Lectionary Commentaries for August 14, 2011
Noveno domingo después de Pentecostés

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Evangelio

Comentario del San Mateo 15:21-28

Guillermo Hansen

Nuestro pasaje, junto al relato del Centurión en Cafarnaún (8:5-13), son de los pocos en los evangelios que se dirigen a una cuestión de suma urgencia en la comunidad primitiva: el lugar de los ‘paganos’ o ‘gentiles’ en la misión de Jesús, y por ende, en la iglesia.

Las palabras y gestos de Jesús son narrados para guiar a la comunidad judeopalestinense en la aceptación de que la fe también se expresa entre los gentiles. Por ello el texto debe leerse no necesariamente como un hecho ‘verídico’ en todos sus detalles, sino como una afirmación inclusiva de la misión de Jesús.  

La introducción al texto (vv.21-22) nos indica un importante cambio geográfico en el itinerario de Jesús y sus discípulos. Jesús sube a “la región de Tiro y Sidón,” que tradicionalmente designaba a la región ‘pagana’ en las fronteras norte y noroeste de Palestina (Fenicia). Pero más que una expresión geográfica el texto lo utiliza sobre todo como una designación teológica: la mujer cananea viene de este territorio, de más allá de las fronteras de Israel. Reconoce a Jesús con un título (Hijo de David), solicitándole su intervención en la cura de su hija endemoniada. Esto confiere el marco para el intercambio que se entabla entre esta mujer (una ‘outsider’) y Jesús.

La segunda parte (vv. 23-24), de neta elaboración Mateana, hace intervenir a los discípulos quienes solicitan a Jesús que obre, ya que estaban fastidiados con los ‘gritos’ de la mujer. No puede perderse de vista el tono un tanto sarcástico en este versículo: describe la estratagema de los discípulos varones para ‘sacarse de encima’ a una mujer que ‘grita’ su desdicha. Jesús, en cambio, no la despide, pero tampoco le dirige por el momento la palabra. Cuando lo hace sale du sus labios una frase austera: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” Tal vez esta fórmula haya sido mantenida por aquellos partidarios en la iglesia primitiva de una cierta exclusividad ‘judía’ en la misión –puesto ahora en boca de Jesús. Es claro que esto no condice con el propio ministerio de Jesús tal como se narra en otros pasajes de los evangelios, pues tuvo contacto frecuente con gentiles considerando que en aquella época toda la región de Galilea era una zona mixta, de judíos y paganos. Por ello el sentido de estas palabras es abrir el espectro teológico de quienes son las ovejas perdidas, y con ello, a dónde se dirige el ministerio de Jesús y la iglesia.

El diálogo entre la mujer y Jesús comprende la tercera parte de la perícopa (vv.25-28). Después de las duras palabras puestas en boca de Jesús la mujer no ceja en su cometido. Los discípulos desaparecen de la escena, y ahora la mujer ‘confronta’ a Jesús postrándose ante él y pidiendo su socorro. Las palabras de Jesús, que ahora no pueden ignorar la presencia directa de la mujer, parecen un balbuceo estereotipado con la añadidura de un insulto: a los paganos (perritos) no le corresponde lo que por derecho es destinado al pueblo escogido. Pero esta construcción literaria prepara la escena para el ‘golpe de gracia’ dada por la mujer que expone una ‘sabiduría’ más refinada que estereotipos nacionalistas: aún los perritos comen de las migajas que caen de la mesa. Ante la atrevida insistencia y artera sabiduría, Jesús ya no puede retener lo que ella pide: lo ha tocado en su fuero más íntimo. El texto culmina poniendo de relieve la fe de la mujer, que prácticamente ‘arranca’ de Jesús un reconocimiento y con ello la bendición para su hija. La fe de la mujer en Jesús y la compasión por su hija es lo que desencadena finalmente la sanación. Esto es visto como una prefiguración de la inclusión de los gentiles en la obra salvadora de Cristo.      

Sugerencias para la predicación
¿Quiénes están adentro? ¿Quiénes quedan afuera? Sabemos que en la iglesia primitiva esto fue un tema de gran controversia. Por un lado Jesús era judío y su ministerio se desarrolló primariamente dentro de las fronteras de Israel. Pero por el otro lado, Jesús también curó a personas no israelitas y su mensaje sobre el Reino no parece condecirse con ningún tipo de exclusividad. Es más, su cuestionamiento de qué es lo puro y lo impuro desde el punto de vista cultural-religioso (vv. 10-20) socava los criterios tradicionales que servían para señalar quienes estaban adentro y quienes afuera (de la promesa, de la gracia, de la bendición o de la salvación).

Podemos decir que lo mismo sucede muchas veces con nuestras iglesias en la actualidad. También existen criterios –aunque diferentes– para discriminar quienes están adentro y quienes afuera. Pero cuando esto sucede dejamos de ser la iglesia convocada por Cristo para convertirnos en una secta que se jacta de ser el lugar donde se congregan solamente los salvos. Nuestra historia, etnicidad, nuestras normas morales o hasta nuestra propia teología pueden jugar el rol de criterio de ‘pureza’ que nos sitúan en una situación de privilegio aparente.

Mas el evangelio es contundente. Nada nos hace más merecedores de la gracia, pues solo la fe en Jesús, el Cristo de nuestras vidas, nos salva. Siempre que erigimos criterios de pureza y pertenencia, secretamente nos regocijamos en la exclusión y la impureza de los demás. Mas cuando esto sucede, nos convertimos en la vara que mide al resto de la humanidad, como si fuéramos seres que están más allá del bien y el mal. Y esto es querer ocupar el lugar de Cristo.

La mujer del relato nos enseña una cosa importante. Solo cuando nos animamos a cruzar las fronteras y las convenciones pidiendo al Señor que extienda sus manos y nos sane, entonces somos capaces de ver al Cristo que se manifiesta más allá de nuestros protocolos, que nos sorprende en el lugar que menos esperábamos encontrarlo. Pues la fe de esta mujer implica un coraje que muchos de los discípulos parecían carecer: el coraje de asumir la impureza, de que venimos de ‘más allá’, de que por derecho propio no nos pertenece nada ni se nos debe nada. El hecho de que la comunidad de Cristo es siempre una iglesia de pecadores indica precisamente eso: somos quienes Cristo encontró en su camino, lo impuro que muchos dejaban de lado, el milagro de que la gracia y la misericordia puede más que la exclusión y el miedo. La mujer tuvo el coraje de presentarse como una ‘outsider’, una ‘gentil’ y por ello ‘pecadora’, solo con una miseria para ofrecer: la posesión demoníaca de su hija. Y a cambio, Jesús le concede y regala el atributo más deseado, la salud y la salvación, es decir, la visita de Dios en su propia vida. Otro caso de un maravilloso intercambio entre Dios y nosotros/as.