Lectionary Commentaries for October 16, 2011
Decimoctavo Domingo después de Pentecostés

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Evangelio

Comentario del San Mateo 22:15-22

Andrés Albertsen

La pregunta que le hicieron a Jesús era de verdad tramposa.

Los fariseos eran personas piadosas que sólo reconocían a Dios como Señor. Los del partido de Herodes, en cambio, eran militantes políticos que apoyaban a Herodes Antipas y por lo tanto también al emperador.

Si Jesús contestaba que no estaba bien que se pagaran impuestos al emperador, los partidarios de Herodes lo habrían interpretado como un llamado a la desobediencia civil o la sublevación en contra de Roma, y Jesús habría sido denunciado de inmediato a las autoridades romanas.

Si contestaba que sí, los partidarios de los fariseos y todos los demás judíos que escuchaban sus enseñanzas lo habrían interpretado como un asentimiento a la dominación extranjera y una aceptación de la idolatría, dado que el pago del impuesto al emperador podía considerarse como una de las maneras de ejercitar el culto que el emperador exigía que se le rindiera como Dios. 

A pesar de que lo habían adulado diciendo que enseñaba el camino de Dios, sin dejarse llevar por lo que dijera la gente, Jesús se dio cuenta de la mala intención de sus interlocutores y no tuvo reparo en decírselos: “Hipócritas, ¿por qué me tienden trampas?” No es una actitud cristiana permitir que nos adulen hipócritamente ni que nos provoquen para actuar o hablar de manera imprudente, y no tenemos que dejarlo pasar con una disposición de ánimo bonachona y amable, tratando de evitar el conflicto. La actitud cristiana en este caso es, como lo hizo Jesús, poner en evidencia al adulador y al provocador. Lo que se pierde en cortesía y en buenas maneras, se gana en claridad, porque de este modo las partes saben bien dónde se tienen la una a la otra. 

De todas maneras Jesús respondió a la pregunta que le hacían. Y no lo hizo con imprudencia, pero tampoco trató de zafar ni de esquivar el bulto.

Primero les pidió que le enseñaran la moneda con que se pagaba el impuesto. Y enseguida le llevaron un denario, la moneda que en una de sus caras tenía la imagen de la cabeza del emperador y la leyenda “Emperador Tiberio, hijo del divino Augusto”. O sea, tenían la moneda en el bolsillo, la usaban en su vida cotidiana para comprar y vender, y para pagar el impuesto al emperador. Le estaban planteando un problema que habían resuelto hacía rato en su propia vida cotidiana. 

Después de preguntarles de quién era la imagen y la inscripción de la moneda, Jesús añadió: “Pues den al emperador lo que es del emperador (o en otras versiones: ‘al César lo que es del César’) y a Dios lo que es de Dios.”

Dos posibles interpretaciones

La interpretación más común de estas palabras de Jesús es que tenemos obligaciones cívicas y obligaciones religiosas, que la política y la religión son dos ámbitos separados, que podemos a la vez ser patriotas y discípulos de Jesucristo. Algunos han llegado al punto de decir que con estas palabras Jesús desalentó cualquier tipo de desobediencia civil, aún cuando se trate de un gobierno injusto.

Yo creo que todas las demandas que de continuo se nos formulan en esta vida pueden reducirse finalmente a estas dos: qué le debemos a Dios y qué le debemos a la sociedad. Las dos deben ser atendidas. No podemos dejar a un lado las demandas de Dios y concentrarnos en construir aquí un mundo más justo y humano. Tampoco podemos vivir abstraídos del mundo, pensando que por el hecho de que somos “extranjeros de paso por este mundo” (1 Pedro 2.11) y tenemos nuestra ciudadanía en el cielo (Filipenses 3.20), podemos limitarnos a esperar que Jesucristo venga del cielo (otra vez Filipenses 3.20) sin meternos en los problemas de este mundo, que después de todo igual va a perecer.

Pero las obligaciones y compromisos que tenemos con Dios y con la sociedad no coexisten en dos esferas completamente separadas y diferenciadas. Tampoco se trata darle un 50% a Dios y un 50% a la sociedad, o el 25% a uno y 75% al otro. No, ambos nos reclaman el 100%. Tenemos una sola cosa para dar, que somos nosotros mismos, ni más ni menos. Y esto, toda nuestra vida, es lo que es de Dios y también de la sociedad. Se trata de la misma cuestión, de la misma fidelidad, de la misma obediencia. Cada vez que vamos a la iglesia y abrimos la boca para alabar al Señor y oramos y prestamos atención a su palabra y nos acercamos a comulgar, también prestamos un servicio a la sociedad porque a todos nos hace bien recordar que somos responsables ante Dios. Y a su vez, cuando ponemos nuestro granito de arena para resolver los problemas de este mundo, también servimos a Dios y somos ejecutores de sus planes. 

Otra interpretación es que ninguno de los interlocutores de Jesús podía dudar de que el denario pertenecía al emperador y que lo que los dejó admirados es que Jesús agregó que debían dar a Dios lo que era de Dios, o sea aquello que tenía la imagen y la inscripción de Dios. Y somos nosotros, los seres humanos, los que llevamos la imagen y la inscripción de Dios, porque fuimos creados a su imagen (Génesis 1.27) y porque tenemos su ley grabada en nuestras mentes (Deuteronomio 6.6). Los seres humanos le debemos todo lo que somos a Dios. Y todo, incluso nuestras responsabilidades civiles, debe ser entendido en el contexto de nuestras responsabilidades para con Dios, que nos reclama por entero. En una situación de crisis, con creciente desigualdad social, con evasión impositiva sin sanción social, y con grupos que insisten en defender recortes impositivos a los más ricos y que no quieren ni oír hablar de un aumento de impuestos (en los Estados Unidos, por ejemplo, se han visto manifestantes llevando carteles con la leyenda “Dios odia los impuestos”), podría ser apropiado argumentar que Dios nos demanda que desarrollemos un régimen tributario más progresivo. Pero lo que Dios nos demanda es mucho más que eso.