Escuchamos decenas de voces todos los días que nos invitan, nos limitan, nos endulzan o nos regañan. Voces que provienen de nuestras familias, de nuestras parejas, de nuestros hijos o hijas, de nuestros padres o madres, voces de nuestro trabajo, de la gente que camina por la calle o de la que está sentada al borde con su mirada puesta en nosotros y nosotras. Voces amistosas y voces amenazantes. Voces que son gritos y voces que son silencios.
Sin duda Jesús percibió esas voces, como cualquiera de nosotros o nosotras. Cuando leemos Mc 1:14-20, en que se relatan dos importantes episodios, escuchamos una serie de voces: Jesús alza la voz proclamando la buena nueva y, consecutivamente, camina junto a la gente; allí donde las personas están en sus labores diarias. Las mira y dialoga con ellas.
Recordemos que estamos en el primer capítulo del evangelio de Marcos que, antes de nuestro pasaje, se inicia con tres hechos importantes. El primero tiene que ver con Juan, llamado el Bautista, por la función que ejercía: bautizaba a aquellas personas que reconocían sus pecados, se reconciliaban consigo mismas, con su entorno y con Dios, y se convertían (Mc 1:4-5). Juan era un hombre valiente, en sus actos y en sus palabras. El segundo hecho es la aparición en escena de Jesús. Después de un largo camino (llega de Nazaret al río Jordán), Jesús escucha la voz del Bautista y pide ser bautizado. Luego se escucha una voz, dice el texto. Nuevamente nos encontramos con una Voz; esta vez viene de lo alto (de los cielos) y nombra a Jesús como al “Hijo amado” (Mc 1:9-11).
El tercer hecho está resumido en dos versículos (Mc 1:12-13): el Espíritu impulsa a Jesús al desierto. Podemos interpretar que allí Jesús escuchó muchas voces, y especialmente una, la de Satanás, quien, recordemos, también es llamado el “padre de la mentira” (ver Jn 8:44). Jesús estuvo días y días en el desierto escuchando voces falsas y tentadoras, pero lo interesante de todo esto es que Jesús también escuchó otras voces: de ángeles y de fieras o animales salvajes.
Con todas estas voces interpelantes Jesús sigue su caminata y aclara misión. En su condición de ser humano, Jesús está aprendiendo como todo ser humano. Fue al desierto por las mismas razones por las que muchas personas elegimos en algún momento la soledad. Por una necesidad imperiosa de búsqueda de algo que no podemos encontrar en el bullicio cotidiano. Jesús necesita saber, quiere comprender para seguir caminando.
Aquí retomamos nuestro relato. Ya hicimos mención a Juan, el que bautizaba. En Mc 1:14 el evangelio da una preocupante y triste noticia: ¡arrestaron a Juan! Seguramente querían callar la voz de Juan. Como sucedió ayer, y como sucede hoy, Juan está en las voces de tantas personas a las que se obliga a hacer silencio. Recordemos a los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa en México. Se los llevaron y los desaparecieron; sin embargo sus voces continúan oyéndose por todo el mundo. Un rumor que se transforma en tormenta humana cuando un justo es encarcelado. Porque en Ayotzinapa por justicia los hijos del pueblo se están educando, porque la educación es la mejor arma para luchar contra el poder, la corrupción y los autoritarismos. Justamente cuando existen los medios para que se dé educación de calidad y en condiciones socialmente adecuadas, se hace justicia. La justicia entendida como el restablecimiento y sanación de relaciones, despejando las groseras asimetrías sociales y económicas, y entrando en conflicto con los poderosos y los corruptos que no quieren que les toquen sus privilegios mal habidos.
Imagino a Jesús caminando por la playa y pensando en Juan y todo lo que le sucedió por mantener y vivir según sus convicciones. Jesús también sentía esa voz interior que lo movía a hacer algo. Así como Juan fue llamado a predicar y bautizar, Jesús percibía el llamado a transformar las injusticias, a trastocar las realidades indignas, a sanar los corazones y los cuerpos heridos. Sí, sin duda él escuchaba esas voces que se entremezclaban con aquella Voz mayor que le dijo: “Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia.”
Mientras esas voces le susurraban desde dentro y se unían al polvo del camino y a la brisa del lago, Jesús mira a aquellos hombres que, al parecer, no tenían la intención de pasar toda su vida en la rutina del trabajo pesquero. Posiblemente Jesús los contempló por un buen rato y vio sus actitudes. Tal vez escuchó algo de sus diálogos, y sintió esa empatía que solemos sentir cuando encontramos a alguna persona con la que aceptamos asumir retos o que nos ayuda a tomar decisiones. Es por eso que Jesús llamó a Simón y a Andrés, y luego a Jacobo (Santiago) y a Juan (hijos de Zebedeo).
