Lectionary Commentaries for November 1, 2020
Vigésimo segundo domingo después de Pentecostés

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Evangelio

Comentario del San Mateo 23:1-12

Daniel Castelo

Jesús habla fuertemente sobre la autoridad y la congruencia en este pasaje, temas que todavía son de gran importancia para nosotros/as hoy.

Por un lado, Jesús reconoce que hay autoridades importantes en la vida religiosa. Los escribas y los fariseos se sientan en la “cátedra de Moisés,” es decir, tienen la responsabilidad de guardar y enseñar la ley de Moisés, la Torá, la instrucción de Dios para el bien del pueblo. Por el hecho de desempeñar este papel, los escribas y los fariseos tienen una autoridad indisputable. Jesús no lo duda: “todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo” (v. 3). Hoy en día también hay autoridades religiosas. Dependiendo de la iglesia a la que uno pertenece, los nombres y títulos son varios: pastor, padre, obispo, superintendente, y más. Estas autoridades tienen una responsabilidad ante Dios y el pueblo de guardar y compartir lo que Dios nos ha revelado y dado para nuestro bien. Si cumplen con esta responsabilidad, sus palabras deben ser guardadas y cumplidas.

Pero, por otro lado, Jesús introduce una distinción muy fuerte y difícil. Es posible que lo que digan estas autoridades sea diferente de lo que hacen: “pero no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, pero no hacen” (v. 3). Otra manera de decir esto es que las autoridades religiosas no siempre son personas congruentes; no siempre son gente de virtud.

Ahora, debemos decir desde el principio que muchas autoridades religiosas sí son respetables y merecen imitación como modelos de una fe viviente. Se supone que por el hecho de ser líder dentro de una comunidad religiosa, dicha persona ha crecido y logrado un nivel de madurez amplia que otros han visto y confirmado como útil para servir al resto de la comunidad. Cuando el discernimiento vocacional y comunal funciona bien, esto debe ser el resultado.

Al mismo tiempo, las autoridades religiosas son seres humanos, y los seres humanos somos una raza propensa al cambio. Y el cambio puede dirigirse al bien o al mal. Somos seres que podemos ser valientes, o que podemos ser hipócritas y engañar a la gente. Las autoridades religiosas no dejan de ser seres humanos cuando llegan a ser autoridades, y por eso, siempre existe la posibilidad de que cambien para bien o para mal. Jesús, en el pasaje que nos concierne, habla de autoridades particulares de su día que habían demostrado ser hipócritas: decían, pero no hacían. Obviamente, esto no es ideal. La comunidad de fe merece líderes y autoridades que sean congruentes. Pero Jesús es un realista aquí y nos indica que lo ideal no siempre se actualiza.

Jesús ilustra cómo las autoridades de las que habla son hipócritas. Dan cargas a otros que no aplican a ellos mismos (v. 4). Les gusta ser vistos por el público (v. 5). Quieren atención; aman los primeros asientos y las primeras sillas, y desean las salutaciones (vv. 6-7). Es decir, la autoridad es para ellos un fin en sí mismo. Hablan de cosas de las que corresponde que hablen, como temer a Dios, amar a Dios y cumplir con los mandamientos de Dios, pero sus acciones indican que ellos mismos no practican lo que dicen. ¿Por qué faltan de esta forma?

Los seres humanos no solo somos propensos al cambio; también deseamos poder y control, especialmente cuando tomamos en cuenta lo frágil que es nuestra existencia. Hay muchas circunstancias que contribuyen a nuestro bienestar, y un gran número de ellas que están fuera de nuestro control. Por esta y otras razones, deseamos poder y reconocimiento por medio de puestos y títulos.

Pero hay una verdad sumamente importante: delante de Dios, todos somos inferiores. La presencia de Dios es el gran igualador. Jesús dice: “uno es vuestro Maestro,” “todos vosotros sois hermanos,” y “uno es vuestro Padre” (vv. 8-9). Si Dios está por encima de todos/as nosotros/as, esto afecta y contribuye a la manera como nos entendemos a nosotros/as mismos/as y también a la manera como nos tratamos uno a otro, es decir, nuestra ética. Todos estamos llamados/as a alabar a Dios y a ser personas congruentes. En base a esta verdad sumamente importante, Jesús dice: “El que es el mayor de vosotros sea vuestro siervo, porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (vv. 11-12). Estas palabras sintonizan con las bienaventuranzas de Mateo 5.

¿Qué podemos tomar de este pasaje para nosotros/as hoy?

Las personas que están en puestos de autoridad religiosa deben tomar en cuenta el engaño que siempre existe con estos papeles. Todos somos seres humanos, todos somos propensos al cambio, y todos queremos ser valorados y sentirnos importantes. Sin embargo, las autoridades religiosas deben ser servidoras de Dios y servidoras de otros. Nuestras inseguridades, nuestros deseos y nuestras identidades no deben ser las motivaciones principales para buscar y retener puestos religiosos. Si eso pasa, cambiamos para mal; estamos pensando en servirnos a nosotros/as mismos/as y faltamos en nuestro servicio a Dios y a otros. ¿Por qué? Porque la importancia genuina y el valor verdadero solamente vienen de Dios; no vienen de puestos. Esto suena como un principio muy simple, pero al mismo tiempo es muy fácil olvidarlo o negarlo en el proceso de vivir la vida. El poder corrompe. Parte del discipulado de una autoridad religiosa es reconocer este peligro y resistirlo de cualquier forma que se pueda (oración, amigos confiables, consejería profesional, etc.).

Las personas que no están en puestos de autoridad religiosa tienen varias responsabilidades en relación a estos asuntos. Una de estas responsabilidades es reconocer la distinción entre Dios y las autoridades religiosas. Esto suena obvio, pero en la práctica es un poco más difícil. Todos/as, incluyendo el pueblo latino, queremos honrar y respetar a nuestras autoridades. Pero una cosa es honrar y respetar; otra cosa es venerar y adorar. Debemos recordar que las autoridades religiosas son seres humanos tanto como el resto de nosotros/as. Y en base a esto, todos/as tenemos una responsabilidad adicional de no tolerar que las autoridades religiosas se comporten públicamente como hipócritas, porque en estos momentos no sólo se dañan a sí mismas, sino que también dañan la reputación y las posibilidades del evangelio en el mundo.