La lectura del evangelio de Mateo de hoy forma parte del Sermón del Monte (Mt 5:3–7:27) y sirve como un llamado para recordar aquella triste realidad que se nos pasa por alto a menudo, a pesar de que hemos sido formados/as del polvo y en polvo nos convertiremos (Gn 3:19).
Esa triste realidad es la de que nos gratifica la admiración que recibimos en público por nuestros actos de piedad. En vista de esta inclinación a la auto-alabanza que asola al ser humano, nos viene bien el mensaje de Cristo: ofrezcamos nuestros actos de piedad a Dios en secreto.
El Señor recuerda a sus discípulos/as que no debemos ser como los hipócritas (vv. 1-2, 5, 16) quienes dan a los pobres (vv. 1-4), rezan (vv. 5-8) y ayunan (vv. 16-18) con el fin de recibir los aplausos de las personas marginadas que viven de nuestras limosnas. Al contrario, nos llama a ejercer una espiritualidad en secreto que, a su vez, no escapa la vista del Padre que recompensará en público (vv. 4, 18, 20).
La exhortación a una vida piadosa que evite la luz del público pareciera contradecir, a primera vista, el llamado a ser una “ciudad asentada sobre un monte” que “no se puede esconder” o una luz que alumbre “delante de los hombres” (Mt 5:14-16). Es más, ¿no nos debería servir también de ejemplo el profeta Daniel quien oraba con las ventanas abiertas (Dn 6:10)? Puede ser que esta contradicción se solucione con lo que le escuché decir una vez en una prédica al misionólogo Roberto Hatch: “cuando vives en Babilonia las oraciones se hacen con las ventanas abiertas pero en Jerusalén hay que orar con las ventanas cerradas.” En efecto, una espiritualidad que glorifique a Dios (Mt 5:16) deberá fluir tanto de la humildad como de un conocimiento profundo del contexto en que vivimos.
La recompensa de los hipócritas
La palabra “hipócrita” en el griego antiguo se refería a un actor. Sin embargo, en el primer siglo el término tenía otros matices también. Observa D. A. Carson que el evangelista usa el término en Mt 6:2, 5, 16 (cf. también Mt 7:5; 23:13-15, 25, 27, 29) para describir una persona que –autoengañada– piensa que actúa con los mejores intereses de Dios en mente. A su vez, la persona hipócrita engaña a sus espectadores quienes –sin duda– no se quejarán al recibir limosnas. La persona hipócrita, por otra parte, se siente halagada por la gratitud expresada por los pobres.1
E. Dussel observa este mismo tipo de autoengaño al hablar de los clérigos que reciben favores del pueblo. Como ilustración, Dussel describe que a menudo los burócratas invitan a los clérigos a saltarse la fila de espera como señal de respeto a Dios y a la iglesia. Sin embargo, cuando el clérigo se aprovecha de este tipo de privilegio, en realidad está usando su posición para ejercer dominio sobre los demás.2
Para la persona que ejerce su acto de piedad en público, la recompensa recibida nunca resultará en más de lo que se ve: la admiración pasajera de un público que también vive del autoengaño. Este tipo de recompensa puede compararse con la acumulación de tesoros en la tierra.
En el primer siglo, la riqueza consistía mayormente en la acumulación de ropa o metales preciosos que se almacenaban debajo de la tierra.3 Así como la polilla y el moho se comían la ropa y oxidaban los metales preciosos, tampoco los elogios del pueblo eran duraderos (v. 20).