Debemos suponer que el reto propuesto por Jesús no sólo llamó la atención de estos cuatro hombres, sino que los puso en movimiento y, sobre todo, logró romper con su rutina: “Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres” (v. 17). Vaya reto. Esa voz que escucharon esos cuatro hombres un día, mientras realizaban su trabajo, es de aquellas voces que invitan a “dejar todo” porque “desinstalan” para recrear y transformar; son de aquellas voces que nos hacen creer nuevamente que podemos trabajar con otros y otras y que somos capaces de transformar, pero en comunidad.
Son esas voces que, de alguna manera, están mostrando el panorama y el espacio donde se asoma la libertad, sin ocultarnos que al momento de desinstalarnos e invitarnos a realizar nuevas y sinceras búsquedas, también nos están diciendo que estos nuevos rumbos tienen sus riesgos. Porque el camino de la libertad y la búsqueda de la justicia se unen a otras voces que son disonantes y que entran en contradicción con la comodidad, y con las constantes vivencias poco dignas e injustas. Voces que no aceptan la horizontalidad que supone reconocernos con la dignidad de los hijos y de las hijas de Dios.
Todos y todas, sin duda, alguna vez escuchamos la voz que nos dijo: “Vengan conmigo.” ¿Cuántas veces tuvimos el valor de responder con nuestras acciones y asumir el riesgo de caminar junto a este “hijo amado” que nos habla y que deja que escuchemos su voz y junto a ella también otras voces que nos dicen que necesitan de ti, de mí? Porque si escuchamos con atención, oiremos voces que nos hacen partícipes de historias no siempre agradables o alegres, y escucharemos también voces que reflejan esperanza y humanidad. Junto a esas voces cotidianas y a la Voz mayor tenemos que tomar decisiones y no escapar de ellas, y esas decisiones pueden transformar para bien no sólo nuestro mundo personal, sino sobre todo nuestros espacios inmediatos, familiares, sociales, culturales y hasta religiosos.
Tomando Decisiones Difíciles
Escuchamos decenas de voces todos los días que nos invitan, nos limitan, nos endulzan o nos regañan. Voces que provienen de nuestras familias, de nuestras parejas, de nuestros hijos o hijas, de nuestros padres o madres, voces de nuestro trabajo, de la gente que camina por la calle o de la que está sentada al borde con su mirada puesta en nosotros y nosotras. Voces amistosas y voces amenazantes. Voces que son gritos y voces que son silencios.
Sin duda Jesús percibió esas voces, como cualquiera de nosotros o nosotras. Cuando leemos Mc 1:14-20, en que se relatan dos importantes episodios, escuchamos una serie de voces: Jesús alza la voz proclamando la buena nueva y, consecutivamente, camina junto a la gente; allí donde las personas están en sus labores diarias. Las mira y dialoga con ellas.
Recordemos que estamos en el primer capítulo del evangelio de Marcos que, antes de nuestro pasaje, se inicia con tres hechos importantes. El primero tiene que ver con Juan, llamado el Bautista, por la función que ejercía: bautizaba a aquellas personas que reconocían sus pecados, se reconciliaban consigo mismas, con su entorno y con Dios, y se convertían (Mc 1:4-5). Juan era un hombre valiente, en sus actos y en sus palabras. El segundo hecho es la aparición en escena de Jesús. Después de un largo camino (llega de Nazaret al río Jordán), Jesús escucha la voz del Bautista y pide ser bautizado. Luego se escucha una voz, dice el texto. Nuevamente nos encontramos con una Voz; esta vez viene de lo alto (de los cielos) y nombra a Jesús como al “Hijo amado” (Mc 1:9-11).
El tercer hecho está resumido en dos versículos (Mc 1:12-13): el Espíritu impulsa a Jesús al desierto. Podemos interpretar que allí Jesús escuchó muchas voces, y especialmente una, la de Satanás, quien, recordemos, también es llamado el “padre de la mentira” (ver Jn 8:44). Jesús estuvo días y días en el desierto escuchando voces falsas y tentadoras, pero lo interesante de todo esto es que Jesús también escuchó otras voces: de ángeles y de fieras o animales salvajes.
