A fines de agosto, asistí a un congreso de estudios bíblicos en París.
Mis hijas no podían acompañarme, claro está, pero a pesar de ello seguían muy entusiasmadas con la idea que su padre fuera a Europa y no paraban de insistir: “¿Vas a ir a ver la torre Eiffel, ah papá? ¡Tienes que tomarte una foto ante ella y mandárnosla!” Mi propio entusiasmo andaba menguado por el poco tiempo que me quedaba para preparar una presentación adecuada, con todos los preparativos por hacer a principios del año académico. Tratando de prevenir un posible desencanto de su parte, les advertí: “Papá va a París a trabajar en un congreso y regresa enseguida para dictar curso. No creo que tenga tiempo para hacer turismo.” Pero les era inconcebible la idea de cruzar el Atlántico y estar en París sin ir a ver la torre Eiffel. Hay algo muy humano en querer admirar las construcciones monumentales de cada lugar: ¿Cómo ir a Atenas sin visitar el Partenón? ¿O ir a Roma sin ver el Coliseo? ¿O ir a Pekín sin entrar en la ciudad prohibida?
“Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!” (v. 1). Los discípulos de Jesús, galileos recién llegados a la capital, admiran el esplendor del templo de Jerusalén. Ya no era el famoso templo del rey Salomón, saqueado por los babilonios seis siglos atrás, cuya gloria se había quedado grabada en los anales de Israel. Era un segundo templo, reconstruido al regresar del exilio en Babilonia y renovado por el rey Herodes con prolongados trabajos que duraban desde hacía ya 46 años (según Juan 2:20). Aunque no tuviera la magnificencia del primer templo, el segundo templo renovado era un conjunto de recintos y de edificios impresionantes situado hacia el este de la ciudad, sobre el monte Sión. Además, siendo el centro de la vida religiosa judía, el templo era la “casa del Señor,” el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, y atraía a peregrinos de todas partes, no sólo de Israel, sino de todas las ciudades del imperio romano donde vivían judíos emigrados. El culto era solemne y continuo del amanecer al atardecer. Los discípulos podían pues quedarse impresionados ante tal vista. Jesús rompe la magia del momento con un juicio lapidario sobre lo que admiran: “No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada” (v. 2).
Jerusalén ya había vivido el traumatismo del saqueo del primer templo por los babilonios, y luego la profanación del segundo templo por el rey griego Antíoco IV Epífanes, quien osó levantar allí un altar abominable a Zeus Olímpico (1 Macabeos 1:54), el “desolador” según el profeta Daniel (Daniel 9:27). Pero después de la guerra de independencia judía y la purificación del templo por Judas Macabeo (1 Macabeos 4:36-59), Israel albergaba el sueño de un templo sagrado, protegido por Dios. Por el contrario, la profecía de Jesús anuncia el juicio de Dios sobre su propio templo, condenando la religiosidad institucionalizada de la casta sacerdotal. Como ya se sabe en lecturas precedentes, Jesús ha maldecido el templo cual higuera que no da los frutos esperados (11:12-14, 20-25). El profeta de Nazaret ha corrido y echado fuera del templo a los vendedores y cambiadores de dinero, anunciando con su gesto simbólico una purificación radical del templo (11:15-19). El maestro ya ha contado la parábola de los labradores homicidas, quienes retienen para ellos el fruto de la viña que se les ha confiado, en vez de ofrecerlo a Dios, el propietario de la viña, criticando así a los líderes religiosos de su tiempo (12:1-12). Y finalmente, Jesús ha contrastado la generosidad de una humilde viuda, quien da al templo lo que tiene para vivir, con el abuso impune de parte de los escribas “que devoran las casas de las viudas y, para disimularlo, hacen largas oraciones” (12:38-44).
Jesús renueva pues la condena que el profeta Isaías ya hacía en su tiempo de la religiosidad aparatosa e hipócrita: “Ciertamente la viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel y los hombres de Judá, planta deliciosa suya. Esperaba juicio y hubo vileza; justicia, y hubo clamor” (Isaías 5:7).
El fruto que Dios espera de la verdadera religión es justicia, no templos admirables. Aunque los hombres se escondan detrás de vestidos rituales, de ceremonias religiosas o de bellas piedras, el juicio de Dios los encontrará tarde o temprano, pues “no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada” (v. 2). “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas? ¿Y qué señal habrá cuando todas estas cosas hayan de cumplirse?,” preguntan los discípulos (v. 4).
Por toda respuesta, Jesús aconseja calma y vigilancia, serenidad y perspicacia. Pues habrá conflictos, guerras, tragedias naturales y alborotos políticos. Pero eso no es el juicio de Dios. También surgirán falsos profetas y amenazas religiosas basadas en rumores. Pero ello no deberá turbar a quien ya vio lo que le hicieron a Cristo. Quien quiera seguir al maestro tendrá que discernir el verdadero templo más allá de las bellas piedras, y la verdadera justicia más allá de las catástrofes. La verdadera piedad es venir en ayuda de la pobre viuda y no quedarse pasmados ante los generosos dones para el templo de la gente adinerada.
Durante mi congreso me albergó calurosamente una comunidad religiosa. Y sí, me llevaron una noche a ver la torre Eiffel y pude fotografiarla para mis chicas. Pero también recuerdo el derroche de lujo en las tiendas a lo largo de los Campos Elíseos. Y la mendicidad de pobres personas migrantes en las calles de París, supuesta “Ciudad de las luces.”
