Lectionary Commentaries for April 19, 2020
Second Sunday of Easter (Year A)

from WorkingPreacher.org


Evangelio

Comentario del San Juan 20:19-31

Martha Milagros Acosta Valle

La liturgia del segundo domingo de Pascua nos presenta la continuación del texto evangélico que leíamos el domingo pasado y completa así el relato joánico de los acontecimientos acaecidos “el primer día de la semana” (Jn 20:1.19).

San Juan toma el cuidado de narrar los hechos ocurridos desde antes de la salida del sol (v. 1) hasta que llega el ocaso (v. 19). Lo que había empezado muy de mañana con el viaje de María Magdalena al sepulcro en donde había sido depositado el cuerpo sin vida de Jesús termina de noche, en el lugar en que están los discípulos reunidos y atemorizados, con las puertas firmemente cerradas. En ese sentido, el día de la resurrección del Señor parecía terminar con un tono de pesimismo y de derrota, como si las palabras de María Magdalena “He visto al Señor” (v. 18) y el mensaje del mismo Jesús resucitado que ella había transmitido a los discípulos (vv. 17-18) hubieran caído en saco roto.

¡Paz a vosotros!

En las condiciones de aislamiento físico que impone este año la pandemia de Covid-19, llama la atención el paralelo que puede establecerse entre el encerramiento de los discípulos y el que viven millones de personas, confinadas en sus domicilios para evitar la propagación de la enfermedad. En ambos casos, el temor es real, no solamente por el riesgo para la vida, sino también por los desafíos que supone enfrentarse a situaciones de gran pérdida e incertidumbre. En cierta medida, la experiencia de los discípulos al anochecer del primer día de la semana podría bien resumir lo que se vive hoy a escala planetaria. Y quizás por eso, resuenan con más actualidad que nunca las palabras del Señor resucitado: ¡Paz a vosotros!

El deseo de paz, que constituía el saludo habitual en tiempos de Jesús,1 adquiere aquí su total significado. En ese sentido, este no es un simple saludo ni un deseo, sino un verdadero don, la realización de las palabras que el Señor había pronunciado en su discurso de despedida de sus apóstoles: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Jn 14:27). La paz que concede Jesús resucitado constituye, por así decirlo, el reverso del temor y su antídoto. La fuente de esa paz no es otra que la unión profunda con él, como lo había expresado a sus apóstoles: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz” (Jn 16:33).

Es importante notar que la paz no llega en esta ocasión como respuesta a una súplica de los discípulos, sino como ofrenda gratuita del Señor. En otras palabras, él da su paz, no porque la pidamos, sino porque la necesitamos.2 No es difícil imaginar la sorpresa de los discípulos al escucharlo y verlo en medio de ellos. El texto no indica si recordaron o no el testimonio de María Magdalena en la mañana de ese mismo día. Lo cierto es que cuando el Señor les mostró sus manos y su costado, signos claros de que era él en realidad, se llenaron de alegría (v. 20).3 Después de identificarlo, les dijo de nuevo: ¡Paz a vosotros! (v. 21), lo que se asemeja al Evangelio de San Mateo, en el que María Magdalena y la otra María necesitan igualmente escuchar por partida doble: “No temáis… no temáis” (Mt 28:5.10).

Una vez que el miedo cede paso a la alegría de ver al Señor y a la paz que él comunica, los discípulos reciben su misión. Él los envía de la misma manera en que el Padre lo envió a él (v. 21), lo que significa que la misión de la iglesia prolonga la misión de Jesús, nacida de Dios. Ya lo había afirmado con palabras similares en su discurso de despedida: “De cierto, de cierto os digo: El que reciba al que yo envíe, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió” (Jn 13:20; cf. Jn 17:18).4

El gesto que sigue, el don del Espíritu Santo (v. 22), corresponde precisamente a la misión que les entrega, pues ¿cómo podrían ellos actuar en su nombre sin ser especialmente ungidos por el mismo Espíritu? Aunque en San Juan no hay mención alguna de Pentecostés, está claro que la misión de la iglesia, como en la obra de San Lucas, implica el perdón de los pecados (v. 23) y por ende, requiere del don del Espíritu. Si los discípulos han de continuar la misión del “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29; cf. 1:9), ellos mismos han de ser bautizados en el soplo divino (v. 22; cf. 1:33) que se manifiesta en Jesús y le confiere poder sobre el pecado. El gesto del Señor de “soplar” (y el verbo que Juan utiliza en el original griego para describirlo: emphysao) nos remite al principio del acto creador, cuando Dios sopla aliento de vida en el primer ser humano (cf. Gn 2:7).5 En ese sentido, por el don del Espíritu, los discípulos son transformados en una nueva creación, en verdaderos hijos de Dios como lo diría el prólogo del Evangelio: “A todos los que lo recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn 1:12).