Con todas estas voces interpelantes Jesús sigue su caminata y aclara misión. En su condición de ser humano, Jesús está aprendiendo como todo ser humano. Fue al desierto por las mismas razones por las que muchas personas elegimos en algún momento la soledad. Por una necesidad imperiosa de búsqueda de algo que no podemos encontrar en el bullicio cotidiano. Jesús necesita saber, quiere comprender para seguir caminando.
Aquí retomamos nuestro relato. Ya hicimos mención a Juan, el que bautizaba. En Mc 1:14 el evangelio da una preocupante y triste noticia: ¡arrestaron a Juan! Seguramente querían callar la voz de Juan. Como sucedió ayer, y como sucede hoy, Juan está en las voces de tantas personas a las que se obliga a hacer silencio. Recordemos a los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa en México. Se los llevaron y los desaparecieron; sin embargo sus voces continúan oyéndose por todo el mundo. Un rumor que se transforma en tormenta humana cuando un justo es encarcelado. Porque en Ayotzinapa por justicia los hijos del pueblo se están educando, porque la educación es la mejor arma para luchar contra el poder, la corrupción y los autoritarismos. Justamente cuando existen los medios para que se dé educación de calidad y en condiciones socialmente adecuadas, se hace justicia. La justicia entendida como el restablecimiento y sanación de relaciones, despejando las groseras asimetrías sociales y económicas, y entrando en conflicto con los poderosos y los corruptos que no quieren que les toquen sus privilegios mal habidos.
Imagino a Jesús caminando por la playa y pensando en Juan y todo lo que le sucedió por mantener y vivir según sus convicciones. Jesús también sentía esa voz interior que lo movía a hacer algo. Así como Juan fue llamado a predicar y bautizar, Jesús percibía el llamado a transformar las injusticias, a trastocar las realidades indignas, a sanar los corazones y los cuerpos heridos. Sí, sin duda él escuchaba esas voces que se entremezclaban con aquella Voz mayor que le dijo: “Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia.”
Mientras esas voces le susurraban desde dentro y se unían al polvo del camino y a la brisa del lago, Jesús mira a aquellos hombres que, al parecer, no tenían la intención de pasar toda su vida en la rutina del trabajo pesquero. Posiblemente Jesús los contempló por un buen rato y vio sus actitudes. Tal vez escuchó algo de sus diálogos, y sintió esa empatía que solemos sentir cuando encontramos a alguna persona con la que aceptamos asumir retos o que nos ayuda a tomar decisiones. Es por eso que Jesús llamó a Simón y a Andrés, y luego a Jacobo (Santiago) y a Juan (hijos de Zebedeo).
Debemos suponer que el reto propuesto por Jesús no sólo llamó la atención de estos cuatro hombres, sino que los puso en movimiento y, sobre todo, logró romper con su rutina: “Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres” (v. 17). Vaya reto. Esa voz que escucharon esos cuatro hombres un día, mientras realizaban su trabajo, es de aquellas voces que invitan a “dejar todo” porque “desinstalan” para recrear y transformar; son de aquellas voces que nos hacen creer nuevamente que podemos trabajar con otros y otras y que somos capaces de transformar, pero en comunidad.
Son esas voces que, de alguna manera, están mostrando el panorama y el espacio donde se asoma la libertad, sin ocultarnos que al momento de desinstalarnos e invitarnos a realizar nuevas y sinceras búsquedas, también nos están diciendo que estos nuevos rumbos tienen sus riesgos. Porque el camino de la libertad y la búsqueda de la justicia se unen a otras voces que son disonantes y que entran en contradicción con la comodidad, y con las constantes vivencias poco dignas e injustas. Voces que no aceptan la horizontalidad que supone reconocernos con la dignidad de los hijos y de las hijas de Dios.
Todos y todas, sin duda, alguna vez escuchamos la voz que nos dijo: “Vengan conmigo.” ¿Cuántas veces tuvimos el valor de responder con nuestras acciones y asumir el riesgo de caminar junto a este “hijo amado” que nos habla y que deja que escuchemos su voz y junto a ella también otras voces que nos dicen que necesitan de ti, de mí? Porque si escuchamos con atención, oiremos voces que nos hacen partícipes de historias no siempre agradables o alegres, y escucharemos también voces que reflejan esperanza y humanidad. Junto a esas voces cotidianas y a la Voz mayor tenemos que tomar decisiones y no escapar de ellas, y esas decisiones pueden transformar para bien no sólo nuestro mundo personal, sino sobre todo nuestros espacios inmediatos, familiares, sociales, culturales y hasta religiosos.