A fines de agosto, asistí a un congreso de estudios bíblicos en París.
Mis hijas no podían acompañarme, claro está, pero a pesar de ello seguían muy entusiasmadas con la idea que su padre fuera a Europa y no paraban de insistir: “¿Vas a ir a ver la torre Eiffel, ah papá? ¡Tienes que tomarte una foto ante ella y mandárnosla!” Mi propio entusiasmo andaba menguado por el poco tiempo que me quedaba para preparar una presentación adecuada, con todos los preparativos por hacer a principios del año académico. Tratando de prevenir un posible desencanto de su parte, les advertí: “Papá va a París a trabajar en un congreso y regresa enseguida para dictar curso. No creo que tenga tiempo para hacer turismo.” Pero les era inconcebible la idea de cruzar el Atlántico y estar en París sin ir a ver la torre Eiffel. Hay algo muy humano en querer admirar las construcciones monumentales de cada lugar: ¿Cómo ir a Atenas sin visitar el Partenón? ¿O ir a Roma sin ver el Coliseo? ¿O ir a Pekín sin entrar en la ciudad prohibida?
“Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!” (v. 1). Los discípulos de Jesús, galileos recién llegados a la capital, admiran el esplendor del templo de Jerusalén. Ya no era el famoso templo del rey Salomón, saqueado por los babilonios seis siglos atrás, cuya gloria se había quedado grabada en los anales de Israel. Era un segundo templo, reconstruido al regresar del exilio en Babilonia y renovado por el rey Herodes con prolongados trabajos que duraban desde hacía ya 46 años (según Juan 2:20). Aunque no tuviera la magnificencia del primer templo, el segundo templo renovado era un conjunto de recintos y de edificios impresionantes situado hacia el este de la ciudad, sobre el monte Sión. Además, siendo el centro de la vida religiosa judía, el templo era la “casa del Señor,” el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, y atraía a peregrinos de todas partes, no sólo de Israel, sino de todas las ciudades del imperio romano donde vivían judíos emigrados. El culto era solemne y continuo del amanecer al atardecer. Los discípulos podían pues quedarse impresionados ante tal vista. Jesús rompe la magia del momento con un juicio lapidario sobre lo que admiran: “No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada” (v. 2).
Jerusalén ya había vivido el traumatismo del saqueo del primer templo por los babilonios, y luego la profanación del segundo templo por el rey griego Antíoco IV Epífanes, quien osó levantar allí un altar abominable a Zeus Olímpico (1 Macabeos 1:54), el “desolador” según el profeta Daniel (Daniel 9:27). Pero después de la guerra de independencia judía y la purificación del templo por Judas Macabeo (1 Macabeos 4:36-59), Israel albergaba el sueño de un templo sagrado, protegido por Dios. Por el contrario, la profecía de Jesús anuncia el juicio de Dios sobre su propio templo, condenando la religiosidad institucionalizada de la casta sacerdotal. Como ya se sabe en lecturas precedentes, Jesús ha maldecido el templo cual higuera que no da los frutos esperados (11:12-14, 20-25). El profeta de Nazaret ha corrido y echado fuera del templo a los vendedores y cambiadores de dinero, anunciando con su gesto simbólico una purificación radical del templo (11:15-19). El maestro ya ha contado la parábola de los labradores homicidas, quienes retienen para ellos el fruto de la viña que se les ha confiado, en vez de ofrecerlo a Dios, el propietario de la viña, criticando así a los líderes religiosos de su tiempo (12:1-12). Y finalmente, Jesús ha contrastado la generosidad de una humilde viuda, quien da al templo lo que tiene para vivir, con el abuso impune de parte de los escribas “que devoran las casas de las viudas y, para disimularlo, hacen largas oraciones” (12:38-44).
Jesús renueva pues la condena que el profeta Isaías ya hacía en su tiempo de la religiosidad aparatosa e hipócrita: “Ciertamente la viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel y los hombres de Judá, planta deliciosa suya. Esperaba juicio y hubo vileza; justicia, y hubo clamor” (Isaías 5:7).
El fruto que Dios espera de la verdadera religión es justicia, no templos admirables. Aunque los hombres se escondan detrás de vestidos rituales, de ceremonias religiosas o de bellas piedras, el juicio de Dios los encontrará tarde o temprano, pues “no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada” (v. 2). “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas? ¿Y qué señal habrá cuando todas estas cosas hayan de cumplirse?,” preguntan los discípulos (v. 4).
Por toda respuesta, Jesús aconseja calma y vigilancia, serenidad y perspicacia. Pues habrá conflictos, guerras, tragedias naturales y alborotos políticos. Pero eso no es el juicio de Dios. También surgirán falsos profetas y amenazas religiosas basadas en rumores. Pero ello no deberá turbar a quien ya vio lo que le hicieron a Cristo. Quien quiera seguir al maestro tendrá que discernir el verdadero templo más allá de las bellas piedras, y la verdadera justicia más allá de las catástrofes. La verdadera piedad es venir en ayuda de la pobre viuda y no quedarse pasmados ante los generosos dones para el templo de la gente adinerada.
Durante mi congreso me albergó calurosamente una comunidad religiosa. Y sí, me llevaron una noche a ver la torre Eiffel y pude fotografiarla para mis chicas. Pero también recuerdo el derroche de lujo en las tiendas a lo largo de los Campos Elíseos. Y la mendicidad de pobres personas migrantes en las calles de París, supuesta “Ciudad de las luces.”