Hemos visto al Señor

Una mirada retrospectiva a lo que hemos reflexionado hasta aquí permite percibir cuán profundo es el proceso de transformación de los discípulos. Ellos, que estaban atemorizados y amilanados, se llenan de alegría, reciben la paz y acogen el don del Espíritu Santo. Ellos, que se replegaban sobre sí mismos y temían por sus vidas, reciben la misión de comunicar perdón y vida nueva a otras personas, como continuadores de la misión de Jesús. Esta verdadera metamorfosis, que se produce a puertas cerradas, es solo posible porque el Señor resucitado se hace presente en medio de ellos. En otras palabras, los discípulos no solamente ven al Señor, sino que son profundamente transformados por su presencia. Evidentemente, hubiera sido muy difícil, cuando no imposible, hacerle comprender todo esto a Tomás, que no estaba con los demás discípulos cuando se les apareció el Señor y que se rehúsa a creer en su testimonio. Antes de detenernos brevemente en el ejemplo de este apóstol, cabe preguntarnos si nuestra experiencia de aislamiento o de cambio de ritmo provocado por la pandemia se parece hasta ahora a la de los discípulos, si también nosotros/as hemos visto al Señor, si sentimos que nos transforma, que nos renueva su llamado y nos prepara para la misión.

Volviendo a Tomás, contrariamente a los otros discípulos, su desafío no parece ser el miedo, sino la necesidad de pruebas tangibles. El texto no nos dice si él estaba presente cuando María Magdalena afirmó “que había visto al Señor” (v. 18), a su regreso del sepulcro. Pero sabemos que cuando los discípulos repitieron casi exactamente las mismas palabras (v. 25), avaladas ahora por el testimonio comunitario, Tomás reclamó no solamente ver, sino palpar con sus propias manos las heridas del Señor: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré” (v. 25).

El Señor resucitado ofrece a Tomás una experiencia muy similar a la que sus compañeros le habrían probablemente descrito. Ocho días después, precisamente el segundo domingo de la Pascua, de nuevo se encontraban los discípulos reunidos con las puertas cerradas y de nuevo el Señor se presentó en medio de ellos para ofrecerles su paz (v. 26). Para un Tomás tan centrado en lo tangible, la primera conmoción vendría del hecho mismo de la total corporeidad y, simultáneamente, de la misteriosa “incorporeidad” del resucitado. Quizás antes de que el Señor le dirigiera la palabra, ya Tomás había comprendido su error, pues no se puede poner el vino nuevo de la resurrección en los odres viejos (Mt 9:17; Mc 2:22) de nuestras categorías de volumen, masa y espacio, entre otras.

El texto no menciona que Tomás haya finalmente puesto su dedo en la marca de los clavos ni su mano en la herida del costado, a pesar de la invitación del Señor (v. 27). El evangelio guarda memoria de la confesión de fe de Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!” (v. 28), así como del reproche de Jesús y de una nueva bienaventuranza: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron” (v. 29).

En este tiempo de grandes desafíos y también de innumerables actos cotidianos de heroísmo, el Señor resucitado nos invita a renovarnos en el “espíritu de nuestra mente,” como diría San Pablo (Ef 4:23). Renovarnos para recibir su paz, antídoto contra el miedo. Renovarnos para percibir su presencia de una manera nueva. Renovarnos para redescubrir la misión que nos confía, que es la suya. Renovarnos en la fe, más allá de las apariencias, pues verdaderamente ha resucitado el Señor. ¡Aleluya!


Notas:

1. Véase F. F. Bruce, The Gospel of John, (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1983), 391: “El saludo de Jesús es el saludo regular usado entre amigos y empleado aun hoy en el hebreo actual: Shalôm aleikhem.” Traducción de M. Acosta.

2. En las palabras de San Pablo, no sabemos pedir lo que nos conviene (Ro 8:26).

3. Lo cual nos remite nuevamente al discurso de despedida de Jesús a sus apóstoles: “Vosotros ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16:22).

4. Véase Pheme Perkins, “The Gospel According to John”, en Raymond E. Brown – Joseph A. Fitzmyer – Roland E. Murphy (eds.), The New Jerome Biblical Commentary, (New York: Geoffrey Chapman, 1999), 984.

5. Véase F. F. Bruce, The Gospel of John, 392.