Este texto se puede leer como el cumplimiento de los temas que el autor del evangelio propuso en el capítulo 14, el discurso final de Jesús en el aposento alto antes de su arresto que toma el lugar de la Santa Cena que se halla en los otros evangelios.
Empezamos con los discípulos, escondidos a puertas cerradas por temor a las autoridades que habían arrestado al Señor unos días antes. En este primer día Juan ya nos ha dicho que los ángeles le anunciaron a María Magdalena la resurrección, que Pedro y el discípulo amado fueron a la tumba vacía, e incluso que el Señor se le apareció a María para consolarla y enviarle un mensaje a los discípulos. Pero eso no fue suficiente para calmar los temores de los discípulos. Como también nos pasa a muchos de nosotros y de nosotras, hemos oído las buenas nuevas, pero los retos y peligros del día a veces conspiran para abrumarnos.
En esta escena Jesús entra al cuarto de repente y, sorprendiéndolos, les anuncia paz (cf. 14:27). Al aclarar que las puertas estaban cerradas, el evangelio de Juan quizás está queriendo subrayar la naturaleza sobrenatural del cuerpo resucitado de Jesús—un cuerpo que ya no contaba con los límites humanos. Sin embargo, les muestra las heridas de su muerte, confirmándoles su identidad (cf. Juan 14:19-20), confirmándoles que era el mismo Señor que habían visto sufrir y morir. Les confiere la misión apostólica de ir al mundo a proclamar el evangelio. Mientras que el escritor de Lucas-Hechos pone la venida del Espíritu Santo a los cincuenta días después de la resurrección, quizás para que coincida con la fiesta de Pentecostés/Shavuot (la cual en la tradición judía celebra el don de la Ley en el Monte Sinaí), aquí Jesús, cumpliendo lo que prometió en 14:15-18, confiere el Espíritu Santo. La declaración acerca del perdón de pecados se ha de entender en este contexto como un poder o una autoridad dada a todos los que son llenos del Espíritu. Este texto parece una combinación de Lucas 24:47-49, donde la predicación del Evangelio (cf. Juan 15:26) está unida al perdón de pecados, y de Mateo 16:19 y 18:18, donde el poder de atar o desatar ciertas reglas de la asamblea es dado a Pedro y a los discípulos.
La siguiente sección del texto que trata acerca de Tomás parece apartada de la sección anterior. Pero en verdad las dos narrativas miran hacia el futuro—el tiempo presente desde punto de vista del autor y del lector, cuando la iglesia ya no experimenta apariciones del Señor ni el testimonio vivo de los primeros apóstoles. La historia de Tomás es contada para ayudar a todos futuros creyentes que no vieron al Señor con sus propios ojos. Tomás, a quien Juan había presentado como un seguidor comprometido a morir con el Señor (11:16), sin duda había sentido la ejecución de su Señor y se entiende su incredulidad. Un Mesías crucificado—ejecutado a las manos del estado—era un Mesías que había fallado, y por definición, no era Mesías. Uno puede imaginarse el trauma emocional, mental, y espiritual de haber visto cómo el Mesías con quien se había caminado por tres años era ejecutado como criminal. Pero Jesús quiebra las expectativas de Tomás y de todas las personas que dudan acerca de su identidad. La exclamación de Tomás “¡Señor mío y Dios mío!” cierra el círculo para el lector y la lectora, regresándonos al principio del evangelio donde el Verbo que se hizo carne es llamado Dios. Jesús es el Cristo, el Mesías—el ungido de Dios. Pero su mesianismo va más allá de lo que sus contemporáneos eran capaces de imaginar, cuando sólo esperaban un Mesías que los librara de Roma. Jesús triunfa sobre la muerte y la persona creyente puede estar segura de que el camino de Jesús—de amar al prójimo, de servir al mundo, de dar la vida por otros—es el método por cual Dios triunfará sobre Roma, Moscú, Washington, Wall Street, o cualquier institución que se oponga al Reino de Dios.
