Lectionary Commentaries for September 12, 2010
Decimosexto domingo después de Pentecostés

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Evangelio

Comentario del San Lucas 15:1-10

Guillermo Hansen

El texto para este domingo presenta dos parábolas, la oveja y la dracma (moneda) perdidas.

Mientras que la primera párabola también se encuentra en Mateo, la segunda se halla sólo en el evangelio de Lucas.

El texto nos exponen a uno de los métodos discursivos más comunes de Jesús, la parábola. El evangelista Lucas las sitúa en este estadio del ministerio de Jesús a fin de ilustrar una dimensión central del ministerio del nazareno: su hábito de comer y fraternizar con “pecadores” (vv. 1-2), gente de dudosa reputación social y religiosa, escándalo para la mentalidad moralizante del establishment social y religioso de la época (representados por los fariseos y los escribas). Las parábolas ilustran así no solo la conducta y misión de Jesús, sino un aspecto central de una concepción y experiencia de Dios que se acerca en forma preferencial a los ‘pecadores,’ a los marginales. Para Dios nada ni nadie carece de valor, especialmente cuando lo comparamos con la escala de valores que la sociedad, los usos y las costumbres establecen como ‘normal’

Hay dos temas centrales en este conjunto de parábolas: lo que estaba perdido (apollymi) es hallado, y el gozo (chairo) que produce el reencuentro. La primera parábola hace un uso explicito de la hipérbole, una suerte de exageración respecto a hechos mundanos que realza un sentido teológico específico que desafía las convenciones y conductas ordinarias: por ejemplo, el pastor va en busca de una oveja extraviada dejando a las otras 99 casi a merced de su propia suerte. Así se subraya tanto la actitud del pastor (quien no hace un cálculo normal de costos y beneficios), como la importancia intrínseca de lo que se halla (momentáneamente) extraviado. 

La segunda parábola, el dracma perdida (un dracma, moneda corriente en los territorios helenizados, correspondía al salario de un día de trabajo), repite los temas de lo perdido que es intensa y cuidadosamente buscado, como también el gozo producido por el hallazgo/reencuentro. Precisamente un rasgo característico que aparece en el evangelio de Lucas –sobre todo en las parábolas–  es la noción de alegría y regocijo. En los comentarios alegóricos que cierran las dos parábolas en cuestión, el evangelio habla de la “alegría en el cielo” (v. 7) y de “la alegría ante los ángeles de Dios” (v. 10). Hablamos aquí, entonces, de la alegría del propio Dios.

Es importante recalcar que al acercamos a una parábola debemos dejar siempre lugar para la intención primaria de la misma: ésta debe ‘jugar’ con nuestras mentes, con nuestras expectativas, con nuestros presupuestos. Solo así, cuando llegamos a participar como oyentes de la trama presentada, podemos vislumbrar los contornos del dominio o reino de Dios. Por ello las parábolas abren ante nosotros un nuevo mundo, un nuevo conjunto de posibilidades, estableciendo una ruptura con nuestras formas corrientes de pensamiento y vida. La parábola siempre invita a una relectura de nuestras vidas y, por ende, a un nuevo posicionamiento fruto de la irrupción liberadora de Dios.

Sugerencias para la predicación

Todos atesoramos algo en la vida, y experimentamos un sentido de pérdida cuando algo se va. Pero las dos parábolas que nos presenta Jesús no refieren tanto a lo que nosotros/as consideramos una pérdida o un tesoro, sino al carácter de Dios mismo. En primer lugar, lo que pareciera ser insignificante para nosotros/as es significativo para Dios. ¿Por qué Jesús se acercaba tanto a los pecadores, se sentaba con los publicanos? ¿No es esto contaminarse con lo inmoral, apartarse de las cosas de Dios? Los así llamados justos siempre se escandalizan ante lo que parece una conducta y cálculo desorbitados: dejar todo para ir al encuentro de lo perdido y marginal. Pero Dios es diferente, su cálculo es distinto. Lo que Dios ‘atesora’ es lo perdido; Dios se arriesga en busca de lo extraviado.

En segundo lugar, los relatos también hablan de la añoranza del propio Dios. No importa por cuánto tiempo nos hemos extraviado, no importa cuán lejos nos hemos ido, no importa cuán profundo son los valles donde nos hemos perdido. Dios nos recuerda siempre, y por ello viene tras nosotros/as.  Ninguna situación de desesperación y dolor puede borrar la opción preferencial de Dios por lo vulnerable, pequeño y olvidado. Porque siempre nos recuerda y atesora, la esperanza es posible, más aún en medio de nuestro extravío y perdición.

En tercer lugar, la pérdida y el alejamiento no sólo producen dolor y agonía en las personas, sino que es el mismo Dios quien experimenta vacío y dolor. Esta es la cruz del propio Dios. Este vacío no se llena ni remplaza con nada –como si las 99 ovejas o las 9 monedas restantes fueran un consuelo. Tampoco se consuela Dios con la presencia de los justos y el canto de los ángeles. Estos no reemplazan la añoranza por lo que se ha ido, lo que está perdido. Tal es la añoranza y amor de Dios que se hace uno de nosotros/as, al punto tal de abrazar en la cruz a todos los abandonados, a los considerados ‘malditos’ y alejados de Dios. Solo en el reencuentro con lo que ha sido ‘descartado,’ Dios halla su propia alegría, Dios puede ser plenamente el Dios de la vida.

Al recordar que los pecadores también denotan un lugar social, debemos preguntarnos dónde nos encontramos hoy. ¿Asumimos que somos por derecho propio, trayectoria o biografía, los/as favoritos/as de Dios? ¿Somos solidarios con lo que el mundo considera casos perdidos? ¿Celebramos cada vida que es afirmada de la manera en que Dios celebra un reencuentro? Si el evangelio nos recuerda la añoranza de Dios por nosotros/as, su incansable búsqueda, una alegría que brota de un encuentro prácticamente inesperado, ¿reconocemos que no somos más que pecadores/as (extraviados/as) que hemos sido perdonados/as (reencontrados/as)? ¿Vivimos nuestra fe con la humildad que se deriva de este hecho? ¿Nos abre los ojos a los excluidos y desheredados?