Lectionary Commentaries for June 13, 2021
Tercer domingo después de Pentecostés

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Evangelio

Comentario del San Marcos 4:26-34

Lidia Rodríguez Fernández

Cuando llega el verano (y estamos a punto de llegar a él), pasear por los campos sembrados a punto de ser recogidos infunde optimismo y esperanza. El duro trabajo de los campesinos ha dado por fin su fruto, es tiempo de disfrutar del trabajo bien hecho (cf. Ecl 2:24; 5:18).

El tercer domingo de Pentecostés nos acerca a dos parábolas “gemelas” sobre el reino de Dios, las cuales emplean imágenes agrícolas para enfatizar una misma idea: la llegada segura y definitiva del reino de Dios, que ya está haciéndose realidad en la actuación de Jesús. Ambas forman parte de las llamadas “parábolas de crecimiento,” entre las que se cuenta la del sembrador, que encabeza Marcos 4. En opinión del teólogo G. Lohfink:

En todas estas parábolas se contrapone una consumación maravillosamente ubérrima a unos comienzos humildes, imperceptibles, problemáticos incluso: los agricultores recogen una gran cosecha; un pequeño trozo de levadura hace fermentar a toda una masa de 35 kilogramos; de un diminuto grano de mostaza sale una hortaliza de un metro de altura, a cuya sombra pueden anidar los pájaros. Jesús cuenta las parábolas del crecimiento porque es acosado con preguntas y dudas.1

La primera parábola (vv. 26-29) es exclusiva de Marcos. Narra de forma muy esquemática el proceso de siembra y las fases más importantes del desarrollo de una planta (v. 28). Al mismo tiempo, enfatiza el hecho de que el labrador ignora los procesos biológicos internos que llevan a la maduración (recordemos que estamos en la cultura pre-científica del Mediterráneo del siglo I d.C.), procesos que además escapan a sus posibilidades de intervenir (v. 27).

No se menciona la preocupación por una posible sequía, ni el esforzado trabajo del campesino, ya que la parábola pretende ilustrar una idea muy concreta: el reino de Dios crece de todos modos, sin importar las resistencias de los fariseos, ni los esfuerzos de los discípulos. El tiempo de la cosecha llegará como por sorpresa. En este caso, Marcos no parecer aludir al juicio escatológico, ni tiene tintes amenazadores (a diferencia de Joel 3:13), sino que con el final natural de la cosecha parece indicar la plenitud del reino, que alcanza a toda la humanidad.

La segunda parábola (vv. 30-32) se encuentra en los tres evangelios sinópticos (y en el Evangelio Apócrifo de Tomás, nº 20). Emplea el tópico de la semilla de mostaza, que también aparecerá en la tradición rabínica posterior. Este grano es un ejemplo proverbial empleado en la Biblia junto a otras imágenes vegetales para referirse a algo muy pequeño, incluso insignificante (cf. Jue 9:8-15; Ez 17:22-24; 31:1-9; Dan 4:10-12.17-23; Sal 104:12; Lam 4:20). En concreto, la semilla de mostaza negra (brassica nigra) mide aproximadamente 1 mm de diámetro y pesa 1 mg; aunque su altura media es de 1,5 metros, en las orillas del lago de Genesaret (Galilea) podía alcanzar en unas pocas semanas hasta los 3 metros de altura.

Jesús no compara el reino a un árbol de gran porte, como el admirado cedro, sino con la más diminuta de las semillas. Por tanto, la parábola parece enfatizar en esta ocasión la sorprendente potencialidad transformadora y de crecimiento de esa semilla; dicho de otro modo, el contraste entre un comienzo apenas visible (“la más pequeña de todas las semillas”) y el porte final del arbusto (“la mayor de todas las hortalizas”), que incluso permite que aniden los pájaros.

Los dos últimos versículos (vv. 33-34) concluyen la serie de parábolas que comienza en el capítulo 4 con la conocida parábola del sembrador (vv. 1-9). Marcos finaliza la serie puntualizando que la comprensión del pueblo todavía es provisional y parcial, ya que aún no ha sido revelada plenamente la identidad de Jesús: deberemos esperar a la cruz para desvelar quién es realmente. Quienes sí son instruidos por Jesús son los discípulos, sobre quienes recaerá la tarea de proclamar el evangelio tras su resurrección.

Las dos parábolas de crecimiento del tercer domingo de Pentecostés permiten, entre otros, los tres desarrollos homiléticos siguientes:

En primer lugar, encontramos una llamada al optimismo y a la esperanza para la iglesia, frente al riesgo permanente de caer en el desánimo (somos una minoría en un mundo que parece dar la espalda a Dios) o en la impaciencia (¡los cambios que buscamos son tan lentos!). La expansión del reino de Dios recae exclusivamente en la soberanía divina. Evidentemente, esto no implica que el pueblo de Dios pueda desentenderse de su compromiso con el evangelio, pero nos asegura que nadie puede impedir que el reino de Dios se abra camino.

A nosotros/as nos toca reconocer las señales esperanzadoras de que dicho crecimiento es imparable. La cuestión es: ¿Qué podemos entender como señales del reino a nuestro alrededor? ¿Somos capaces de verlas más allá de las puertas de nuestras iglesias?

En segundo lugar, encontramos una llamada a poner en valor los pequeños comienzos. A Dios le gusta valerse de realidades que pueden pasar desapercibidas al inicio (cf. el patriarca Abraham, los Doce, el resto del Israel postexílico) para transformar desde dentro la realidad. ¿Cuáles podrían ser esos pequeños comienzos en nuestro caso?

En tercer lugar, encontramos una llamada a profundizar, sin prisa pero sin pausa, en el conocimiento de la voluntad de Dios revelada en Jesucristo: ambas parábolas hablan de procesos que avanzan, de actividad en lo oculto. Marcos insiste en que la capacidad para entender a Jesús solo se tiene cuando estamos dispuestos/as a ser sus discípulos/as y a seguirle en el camino, lo que implica confiar en Él. Los/as “fans” de Jesús acceden a medias, porque su admiración suele reducirse a un entusiasmo inicial incapaz de prolongarse en el tiempo o de comprometerse con la persona de Jesús y el reino de Dios.


Notas

  1. G. Lohfink, La iglesia que Jesús quería (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1986), 78.