También algunos han notado que nuestro texto lleva ecos de anti-imperialismo. El César era considerado como señor y dios en los escritos de la era. Quizás aquí, el autor del evangelio, escribiendo al fin del primer siglo y consciente del martirio de los apóstoles y de las persecuciones que estaban sufriendo los seguidores de Jesús bajo Nerón, le recuerda a su audiencia que la comunidad de Jesús está encabezada por alguien que es el verdadero Señor y Dios y triunfador sobre la muerte. El hecho de que sean declarados bienaventurados quienes creen la resurrección sin haber visto o tocado el cuerpo físico de Jesús afirma nuestra realidad presente en la que no compartimos su presencia corporal y nos regresa al tema de la parte anterior de este capítulo, el impartir del Espíritu. La comunidad de Jesús es la que está llena y se deja guiar por el Espíritu Santo; la presencia del Señor es conocida por medio del Espíritu dado en 20:22. La comunidad cristiana, a diferencia de la opinión popular, no es un “Pueblo del Libro” sino un “Pueblo del Espíritu.” Es un pueblo que es llamado a seguir adelante atento a la voz del Espíritu. En tiempos en los cuales unos tratan de demonizar u deshumanizar a otros, sea por su nacionalidad, raza, clase económica, religión, orientación sexual, o identidad de género, y usan a la biblia o al patriotismo como su “prueba,” el pueblo de Dios debe mantenerse atento al Espíritu. Así como los apóstoles pudieron ver el movimiento del Espíritu entre los gentiles a pesar de todo lo que habían oído en la Ley; así como Tomás y los discípulos pudieron ver y tocar al Jesús resucitado y declararlo “¡Señor mío y Dios mío!” a pesar de todas preconcepciones que habían tenido acerca del Mesías, así también el pueblo de Dios ha de mantenerse atento al Espíritu, quien nos recordará el camino de Jesús y no permitirá que el temor, las sospechas, o el odio interfieran con la paz que nos da el Señor resucitado. Conforme a lo que nos dice este evangelio en el capítulo 3, el Espíritu sopla “de donde quiere” (v. 8). El poder y la gracia de Dios se muestran en maneras y en avenidas sorprendentes y a veces, al contrario de lo que esperamos. Los discípulos pudieron ver más allá de sus esperanzas de que llegara un Mesías conquistador. Pedro pudo reconocer el movimiento del Espíritu entre los gentiles inmundos. ¿Se moverá el Espíritu en lugares donde nuestros prejuicios y preconcepciones nos ciegan? ¿Podremos reconocer el poder del Resucitado aunque desafíe nuestras expectaciones y nuestras ortodoxias? ¿Qué bendiciones nos perdemos cuando, en el nombre del mismo Dios, nos negamos a ver frutos del Espíritu en personas, movimientos o lugares fuera de nuestra piedad?
Este texto se puede leer como el cumplimiento de los temas que el autor del evangelio propuso en el capítulo 14, el discurso final de Jesús en el aposento alto antes de su arresto que toma el lugar de la Santa Cena que se halla en los otros evangelios.
Empezamos con los discípulos, escondidos a puertas cerradas por temor a las autoridades que habían arrestado al Señor unos días antes. En este primer día Juan ya nos ha dicho que los ángeles le anunciaron a María Magdalena la resurrección, que Pedro y el discípulo amado fueron a la tumba vacía, e incluso que el Señor se le apareció a María para consolarla y enviarle un mensaje a los discípulos. Pero eso no fue suficiente para calmar los temores de los discípulos. Como también nos pasa a muchos de nosotros y de nosotras, hemos oído las buenas nuevas, pero los retos y peligros del día a veces conspiran para abrumarnos.
En esta escena Jesús entra al cuarto de repente y, sorprendiéndolos, les anuncia paz (cf. 14:27). Al aclarar que las puertas estaban cerradas, el evangelio de Juan quizás está queriendo subrayar la naturaleza sobrenatural del cuerpo resucitado de Jesús—un cuerpo que ya no contaba con los límites humanos. Sin embargo, les muestra las heridas de su muerte, confirmándoles su identidad (cf. Juan 14:19-20), confirmándoles que era el mismo Señor que habían visto sufrir y morir. Les confiere la misión apostólica de ir al mundo a proclamar el evangelio. Mientras que el escritor de Lucas-Hechos pone la venida del Espíritu Santo a los cincuenta días después de la resurrección, quizás para que coincida con la fiesta de Pentecostés/Shavuot (la cual en la tradición judía celebra el don de la Ley en el Monte Sinaí), aquí Jesús, cumpliendo lo que prometió en 14:15-18, confiere el Espíritu Santo. La declaración acerca del perdón de pecados se ha de entender en este contexto como un poder o una autoridad dada a todos los que son llenos del Espíritu. Este texto parece una combinación de Lucas 24:47-49, donde la predicación del Evangelio (cf. Juan 15:26) está unida al perdón de pecados, y de Mateo 16:19 y 18:18, donde el poder de atar o desatar ciertas reglas de la asamblea es dado a Pedro y a los discípulos.