A diferencia de los hipócritas, los/as discípulos/as de Cristo que den limosnas, oren y ayunen en secreto serán recompensados/as por el Padre tanto en el cielo como en público (Mt 5:12; 6:4, 6, 18, 20-21; 10:41-42; 13:44; 19:21).4 Vale la pena mencionar que Jesucristo no fue el único que predicó en contra de la hipocresía al dar nuestras limosnas. Observa U. Luz que varias corrientes del pensamiento judío en el primer siglo enfatizaban la pureza de motivos al buscar recompensas divinas (Tobías 12:8; Eclesiástico 1:28-29). Dar una ofrenda a los pobres persiguiendo un interés propio se consideraba una práctica de los gentiles. No obstante, ciertos textos helénicos también realzaban la virtud de una piedad hecha solamente para Dios.5 ¿Qué tiene de extraordinario, entonces, que nosotros/as cultivemos un desdén por la hipocresía y la auto-alabanza? ¿No sería nuestro singular motivo para huir de los elogios ofrecidos en público el hecho de que nuestros actos de piedad se hacen en nombre de Aquel que tomó forma de siervo? (Fil 2:5-11).
Limosnas, oración y ayuno
Como observa U. Luz, era la costumbre en el primer siglo que se honrara en público a quienes contribuían con grandes cantidades (Eclesiástico 31:11). Es más, cuanto mayor fuera la ofrenda, mayor era la probabilidad de recibir una invitación para sentarse junto al rabino. Pero también es importante recordar que el judaísmo favorecía la existencia de espacios para ejercer actos de piedad en secreto. En la Mishná se aconseja al pueblo que las donaciones se depositen en la “cámara de secretos.”6
Si bien Jesús nos exhorta a que demos limosnas en secreto, no queda duda de que la administración del dinero que se recoge en nuestras iglesias hoy en día debe hacerse con toda transparencia, como bien aprendemos al recordar la práctica de las primeras comunidades cristianas (Hch 4–5). A la vez, el tema del dinero debe llevar a que nos preguntemos: ¿por qué debemos ofrendar para los pobres? J. Goldingay observa que mientras los usos del diezmo varían mucho (Lv 27:30-33; Nm 18:21-23), en Dt 14:22-29 y 26:12-13 se postula un uso distinto del diezmo, a saber: en un período de siete años, los diezmos del tercer y sexto año se designan no sólo para los levitas, sino también para los huérfanos, viudas y refugiados.7 La iglesia primitiva, a pesar de que no practicaba el “diezmo,” continuó la costumbre de recoger ofrendas especialmente para los pobres y marginados (Hch 2:44; Gá 2:10; 2 Co 8).
Al mismo tiempo que se nos insta a dar limosnas y practicar la oración y el ayuno, se nos advierte contra la tendencia que tenemos para el autoengaño que Jesús tanto denuncia (v. 1). Curiosamente, en el Didaché, surgido a finales del primer siglo, se insiste en 8:1-2 que los ayunos no sean cada lunes y jueves –cuando ayunan los hipócritas– sino miércoles y viernes.8 ¡Cuán fácil es reemplazar un modo de hipocresía por otro! Que la ceniza de hoy nos sirva para recordar que el verdadero ayuno consiste en liberar al oprimido (Is 58:6-10). Esta es la espiritualidad que Dios recompensará (Mt 19:21).
Notas:
1. D. A. Carson, “Matthew,” en Matthew–Luke, Vol. 8 de The Expositors Bible Commentary, ed. Frank E. Gaebeleins (Zondervan: Grand Rapids, 1984), 164.
2. Enrique Dussel, History and the Theology of Liberation, trad. por John Drury (Maryknoll: Orbis, 1976), 161.
3. Craig L. Blomberg, Matthew, Vol. 22 de The New American Commentary (Broadman Press: Nashville, 1992), 22.
4. D. A. Carson, “Matthew,” 163.
5. Ulrich Luz, Matthew 1–7: A Commentary (Fortress Press: Minneapolis: 2007), 300-301; Craig S. Keener, The Gospel of Matthew: A Socio-Rhetorical Commentary (Eerdmans: Grand Rapids, 2009), 206-209.
6. U. Luz hace esta referencia a la Mishná (m. Seqal. 5.6) en Matthew 1–7, 300-301.
7. John Goldingay, Key Questions about Christian Faith: Old Testament Answers (Baker: Grand Rapids, 2010), 168.
8. C. S. Keener, The Gospel of Matthew: A Socio-Rhetorical Commentary (Eerdmans: Grand Rapids, 2009), 226.
La lectura del evangelio de Mateo de hoy forma parte del Sermón del Monte (Mt 5:3–7:27) y sirve como un llamado para recordar aquella triste realidad que se nos pasa por alto a menudo, a pesar de que hemos sido formados/as del polvo y en polvo nos convertiremos (Gn 3:19).
