No pertenecemos a “este mundo,” construido por siglos y milenios de injusticias. Somos hijos/as del mundo nuevo y mejor, por el que vivimos y luchamos. De la tierra nueva que esperamos según la promesa.
“No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (v. 16).
Dado que vivimos en este mundo planetario, respiramos su aire, bebemos su agua, nos calentamos con su sol, caminamos por sus caminos y navegamos por sus ríos y sus mares, le pertenecemos. Entonces, ¿a qué viene esto que afirma Jesús en su oración en el huerto de Getsemaní, de que él no es del mundo ni lo son sus discípulos?
El evangelio según Juan trae varios pasajes en los que Jesús dice una cosa y hay quienes lo entienden literalmente, sin captar su sentido profundo, espiritual. Así Nicodemo, que se asombra cuando Jesús le dice que debe nacer de nuevo (3:3-4). O la samaritana, que también se asombra cuando Jesús le habla del agua que se bebe una vez y quita la sed para siempre (4:14). O cuando les dice a muchos que deben comer de su cuerpo y beber de su sangre, lo que hace que unos cuantos se retiren espantados (6:53, 66).
Por eso caeríamos en la misma literalidad ingenua si entendemos ese “no ser del mundo” como referido a no ser parte de nuestro planeta, incluso de la sociedad humana. Pues somos seres terrestres. Y somos ciudadanos de nuestras naciones, con derechos que nos amparan y deberes que cumplir.
No se trata de eso, pues. Entonces, ¿de qué “mundo” no somos parte? Si realmente eres seguidor leal de Jesús, seguro que hace tiempo que conoces la respuesta. Pero, de todos modos, es bueno recordarla una vez más. Y todas las veces que sean necesarias, hasta que se vuelva inolvidable.
El “mundo” del que no formamos parte es ese “orden” (ese “cosmos”, en el griego bíblico), ese “tiempo” (ese “eón;” otra palabra para “mundo” en el Nuevo Testamento) que es en realidad un “desorden” y un “contratiempo.” Un desorden, porque está lleno de injusticias. Un contratiempo, porque no cesa de ponerle obstáculos a quienes quieren mejorarlo. Y porque es así, Jesús fue juzgado con tanta injusticia y fue crucificado por sus enemigos. Para que todo siguiera igual de injusto y de opresivo en su amada tierra de Israel.
Y también por eso, a través de toda la historia humana, sobran los/as “crucificados/as.” Quienes han conocido en carne propia, de muchos modos, lo que es “este mundo” dominado por siglos y siglos de egoísmo, codicia e injusticia (véanse Juan 18:36 y 1 Juan 5:19).
El “mundo” del que habla Jesús en su oración del huerto es un anti-mundo. Por esta razón, cuando pronunciamos en el Padre Nuestro la petición “venga tu reino,” no hacemos otra cosa que reclamar un mundo diferente, donde nadie más sea excluido/a de la celebración de la vida por su origen étnico o social. O por su género. O por ser diferente de la mayoría (Mateo 6:10). Donde por fin se besen la justicia y la paz (Salmo 85:10). Donde nadie más deba morir antes de tiempo (Isaías 65:20). Donde ya no haya más “crucificados/as.”
No somos de este mundo sino de aquel que esperamos. Somos hijos/as del futuro que nos llama, de un mundo nuevo hacia el que caminamos con nuestras palabras, nuestras acciones y nuestras esperanzas.
Por eso dijo Jesús lo que dijo. Por eso ni él ni nosotros/as somos de “este mundo.” Somos hijos/as de esta tierra que habitamos, y mucho más aún de la tierra nueva que anhelamos, según su promesa.1
No pertenecemos a “este mundo,” construido por siglos y milenios de injusticias. Somos hijos/as del mundo nuevo y mejor, por el que vivimos y luchamos. De la tierra nueva que esperamos según la promesa.
“No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (v. 16).
Dado que vivimos en este mundo planetario, respiramos su aire, bebemos su agua, nos calentamos con su sol, caminamos por sus caminos y navegamos por sus ríos y sus mares, le pertenecemos. Entonces, ¿a qué viene esto que afirma Jesús en su oración en el huerto de Getsemaní, de que él no es del mundo ni lo son sus discípulos?
El evangelio según Juan trae varios pasajes en los que Jesús dice una cosa y hay quienes lo entienden literalmente, sin captar su sentido profundo, espiritual. Así Nicodemo, que se asombra cuando Jesús le dice que debe nacer de nuevo (3:3-4). O la samaritana, que también se asombra cuando Jesús le habla del agua que se bebe una vez y quita la sed para siempre (4:14). O cuando les dice a muchos que deben comer de su cuerpo y beber de su sangre, lo que hace que unos cuantos se retiren espantados (6:53, 66).
Por eso caeríamos en la misma literalidad ingenua si entendemos ese “no ser del mundo” como referido a no ser parte de nuestro planeta, incluso de la sociedad humana. Pues somos seres terrestres. Y somos ciudadanos de nuestras naciones, con derechos que nos amparan y deberes que cumplir.
No se trata de eso, pues. Entonces, ¿de qué “mundo” no somos parte? Si realmente eres seguidor leal de Jesús, seguro que hace tiempo que conoces la respuesta. Pero, de todos modos, es bueno recordarla una vez más. Y todas las veces que sean necesarias, hasta que se vuelva inolvidable.
El “mundo” del que no formamos parte es ese “orden” (ese “cosmos”, en el griego bíblico), ese “tiempo” (ese “eón;” otra palabra para “mundo” en el Nuevo Testamento) que es en realidad un “desorden” y un “contratiempo.” Un desorden, porque está lleno de injusticias. Un contratiempo, porque no cesa de ponerle obstáculos a quienes quieren mejorarlo. Y porque es así, Jesús fue juzgado con tanta injusticia y fue crucificado por sus enemigos. Para que todo siguiera igual de injusto y de opresivo en su amada tierra de Israel.
Y también por eso, a través de toda la historia humana, sobran los/as “crucificados/as.” Quienes han conocido en carne propia, de muchos modos, lo que es “este mundo” dominado por siglos y siglos de egoísmo, codicia e injusticia (véanse Juan 18:36 y 1 Juan 5:19).
El “mundo” del que habla Jesús en su oración del huerto es un anti-mundo. Por esta razón, cuando pronunciamos en el Padre Nuestro la petición “venga tu reino,” no hacemos otra cosa que reclamar un mundo diferente, donde nadie más sea excluido/a de la celebración de la vida por su origen étnico o social. O por su género. O por ser diferente de la mayoría (Mateo 6:10). Donde por fin se besen la justicia y la paz (Salmo 85:10). Donde nadie más deba morir antes de tiempo (Isaías 65:20). Donde ya no haya más “crucificados/as.”
No somos de este mundo sino de aquel que esperamos. Somos hijos/as del futuro que nos llama, de un mundo nuevo hacia el que caminamos con nuestras palabras, nuestras acciones y nuestras esperanzas.
Por eso dijo Jesús lo que dijo. Por eso ni él ni nosotros/as somos de “este mundo.” Somos hijos/as de esta tierra que habitamos, y mucho más aún de la tierra nueva que anhelamos, según su promesa.1
Notas