La siguiente sección del texto que trata acerca de Tomás parece apartada de la sección anterior. Pero en verdad las dos narrativas miran hacia el futuro—el tiempo presente desde punto de vista del autor y del lector, cuando la iglesia ya no experimenta apariciones del Señor ni el testimonio vivo de los primeros apóstoles. La historia de Tomás es contada para ayudar a todos futuros creyentes que no vieron al Señor con sus propios ojos. Tomás, a quien Juan había presentado como un seguidor comprometido a morir con el Señor (11:16), sin duda había sentido la ejecución de su Señor y se entiende su incredulidad. Un Mesías crucificado—ejecutado a las manos del estado—era un Mesías que había fallado, y por definición, no era Mesías. Uno puede imaginarse el trauma emocional, mental, y espiritual de haber visto cómo el Mesías con quien se había caminado por tres años era ejecutado como criminal. Pero Jesús quiebra las expectativas de Tomás y de todas las personas que dudan acerca de su identidad. La exclamación de Tomás “¡Señor mío y Dios mío!” cierra el círculo para el lector y la lectora, regresándonos al principio del evangelio donde el Verbo que se hizo carne es llamado Dios. Jesús es el Cristo, el Mesías—el ungido de Dios. Pero su mesianismo va más allá de lo que sus contemporáneos eran capaces de imaginar, cuando sólo esperaban un Mesías que los librara de Roma. Jesús triunfa sobre la muerte y la persona creyente puede estar segura de que el camino de Jesús—de amar al prójimo, de servir al mundo, de dar la vida por otros—es el método por cual Dios triunfará sobre Roma, Moscú, Washington, Wall Street, o cualquier institución que se oponga al Reino de Dios.
También algunos han notado que nuestro texto lleva ecos de anti-imperialismo. El César era considerado como señor y dios en los escritos de la era. Quizás aquí, el autor del evangelio, escribiendo al fin del primer siglo y consciente del martirio de los apóstoles y de las persecuciones que estaban sufriendo los seguidores de Jesús bajo Nerón, le recuerda a su audiencia que la comunidad de Jesús está encabezada por alguien que es el verdadero Señor y Dios y triunfador sobre la muerte. El hecho de que sean declarados bienaventurados quienes creen la resurrección sin haber visto o tocado el cuerpo físico de Jesús afirma nuestra realidad presente en la que no compartimos su presencia corporal y nos regresa al tema de la parte anterior de este capítulo, el impartir del Espíritu. La comunidad de Jesús es la que está llena y se deja guiar por el Espíritu Santo; la presencia del Señor es conocida por medio del Espíritu dado en 20:22. La comunidad cristiana, a diferencia de la opinión popular, no es un “Pueblo del Libro” sino un “Pueblo del Espíritu.” Es un pueblo que es llamado a seguir adelante atento a la voz del Espíritu. En tiempos en los cuales unos tratan de demonizar u deshumanizar a otros, sea por su nacionalidad, raza, clase económica, religión, orientación sexual, o identidad de género, y usan a la biblia o al patriotismo como su “prueba,” el pueblo de Dios debe mantenerse atento al Espíritu. Así como los apóstoles pudieron ver el movimiento del Espíritu entre los gentiles a pesar de todo lo que habían oído en la Ley; así como Tomás y los discípulos pudieron ver y tocar al Jesús resucitado y declararlo “¡Señor mío y Dios mío!” a pesar de todas preconcepciones que habían tenido acerca del Mesías, así también el pueblo de Dios ha de mantenerse atento al Espíritu, quien nos recordará el camino de Jesús y no permitirá que el temor, las sospechas, o el odio interfieran con la paz que nos da el Señor resucitado. Conforme a lo que nos dice este evangelio en el capítulo 3, el Espíritu sopla “de donde quiere” (v. 8). El poder y la gracia de Dios se muestran en maneras y en avenidas sorprendentes y a veces, al contrario de lo que esperamos. Los discípulos pudieron ver más allá de sus esperanzas de que llegara un Mesías conquistador. Pedro pudo reconocer el movimiento del Espíritu entre los gentiles inmundos. ¿Se moverá el Espíritu en lugares donde nuestros prejuicios y preconcepciones nos ciegan? ¿Podremos reconocer el poder del Resucitado aunque desafíe nuestras expectaciones y nuestras ortodoxias? ¿Qué bendiciones nos perdemos cuando, en el nombre del mismo Dios, nos negamos a ver frutos del Espíritu en personas, movimientos o lugares fuera de nuestra piedad?