Esa triste realidad es la de que nos gratifica la admiración que recibimos en público por nuestros actos de piedad. En vista de esta inclinación a la auto-alabanza que asola al ser humano, nos viene bien el mensaje de Cristo: ofrezcamos nuestros actos de piedad a Dios en secreto.
El Señor recuerda a sus discípulos/as que no debemos ser como los hipócritas (vv. 1-2, 5, 16) quienes dan a los pobres (vv. 1-4), rezan (vv. 5-8) y ayunan (vv. 16-18) con el fin de recibir los aplausos de las personas marginadas que viven de nuestras limosnas. Al contrario, nos llama a ejercer una espiritualidad en secreto que, a su vez, no escapa la vista del Padre que recompensará en público (vv. 4, 18, 20).
La exhortación a una vida piadosa que evite la luz del público pareciera contradecir, a primera vista, el llamado a ser una “ciudad asentada sobre un monte” que “no se puede esconder” o una luz que alumbre “delante de los hombres” (Mt 5:14-16). Es más, ¿no nos debería servir también de ejemplo el profeta Daniel quien oraba con las ventanas abiertas (Dn 6:10)? Puede ser que esta contradicción se solucione con lo que le escuché decir una vez en una prédica al misionólogo Roberto Hatch: “cuando vives en Babilonia las oraciones se hacen con las ventanas abiertas pero en Jerusalén hay que orar con las ventanas cerradas.” En efecto, una espiritualidad que glorifique a Dios (Mt 5:16) deberá fluir tanto de la humildad como de un conocimiento profundo del contexto en que vivimos.
La recompensa de los hipócritas
La palabra “hipócrita” en el griego antiguo se refería a un actor. Sin embargo, en el primer siglo el término tenía otros matices también. Observa D. A. Carson que el evangelista usa el término en Mt 6:2, 5, 16 (cf. también Mt 7:5; 23:13-15, 25, 27, 29) para describir una persona que –autoengañada– piensa que actúa con los mejores intereses de Dios en mente. A su vez, la persona hipócrita engaña a sus espectadores quienes –sin duda– no se quejarán al recibir limosnas. La persona hipócrita, por otra parte, se siente halagada por la gratitud expresada por los pobres.1
E. Dussel observa este mismo tipo de autoengaño al hablar de los clérigos que reciben favores del pueblo. Como ilustración, Dussel describe que a menudo los burócratas invitan a los clérigos a saltarse la fila de espera como señal de respeto a Dios y a la iglesia. Sin embargo, cuando el clérigo se aprovecha de este tipo de privilegio, en realidad está usando su posición para ejercer dominio sobre los demás.2
Para la persona que ejerce su acto de piedad en público, la recompensa recibida nunca resultará en más de lo que se ve: la admiración pasajera de un público que también vive del autoengaño. Este tipo de recompensa puede compararse con la acumulación de tesoros en la tierra.
En el primer siglo, la riqueza consistía mayormente en la acumulación de ropa o metales preciosos que se almacenaban debajo de la tierra.3 Así como la polilla y el moho se comían la ropa y oxidaban los metales preciosos, tampoco los elogios del pueblo eran duraderos (v. 20).
