muerte, que hace posible para nosotros la “vida.” La lectura del segundo domingo de Pascua, Juan 20:19-31, puede ayudarnos a recordar la maravilla y el gozo no solo del día de Pascua, sino de todo el tiempo de Pascua. También puede movernos a recordar un aspecto fundamental de nuestra vocación como cristianos/as: vivir en paz y alegría, unos con otros, en la presencia de Dios.

Las palabras de Jesús “paz a vosotros” aparecen tres veces en Juan 20:19-31. Las dos primeras declaraciones ocurren cuando el Señor resucitado se aparece inicialmente a los asustados discípulos reunidos detrás de puertas cerradas con llave en la noche de su resurrección, la “noche de aquel mismo día, el primero de la semana” (v. 19). La tercera vez que Jesús habla de paz a sus seguidores es cuando se aparece por segunda vez a ellos, cuando otra vez estaban las puertas cerradas, aunque esta vez no se menciona el miedo de los discípulos (v. 26).

El escenario de las habitaciones cerradas en las representaciones de las apariciones de Jesús probablemente tiene la intención de subrayar el carácter milagroso del evento. No hay duda para Juan de que Jesús, de hecho, murió. Su muerte no fue escenificada; Jesús no estaba simplemente inconsciente y luego resucitado, como para que pudiera pensarse que se estaba reuniendo con los discípulos como alguien que en realidad nunca había experimentado la muerte. ¡Las puertas estaban cerradas y con llave! Ningún cuerpo humano (al menos ninguno que no hubiera resucitado) podía entrar en la habitación sin ser detectado. El que apareció fue Jesús. Les habló de paz y les mostró el cuerpo que aún tenía las heridas de su asesinato.

Y cuando lo hizo, los discípulos “se regocijaron” (v. 20).

Un cambio profundo en la conciencia de los discípulos parece haber ocurrido entre la primera y la segunda aparición de Jesús en Juan 20:19-31. Su fe y confianza en Cristo se encendió de nuevo al ver al Señor en cuerpo resucitado. Si antes habían tenido miedo, ahora ya no. Donde una vez se había apoderado de ellos la desesperación por la muerte de Jesús, ahora el hecho de ver al Señor resucitado, quien los envía al mundo (v. 21), provoca alegría.

También aprendemos de Juan que en esta primera noche de Pascua los discípulos recibieron de Jesús el regalo del Espíritu Santo (v. 22). Algunos eruditos han intentado armonizar esta entrega del Espíritu con la del relato más famoso y litúrgicamente significativo de Pentecostés en Hechos 2. Sin embargo, Juan simplemente parece estar presentando una tradición diferente acerca del Espíritu, quien, de aquí en adelante, será ​​la manifestación de Emmanuel—Dios con nosotros en lugar del hombre Jesús. Inmediatamente después de la dádiva del Espíritu Santo, aprendemos sobre el papel de los discípulos en el perdón de los pecados: “A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengáis, les serán retenidos” (v. 23). El lenguaje de “retener” los pecados es algo extraño. Es distinto de las palabras que Jesús dijo a Pedro antes de la crucifixión en el famoso pasaje de “las llaves del reino” en Mateo 16:19, y de sus palabras a los discípulos con respecto al pecado de miembros de la “iglesia” (ekklesia en el original griego) en Mateo 18:15-18. Ninguno de esos textos de Mateo habla de perdonar y retener el pecado, sino de ligar y desatar cosas en la tierra y en el cielo. Históricamente, por supuesto, las palabras de los tres pasajes, pero especialmente las de Mateo 16, han sancionado la autoridad de los poderes eclesiales. Aunque estos pasajes, especialmente los de Mateo, seguramente tratan el tema de la autoridad de la iglesia, el centro de gravedad teológico en el pasaje de Juan está en el perdón. Uno no puede dejar de preguntarse cuál debería ser la respuesta al asunto del perdón de los pecados para los seguidores de aquel que dijo cosas como:

Por tanto, si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis sus ofensas a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas. (Mateo 6:14-15; cf. Mateo 18:21-22; Lucas 6:37).

En nuestro pasaje, por supuesto, también nos encontramos con el famoso (o infame) “Tomás el Incrédulo” cuando Jesús se aparece por segunda vez a sus seguidores en una habitación cerrada (vv. 26-29). A veces nos apresuramos a juzgar a Tomás por su falta de fe, pensando quizás que si estuviéramos en su posición creeríamos sin ver. Pero Tomás no es muy diferente de los otros discípulos de Jesús. Ellos también solo parecen capaces de “creer” después de ver al Señor, incluyendo las manos y el costado con cicatrices.

Tomás insiste en que no creería el testimonio de los otros discípulos sobre el Señor resucitado a menos que pudiera tocar a Jesús, sentir y explorar las heridas de su cuerpo resucitado (v. 25). Sin embargo, cuando Jesús se le aparece a Tomás, no hay en el texto una declaración explícita de que Tomás haya tocado realmente al Señor resucitado. En cambio, al ver a Jesús, enseguida pronuncia una de las formulaciones cristológicas más famosas del Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío.” Tomás ahora confía en que Jesús es la encarnación misma de lo divino, del Dios de Israel cuyo nombre es “el Señor.” Jesús incluso parece conceder que al menos para Tomás, y muchos otros de la generación apostólica, “ver es creer.” Dice: “Porque me has visto, Tomas, creíste” (v. 29).

Pero Jesús también añade: “bienaventurados los que no vieron y creyeron” (v. 29). Aprendemos que las apariciones de Jesús a los primeros discípulos no fueron solamente para ellos. Sucedieron también para que otros que no hemos visto a Jesús resucitado, ni a las “muchas otras señales” (v. 30) que realizó el Señor, podamos creer (o “continuar creyendo,” según una decisión crítica textual) “que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (v. 31). Los primeros discípulos del Señor reconocieron en la persona de Jesús la presencia divina, tanto antes como después de su muerte. Sin embargo, nosotros/as, las personas creyentes posteriores a la Pascua, estamos invitados/as a aceptar por fe la palabra de su testimonio sobre el Señor resucitado. Pero más que esto, nosotros/as podemos estar seguros/as de la verdad del testimonio apostólico y experimentar la presencia divina en nuestras vidas a través del Espíritu que da Jesús a sus seguidores (v. 22).

Juan dice que las apariciones de Jesús a sus seguidores fueron “para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (v. 31). La tradición cristiana ha considerado regularmente la “vida” de la que Juan habla aquí como “vida eterna.” Esto, por supuesto, no es incorrecto; algunos manuscritos griegos del Nuevo Testamento, de hecho, hablan de “vida eterna” en este punto. Pero los manuscritos juzgados como los mejores simplemente tienen la palabra “vida.” Y esto es importante porque lo que la resurrección de Jesús hace posible para quienes confían en él no es simplemente una existencia después de la muerte. Significa también que tenemos acceso a una especie de vida “en abundancia” (cf. Juan 10:10) ahora, en nuestra existencia terrestre—una vida caracterizada por el mismo tipo de paz y alegría que experimentaron los discípulos en la primera noche de Pascua.

En nuestras vidas enfrentaremos dolor y pérdida. Sentiremos indignación ante la injusticia y la guerra. Nuestros cuerpos a veces estarán quebrantados o enfermos. Ni la falsa ecuanimidad ni la falsa felicidad son respuestas apropiadas a tales realidades. Pero el mensaje de Pascua en Juan 20:19-31 es que también estamos llamados/as a vivir en paz y alegría. Estas virtudes, que son centrales en la vida cristiana, son con demasiada frecuencia tragadas por el egocentrismo en nuestras relaciones, o sacrificadas en nuestros esfuerzos por avanzar en las carreras profesionales, y/o en el estrés mezquino del trabajo. La Pascua—durante toda la temporada y todos los domingos—nos exhorta a volver a vivir en paz y alegría.