A diferencia de los hipócritas, los/as discípulos/as de Cristo que den limosnas, oren y ayunen en secreto serán recompensados/as por el Padre tanto en el cielo como en público (Mt 5:12; 6:4, 6, 18, 20-21; 10:41-42; 13:44; 19:21).4 Vale la pena mencionar que Jesucristo no fue el único que predicó en contra de la hipocresía al dar nuestras limosnas. Observa U. Luz que varias corrientes del pensamiento judío en el primer siglo enfatizaban la pureza de motivos al buscar recompensas divinas (Tobías 12:8; Eclesiástico 1:28-29). Dar una ofrenda a los pobres persiguiendo un interés propio se consideraba una práctica de los gentiles. No obstante, ciertos textos helénicos también realzaban la virtud de una piedad hecha solamente para Dios.5 ¿Qué tiene de extraordinario, entonces, que nosotros/as cultivemos un desdén por la hipocresía y la auto-alabanza? ¿No sería nuestro singular motivo para huir de los elogios ofrecidos en público el hecho de que nuestros actos de piedad se hacen en nombre de Aquel que tomó forma de siervo? (Fil 2:5-11).
Limosnas, oración y ayuno
Como observa U. Luz, era la costumbre en el primer siglo que se honrara en público a quienes contribuían con grandes cantidades (Eclesiástico 31:11). Es más, cuanto mayor fuera la ofrenda, mayor era la probabilidad de recibir una invitación para sentarse junto al rabino. Pero también es importante recordar que el judaísmo favorecía la existencia de espacios para ejercer actos de piedad en secreto. En la Mishná se aconseja al pueblo que las donaciones se depositen en la “cámara de secretos.”6
Si bien Jesús nos exhorta a que demos limosnas en secreto, no queda duda de que la administración del dinero que se recoge en nuestras iglesias hoy en día debe hacerse con toda transparencia, como bien aprendemos al recordar la práctica de las primeras comunidades cristianas (Hch 4–5). A la vez, el tema del dinero debe llevar a que nos preguntemos: ¿por qué debemos ofrendar para los pobres? J. Goldingay observa que mientras los usos del diezmo varían mucho (Lv 27:30-33; Nm 18:21-23), en Dt 14:22-29 y 26:12-13 se postula un uso distinto del diezmo, a saber: en un período de siete años, los diezmos del tercer y sexto año se designan no sólo para los levitas, sino también para los huérfanos, viudas y refugiados.7 La iglesia primitiva, a pesar de que no practicaba el “diezmo,” continuó la costumbre de recoger ofrendas especialmente para los pobres y marginados (Hch 2:44; Gá 2:10; 2 Co 8).
Al mismo tiempo que se nos insta a dar limosnas y practicar la oración y el ayuno, se nos advierte contra la tendencia que tenemos para el autoengaño que Jesús tanto denuncia (v. 1). Curiosamente, en el Didaché, surgido a finales del primer siglo, se insiste en 8:1-2 que los ayunos no sean cada lunes y jueves –cuando ayunan los hipócritas– sino miércoles y viernes.8 ¡Cuán fácil es reemplazar un modo de hipocresía por otro! Que la ceniza de hoy nos sirva para recordar que el verdadero ayuno consiste en liberar al oprimido (Is 58:6-10). Esta es la espiritualidad que Dios recompensará (Mt 19:21).
Notas:
1. D. A. Carson, “Matthew,” en Matthew–Luke, Vol. 8 de The Expositors Bible Commentary, ed. Frank E. Gaebeleins (Zondervan: Grand Rapids, 1984), 164.
2. Enrique Dussel, History and the Theology of Liberation, trad. por John Drury (Maryknoll: Orbis, 1976), 161.
3. Craig L. Blomberg, Matthew, Vol. 22 de The New American Commentary (Broadman Press: Nashville, 1992), 22.
4. D. A. Carson, “Matthew,” 163.
5. Ulrich Luz, Matthew 1–7: A Commentary (Fortress Press: Minneapolis: 2007), 300-301; Craig S. Keener, The Gospel of Matthew: A Socio-Rhetorical Commentary (Eerdmans: Grand Rapids, 2009), 206-209.
6. U. Luz hace esta referencia a la Mishná (m. Seqal. 5.6) en Matthew 1–7, 300-301.
7. John Goldingay, Key Questions about Christian Faith: Old Testament Answers (Baker: Grand Rapids, 2010), 168.
8. C. S. Keener, The Gospel of Matthew: A Socio-Rhetorical Commentary (Eerdmans: Grand Rapids, 2009), 226.